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– Puede ser. Creo que allí había alguien. Tal vez su abogado.

– No, los abogados no se esconden de esa manera; dan la cara.

– Cierto.

– ¿Deberíamos quedarnos a vigilar para ver quién sale? -preguntó Edgar.

Bosch reflexionó un instante.

– No -contestó finalmente-. Si nos ven, descubrirán que lo del dinero es un cebo; es mejor dejarlo. Venga, salgamos de aquí. Tenemos que prepararnos.

VII

Durante su estancia en Vietnam, la misión principal de Bosch había sido luchar en la red de túneles que se extendía bajo los pueblos de la provincia de Cu Chi; sumergirse en las profundidades que los soldados llamaban «el eco negro» y regresar vivo. No obstante, el trabajo en el interior de las galerías subterráneas era rápido, de modo que entre misiones Bosch pasaba muchos días en la jungla, luchando y esperando. En una de esas ocasiones, él y un puñado de hombres quedaron aislados de su unidad. Bosch pasó una noche sentado en la hierba alta, espalda contra espalda con un chico de Alabama llamado Donnel Fredrick, mientras todos oían los pasos de una compañía del Vietcong y esperaban en silencio a que el enemigo los encontrase. No podían hacer otra cosa, ya que los vietnamitas los superaban en número. Durante la espera, los minutos se les antojaron horas. Sin embargo, todos sobrevivieron, aunque Donnel murió más tarde en una trinchera, herido por un impacto de mortero disparado desde su propio bando. Bosch siempre había pensado que esa noche en la hierba alta vivió lo más parecido a un milagro.

A menudo, cuando estaba solo en una guardia o en una situación de peligro, Bosch recordaba aquella noche. Por eso le vino a la memoria en ese momento, mientras esperaba sentado con las piernas cruzadas y apoyado en el eucalipto a diez metros del refugio de George, el vagabundo. Encima de su ropa, Harry llevaba una especie de poncho de plástico que solía guardar en el maletero de su coche. Las chocolatinas que tenía eran de la marca Hershey, con almendras, las mismas que había comido en la jungla tantos años atrás. Y como aquella noche en la hierba alta, el tiempo que permaneció inmóvil se le hizo eterno. Estaba oscuro, sólo un tenue rayo de luna iluminaba la lona azul, y Bosch seguía a la espera. Le apetecía un cigarrillo, pero no podía arriesgarse a encender un mechero en la oscuridad. De vez en cuando le parecía oír a Edgar en su puesto veinte metros a su derecha, aunque no podía estar seguro de que se tratara de su compañero y no de un ciervo o un coyote.

George le había dicho que había coyotes. El vagabundo se lo había advertido cuando Bosch lo metió en el asiento de atrás del coche para llevarlo al hotel donde iba a pasar la noche. Afortunadamente a Harry no le daban miedo los coyotes.

No había sido fácil lograr que el anciano se marchara. George estaba convencido de que habían venido a llevárselo a Camarillo. Y allí era adonde debería haber ido, pero la institución no lo admitía sin un certificado aprobado por el gobierno. Así que el vagabundo iba a alojarse un par de noches en el hotel Mark Twain de Hollywood. No era un mal sitio; Bosch había vivido allí más de un año mientras reconstruían su casa. La peor habitación del hotel era diez veces mejor que una lona en el bosque. No obstante, Bosch sabía que George tal vez no compartiera ese punto de vista.

A las once y media, el tráfico en Mulholland se había reducido a un coche cada cinco minutos. Bosch no los veía debido al desnivel del terreno y la espesura de los matorrales, pero los oía y veía sus faros, que iluminaban el follaje por encima de su cabeza. En ese momento Bosch estaba alerta porque un coche había pasado dos veces, una en cada dirección. Se notaba que era el mismo vehículo porque el motor iba un poco estrangulado.

