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Bosch aparcó junto a la carretera y echó un vistazo a su alrededor. No se veía ni un alma. Aunque Harry decidió que regresaría esa noche para verlo a oscuras, su intuición le decía que había acertado.

Tras cruzar la carretera, miró por la pendiente donde suponía que el cómplice había estado esperando e intentó encontrar un sitio donde se podría haber ocultado. Entonces distinguió un caminito de tierra que conducía al bosque y se acercó a él en busca de pisadas. Había muchas, y Bosch se agachó a examinarlas. El terreno era polvoriento, por lo que algunas se distinguían claramente. Había huellas de dos pares de zapatos totalmente distintos; uno viejo con los tacones gastados y otro con los tacones mucho más nuevos que dejaba unos surcos muy marcados en el polvo. Ninguno era el que estaba buscando: la bota de trabajo con el corte en la suela que Donovan había observado.

Bosch siguió con la mirada el caminito hasta los árboles y decidió adentrarse un poco más. Al pasar por debajo de una rama, se encontró en pleno bosque. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, Harry vislumbró un objeto azul a unos metros de distancia y, aunque tenía que desviarse del camino para llegar hasta él, quiso averiguar de qué se trataba.

Tres metros más adelante, Bosch descubrió que el objeto azul era una lona plastificada, como las que se veían en los tejados después de que un terremoto derribara las chimeneas y resquebrajara los edificios de la ciudad. Bosch se acercó y vio que dos de las esquinas de la lona estaban atadas a sendas acacias y que colgaba de la rama de una tercera, formando un pequeño refugio en una parte llana de la ladera. Desde donde estaba no detectó ninguna señal de vida.

A Bosch le resultó imposible acercarse al refugio en silencio porque el terreno estaba cubierto con una espesa capa de hojas secas y ramitas que crujían bajo sus pies. Al llegar a unos tres metros de la lona, lo detuvo la voz ronca de un hombre.

– ¡Alto! ¡Tengo una pistola, cabrones!

Bosch se quedó helado, con la vista fija en la lona. Se había quedado en un punto ciego. No veía al hombre que le había gritado, aunque seguramente tampoco podía verlo a él. Finalmente decidió arriesgarse.

– Yo también tengo una -replicó-. Y una placa.

– ¿Policía? ¡Yo no he llamado a la policía!

Su voz tenía un tono histérico, por lo que Bosch sospechó que estaba tratando con uno de los vagabundos que habían sido expulsados de los centros psiquiátricos durante los grandes recortes de presupuesto de los años ochenta. La ciudad estaba plagada de ellos. En cada esquina había al menos uno pidiendo limosna; dormían debajo de los pasos elevados y vivían como termitas en los bosques de las colinas, en miserables chabolas a pocos metros de mansiones millonarias.

– Pasaba por casualidad -chilló Bosch-. Si guardas tu pistola, yo me guardo la mía. -Harry supuso que el hombre de la voz atemorizada ni siquiera iba armado.

– Vale.

Bosch abrió la funda de la pistola que llevaba bajo el brazo, pero no la sacó. Lentamente dio los últimos pasos hasta el tronco de la acacia. Bajo la lona descubrió a un hombre de pelo largo y gris sentado en una manta con las piernas cruzadas. Llevaba barba y lucía una camisa hawaiana de seda azul. Sus ojos eran los de alguien un poco ido. Bosch en seguida le miró las manos, pero no vio ningún arma. Entonces se relajó un poco y lo saludó con la cabeza.

– Hola -dijo Bosch.

– Yo no he hecho nada.

– Ya lo sé.

Bosch miró a su alrededor. Había ropa y toallas dobladas, una pequeña mesa plegable con una sartén, unas velas, latas de comida, dos tenedores y una cuchara. Al no ver ningún cuchillo; Harry dedujo que el hombre se lo había escondido en la camisa o bajo la manta. Encima de la mesa también había una botella de colonia, con la que el vagabundo había perfumado generosamente el refugio. En el suelo, Harry vio un viejo cubo lleno de latas de aluminio, una pila de periódicos y un libro de bolsillo muy manoseado, titulado Forastero en tierra extraña.

