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¿Dónde había ido a parar después? Seguramente estaba en la cesta de costura que Beatrice tenía en su cuarto. A nadie le importaría demasiado después. ¿O acaso volvieron a llevarlo a la habitación de Octavia? Sí, seguramente lo habían devuelto a la habitación, ya que de otro modo quienquiera que hubiera sido la persona que lo hubiera cogido, se habría dado cuenta de su equivocación y habría sabido que Octavia no lo llevaba cuando se fue a dormir.

Ahora estaba en el rellano de lo alto de la escalera. Había dejado de llover y el sol pálido pero claro de invierno brillaba a través de las ventanas y trazaba dibujos en la alfombra. No se había encontrado con nadie. Las camareras estaban atareadas cumpliendo con sus obligaciones, las doncellas de las señoras se ocupaban del guardarropa, el ama de llaves estaba en el cuarto de la ropa blanca, las criadas de arriba estaban haciendo las camas, dando la vuelta a los colchones y sacando el polvo de todas partes y había otras criadas en el corredor; Dinah y los lacayos estaban en algún lugar de la parte frontal de la casa; la familia, entregada a los placeres matutinos: Romola con los niños en la habitación utilizada como clase, Araminta escribiendo cartas en el saloncito de las mujeres, los hombres ocupados fuera de la casa y Beatrice todavía en su dormitorio. Beatrice era la única persona que estaba enterada de que el encaje de los lirios estaba roto, por lo que no podía haber cometido el error de manchar el salto de cama. No era que Hester sospechara de ella, o por lo menos no pensaba que lo hubiera podido hacer sola. Si la había ayudado sir Basil… Pero entonces, ese miedo de no saber quién había asesinado a Octavia… Ese temor a que fuese Myles… A Hester se le ocurrió de pronto que Beatrice podía ser una actriz excepcional, pero después abandonó la idea. Para empezar, ¿para qué? No podía saber que Hester repetiría lo que le oyese decir.

¿Quién sabía qué salto de cama llevaba Octavia aquella noche? Había salido del salón atildadamente vestida con un traje de noche, al igual que todas las demás señoras. ¿A quién había visto antes de cambiarse para acostarse?

Tan sólo a Araminta y a su madre.

A la orgullosa, difícil y fría Araminta. Ella había ocultado el suicidio de su hermana y, cuando era inevitable que acusaran a alguien del asesinato, había alegado que debía de ser Percival.

Pero era imposible que lo hubiera hecho ella sola. Era una mujer delgada, casi esquelética. Habría sido incapaz de trasladar sin ayuda de otra persona el cuerpo de Octavia hasta el piso de arriba. ¿Quién la había ayudado? ¿Myles? ¿Cyprian? ¿O Basil?

¿Y cómo se podía demostrar?

La única prueba era lo que había dicho Beatrice sobre el encaje de lirios roto pero ¿sería capaz de jurarlo cuando supiera qué suponía?

Hester necesitaba un aliado en la casa. Sabía que Monk estaba fuera, había visto su oscura figura cada vez que había pasado por delante de la ventana, pero no podía ser de ninguna ayuda en este aspecto.

También estaba Septimus. Era la única persona acerca de la cual Hester tenía la plena seguridad de que no tenía participación alguna en los hechos y que, además, podía ser lo bastante valiente para luchar. Sí, haría falta valentía. Percival había muerto y para todos los demás el asunto había quedado cerrado. Habría sido mucho más fácil dejar que todo quedara tal como estaba.

Cambió de dirección y, en lugar de ir a la habitación de Beatrice, siguió por el pasillo hasta la de Septimus.

Estaba ligeramente incorporado en la cama leyendo un libro que sostenía a una cierta distancia porque padecía de vista cansada. Cuando Hester entró, levantó los ojos debido a la sorpresa. Se encontraba tan recuperado que las atenciones de Hester eran más las de una amiga que de tipo médico. Vio al momento que Hester estaba profundamente preocupada.

– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó, lleno de ansiedad. Cerró el libro sin poner una señal en la página.

De nada habría servido mentir. Hester cerró la puerta, se acercó a la cama y se sentó en el borde.

– He hecho un descubrimiento en relación con la muerte de Octavia. Dos de hecho.