De pronto el coche volvió a pasar por tercera vez. Bosch escuchó con atención el ruido del motor, al que se añadió el sonido de los neumáticos sobre la grava, señal de que había salido al arcén. Acto seguido el motor se detuvo y el silencio subsiguiente se vio puntuado por el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse a continuación. Harry se acuclilló lentamente, pese al dolor que le producía esa postura en las rodillas, y se preparó para entrar en acción. Escudriñó la oscuridad a su derecha, donde estaba Edgar, pero no vio nada. Después miró hacia la cima de la pendiente y esperó.

Al cabo de unos instantes Harry vio una luz que recorría los matorrales. El haz de una linterna apuntaba hacia abajo y oscilaba de izquierda a derecha mientras su portador descendía cautelosamente por la pendiente en dirección al refugio. Bajo el poncho, Bosch sostenía la pistola con una mano y una linterna con la otra. Tenía el pulgar apoyado en el interruptor, listo para encenderla.

El haz de luz dejó de moverse. Bosch supuso que el sospechoso había hallado el lugar donde tendría que haber estado la bolsa. Tras un momento de vacilación, recorrió el bosque con la linterna, iluminando a Bosch durante una fracción de segundo. Sin embargo, la luz no volvió a él, sino que se detuvo en la lona azul, tal como Harry había supuesto que ocurriría. Luego el individuo comenzó a avanzar, siempre guiado por la linterna. El hombre -si es que se trataba de un hombre- tropezó al acercarse al hogar de George y, unos instantes más tarde, desapareció tras el plástico azul. Bosch sintió una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Una vez más, se acordó de Vietnam. En esa ocasión evocó los túneles: atacar al enemigo en la oscuridad, con la consiguiente sensación de terror y emoción. Harry sólo había admitido esto último cuando logró salir sano y salvo de aquel infierno. Y en parte para reemplazar esa sensación, se había unido a la policía.

Con la esperanza de que no le crujieran las rodillas, Bosch se puso en pie muy despacio con la vista fija en la luz de la linterna. Edgar y él habían colocado la bolsa debajo de la lona después de rellenarla con papel de periódico arrugado. Bosch comenzó a avanzar hacia el refugio lo más silenciosamente posible. En teoría, mientras él se acercaba por la izquierda, Edgar lo hacía por la derecha. Sin embargo, la oscuridad le impedía comprobarlo.

Bosch estaba a tres metros de distancia y oía la respiración acelerada de la persona bajo la lona. A continuación oyó el ruido de una cremallera que se abría, seguido de una exclamación.

– ¡Mierda!

Bosch se acercó y reconoció la voz justo al llegar a la parte descubierta del refugio. Acto seguido, apuntó su arma y su linterna en esa dirección.

– ¡Alto! ¡Policía! -gritó Bosch, al tiempo que encendía la linterna-. De acuerdo, sal de ahí, Powers.

Casi inmediatamente se encendió una linterna a la derecha de Bosch.

– ¿Qué coño…? -comenzó a decir Edgar.

Enfocado por ambas linternas estaba el agente Ray Powers. El corpulento policía, vestido de uniforme, sostenía su propia linterna de patrulla en una mano y la pistola en la otra. Powers se había quedado boquiabierto, con una expresión de asombro total.

– Bosch, ¿qué coño haces aquí? -exclamó.

– Eso digo yo, Powers -replicó Edgar, furioso-. ¿Sabes qué coño has hecho? Te has metido en una… ¿Qué hacías aquí, tío?

Powers bajó el arma y la enfundó.

– Estaba… Bueno, me avisaron. Alguien debió de veros escondiéndoos por aquí. Me dijeron que había dos tíos merodeando por el bosque.

Bosch se alejó del refugio sin bajar su pistola.

– Sal de ahí, Powers -le ordenó.

Powers obedeció. Bosch le apuntó con la linterna en la cara.

– ¿Y el aviso? ¿Quién lo dio?

– Un tío que pasaba en coche por la carretera. Debió de veros por aquí. ¿Quieres quitarme eso de la cara?

Bosch no le hizo caso.

– ¿Entonces qué? -preguntó-. ¿A quién llamó?