Bosch se agachó frente al hombre como un receptor de béisbol, para poder hablarle desde la misma altura. A continuación miró hacia la parte exterior del claro, donde descubrió que el hombre arrojaba lo que no necesitaba. Al pie de otra acacia, entre bolsas de basura y restos de ropa, había una bolsa marrón y verde, abierta como un pescado destripado. Harry volvió a mirar al hombre y se dio cuenta de que llevaba otras dos camisas hawaianas debajo de la de seda azul con chicas haciendo surf. Sus pantalones estaban sucios, pero llevaba la raya demasiado planchada para un vagabundo. Los zapatos también estaban demasiado nuevos para pertenecer a un hombre que vivía en los bosques. Bosch dedujo que aquellos zapatos habían dejado algunas de las huellas del camino; las de los tacones nuevos.

– Qué camisa tan bonita -comentó Bosch.

– Es mía.

– Ya lo sé. Sólo he dicho que era bonita. ¿Cómo te llamas?

– George.

– ¿George qué más?

– Lo que tú quieras.

– Vale, George lo-que--quieras, ¿por qué no me hablas de esa bolsa y esta ropa que llevas? Y de los zapatos. ¿De dónde han salido?

– Me la entregaron. Ahora es mía.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que me la entregaron. Eso quiero decir. Me la dieron toda a mí.

Bosch sacó sus cigarrillos, cogió uno y le ofreció el paquete al hombre, pero éste lo rechazó.

– No fumo. Tardaba medio día en reunir las latas para comprar un paquete; por eso lo dejé.

Bosch asintió.

– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, George?

– Toda mi vida.

– ¿Cuándo te echaron de Camarillo?

– ¿Quién te lo ha dicho?

Bosch lo había deducido porque Camarillo era el psiquiátrico más cercano.

– Me lo han dicho y basta. ¿Cuánto tiempo hace?

– Si te han dicho una cosa, ya sabes el resto. ¿Te crees que soy tonto?

– Está claro que no. Y la bolsa y la ropa, ¿cuándo te la «entregaron»?

– No lo sé.

Bosch se levantó y se acercó a la bolsa. En el asa había una etiqueta de identificación. Al darle la vuelta, leyó el nombre y la dirección de Anthony Aliso. La bolsa estaba encima de una caja de cartón que se había roto al caer por la pendiente. Bosch le dio una patada a la caja para ver lo que decía en el lateral. «Scotch standard HS/T-yo VHS 96-count.»

Bosch dejó la caja y la bolsa donde estaban, regresó junto al hombre y volvió a acuclillarse.

– ¿Te la «entregaron» el viernes por la noche?

– Lo que tú digas.

– Lo que yo diga no. Mira, George, si quieres continuar viviendo aquí y que te deje en paz, tienes que ayudarme. Y si insistes en hacerte el loco, no me ayudas. ¿Cuándo la recibiste?

George se tocó el pecho con la barbilla, como un niño que acaba de recibir una reprimenda de su profesora.

Acto seguido cerró los ojos y se tocó los párpados con el pulgar y el índice.

– No lo sé -respondió con una voz estrangulada-. Vinieron y mula dejaron. Eso es todo lo que sé.

– ¿Quién te la dejó?

George levantó los ojos, brillantes por la emoción, y señaló al cielo con uno de sus dedos sucios.

Cuando Bosch lo imitó, vio un retazo de cielo azul entre las copas de los árboles y soltó un suspiro, exasperado. Aquello no iba a ninguna parte.

– O sea que unos hombrecillos verdes te la lanzaron desde su nave espacial, ¿no, George? ¿Es eso lo que quieres decir?

– Yo no he dicho eso. No sé si eran verdes porque no los vi.

– ¿Pero viste la nave espacial?

– No, tampoco he dicho eso. Sólo vi las luces de aterrizaje.

Bosch se quedó mirándolo.