– Y los dos son graves -dijo el hombre con gran interés-. Ya veo que está preocupada. ¿De qué se trata?

Hester hizo una profunda aspiración. Si ella se había equivocado y Septimus estaba involucrado en el caso o se sentía más leal a la familia o era menos valiente de lo que ella creía, entonces quizás ella se pondría en mayor peligro del que suponía. Sin embargo, no pensaba hacerse atrás.

– Octavia no murió en su habitación. Sé dónde murió. -Hester observó su cara y lo único que descubrió en ella fue interés, no indicios de remordimiento-. Fue en el estudio de sir Basil -dijo finalmente.

El hombre estaba confundido.

– ¿En el estudio de Basil? Pero, querida amiga mía, esto no tiene sentido. ¿Por qué habría ido Percival a buscar a Octavia en aquella habitación? ¿Qué haría ella en el estudio de Basil en plena noche? -De pronto la luz que brillaba en sus ojos fue apagándose-. ¡Ah… usted se refiere a que aquel día ella se enteró de algo y usted sabe qué es? ¿Algo que tiene que ver con Basil?

Hester le dijo qué había averiguado en el Ministerio de Defensa y que Octavia había estado allí el día de su muerte y se había enterado de lo mismo.

– ¡Santo Dios! -dijo Septimus con voz queda-. ¡Pobre niña! ¡Pobre, pobre niña! -Por espacio de varios segundos Septimus se quedó con la vista fija en la colcha, después miró a Hester con el rostro contraído, la mirada sombría y asustada-. ¿Quiere decir que Basil la mató?

– No, yo creo que se mató ella… con el abrecartas del estudio.

– ¿Y cómo subió al dormitorio?

– Alguien la encontró muerta en el estudio, limpió el abrecartas y volvió a dejarlo en su sitio, la trasladó arriba, aplastó la enredadera del exterior de la ventana, tomó unas cuantas joyas y un jarrón de plata y la dejó en su cuarto para que Annie la descubriera por la mañana.

– Para que no pareciera un suicidio, porque es una cosa vergonzosa, una cosa escandalosa… -Hizo una profunda aspiración y abrió mucho los ojos debido al horror que sentía-. Pero ¡santo Dios!, ¡Dejaron que colgaran a Percival!

– Exacto.

– Es una monstruosidad. Es un asesinato.

– Exacto.

– ¡Oh… Dios mío! -dijo en voz muy baja-. ¿A qué extremo hemos llegado? ¿Sabe quién lo hizo?

Hester le explicó todo lo relativo al salto de cama.

– Araminta -dijo Septimus en voz muy baja-, pero no sola. ¿Quién la ayudó? ¿Quién se encargó de subir a la pobre Octavia escaleras arriba?

– No sé. Debió de ser un hombre, pero no sé quién.

– ¿Qué piensa hacer?

– La única persona que lo puede corroborar es lady Moidore. Creo que lo hará. Ella sabe que Percival no era el culpable y creo que ella querrá encontrar una alternativa a la incertidumbre y al miedo que están acabando con todas sus relaciones.

– ¿Usted cree? -Se quedó pensativo unos momentos mientras su mano iba abriéndose y cerrándose mecánicamente sobre la colcha-. Tal vez tenga usted razón pero, tanto si la tiene como no, no podemos dejar las cosas como están prescindiendo del precio que haya que pagar.

– Entonces, ¿quiere usted acompañarme al cuarto de lady Moidore y estar presente mientras le pregunto si estaría dispuesta a jurar que el salto de cama estaba roto la noche en la que murió Octavia y que ella lo tuvo toda la noche en su habitación y no salió de ella hasta más tarde?

– Sí. -Septimus se levantó de la cama con la ayuda de Hester, que le tendió las manos-. Sí -admitió-, lo mínimo que puedo hacer es estar a su lado. ¡Pobre Beatrice!

Hester tuvo la impresión de que Septimus no lo había entendido del todo.

– Pero ¿usted está dispuesto a corroborar con juramento su respuesta, en caso necesario delante de un juez? ¿La apoyará cuando ella se dé cuenta de lo que supone?

Él se puso muy erguido, echó los hombros para atrás y sacó pecho.