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– ¿Podemos hablar con él ahora?

Weiss negó con la cabeza.

– El señor Goshen no dirá ni una palabra hasta que lleguemos a Los Ángeles. Allí llevará el caso mi hermano, que tiene un bufete en la ciudad. Saul Weiss, tal vez usted lo conozca.

A Bosch le sonaba el nombre, pero negó con la cabeza.

– Bueno, mi hermano ya ha hablado con el señor Gregson, su fiscal. Como ve, detective, usted es sólo un mensajero. Su trabajo es escoltar al señor Goshen hasta el avión mañana por la mañana y llevarlo sano y salvo a Los Ángeles. Después de eso lo más probable es que el caso deje de estar en sus manos.

– Lo más probable es que no -replicó Bosch.

Dicho esto, Harry sorteó al abogado y abrió la puerta de la sala de interrogación. Goshen alzó la vista. Bosch entró y puso las manos sobre la mesa. Sin embargo, antes de que pudiera hablar, intervino Weiss.

– Luke, no le digas nada a este hombre. Nada.

Bosch hizo caso omiso de Weiss y miró únicamente a Goshen.

– Todo lo que quiero de ti es una muestra de buena fe. Si quieres que te lleve a Los Ángeles y te deje allí sano y salvo, contéstame una pregunta. ¿Dónde…?

– Tiene que llevarte de todos modos, Luke. No caigas en la trampa. Yo no puedo representarte si no confías en mí.

– ¿Dónde está Layla? -preguntó Bosch-. No pienso irme de Las Vegas hasta que hable con ella. Si quieres salir de aquí mañana, tengo que hablar con ella esta noche. No está en su casa. Anoche hablé con su compañera de piso, Pandora, y me dijo que Layla lleva un par de días sin aparecer. ¿Dónde está?

Goshen miró a Bosch y luego a Weiss.

– No digas nada -le aconsejó Weiss-. Detective, ¿podría salir un momento para que yo pueda consultar con mi cliente? Es posible que no me importe que conteste esa pregunta.

– Eso espero.

Bosch salió al pasillo con Edgar. Se metió un cigarrillo en la boca, pero no lo encendió.

– ¿Por qué te interesa tanto Layla? -inquirió Edgar.

– No me gustan los cabos sueltos. Quiero saber cómo encaja ella en esta historia.

Bosch no le dijo que sabía, a través de las grabaciones ilegales, que Layla había llamado a Aliso a petición de Goshen, y le había preguntado cuándo iba a ir a Las Vegas. Si la encontraban, tendría que sonsacárselo durante el interrogatorio sin mostrar en ningún momento que él ya lo sabía.

– También es una prueba -le dijo a Edgar-. A ver hasta qué punto está dispuesto a cooperar Goshen.

En ese momento salió el abogado y cerró la puerta tras él.

– Si vuelve a intentar hablar con mi cliente cuando yo se lo he prohibido explícitamente, se acabó la colaboración entre usted y yo.

A Bosch le entraron ganas de preguntarle de qué colaboración hablaba, pero lo dejó pasar.

– ¿Va a decírnoslo?

– No, se lo voy a decir yo. Mi cliente afirma que cuando esa tal Layla empezó a trabajar en el club, él la acompañó a casa unas cuantas noches. Una de esas noches ella le pidió que la dejara en un sitio distinto porque quería evitar a alguien con quien estaba saliendo y creía que tal vez la estaba esperando en su piso. Total, que era una casa en North Las Vegas. La chica le dijo a mi cliente que era el lugar donde se crió. Él no tiene la dirección exacta, pero recuerda que estaba en la esquina noroeste de Donna Street y Lillis. Pruebe allí; es todo lo que sabe.

Bosch tomó nota de las señas.

– Gracias.

– De paso, apúntese que la vista será en la sala número diez. Allí estaremos mañana a las nueve. Espero que haya tomado medidas de seguridad para el transporte de mi cliente.

– Para eso estamos los mensajeros, ¿no?

– Perdone, detective. A veces se dicen cosas en caliente, pero no era mi intención ofenderle.

– No se preocupe.

Bosch se dirigió a la oficina de detectives para usar el teléfono de una de las mesas vacías y cambiar las reservas del vuelo de las tres al de las diez y media. Aunque no miró a Iverson, era consciente de que el detective lo observaba desde su mesa a unos cinco metros de distancia. Después de colgar, Bosch asomó la cabeza por la puerta del despacho de Felton. Como el capitán estaba al teléfono, Harry se limitó a despedirse con un saludo al estilo militar.

De vuelta en el coche de alquiler, Edgar y Bosch decidieron ir a la cárcel para preparar la transferencia de custodia antes de ir en busca de Layla. La prisión estaba al lado del juzgado. Un sargento llamado Hackett les detalló cómo y cuándo les entregarían a Goshen. Como eran más de las cinco, hora en que cambiaban los turnos, Bosch y Edgar tendrían que tratar con otro sargento por la mañana. De todos modos, Bosch se sentía más cómodo conociendo el procedimiento con antelación. Edgar y él recogerían a Goshen en una zona segura y cerrada, por lo que Bosch confiaba en que no habría problemas. Al menos en Las Vegas.

Después, siguiendo las indicaciones de Hackett, Bosch y Edgar se dirigieron a un barrio de clase media en North Las Vegas donde se hallaba la casa en que Goshen había dejado a Layla. Era una vivienda de una planta, con un toldo de aluminio sobre cada ventana y un Mazda RX7 en el garaje.

Una mujer mayor abrió la puerta. Tendría sesenta y pico años y se conservaba bien. Al mostrarle la placa, Bosch le encontró cierto parecido con la imagen de Layla en la foto.

– Señora, me llamo Harry Bosch y éste es mi compañero, Jerry Edgar. Venimos de Los Ángeles y estamos buscando a una chica para hablar con ella. Es una bailarina que se hace llamar Layla.

– No vive aquí. No sé de qué hablan.

– Creo que sí lo sabe, señora, y le agradecería mucho que colaborara con nosotros.

– Ya le he dicho que no está.

– Pues a nosotros nos han dicho que sí. ¿Es cierto? ¿Es usted su madre? -inquirió Bosch-. Layla intentó ponerse en contacto conmigo, así que no hay ninguna razón para que tenga miedo o se niegue a hablar con nosotros.

– Ya se lo diré si la veo.

– ¿Podemos entrar?

Bosch se apoyó en la puerta y comenzó a empujarla de forma lenta pero firme.

– No pueden…

La mujer no terminó la frase, porque sabía que era inútil. En un mundo ideal la policía no podía irrumpir en una casa de esa manera, pero la mujer era perfectamente consciente de que no vivía en un mundo ideal.

Una vez dentro, Bosch miró a su alrededor. Los muebles eran viejos; se notaba que habían tenido que durar más tiempo del previsto por el fabricante o por ella misma cuando los compró. En la sala de estar había un tresillo. Tanto el sofá como las butacas estaban tapados con una colcha estampada, seguramente para disimular el desgaste. También había un televisor antiguo, de los que tenían un dial para cambiar los canales, y varias revistas del corazón desperdigadas en una mesita baja.

– ¿Vive usted aquí sola? -preguntó Bosch.

– Sí, señor -contestó la mujer indignada, como si la pregunta fuera un insulto.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Layla?

– No se llama Layla.

– Bueno, ésa era mi próxima pregunta. ¿Cuál es su verdadero nombre?

– Gretchen Alexander.

– ¿Y usted es…?

– Dorothy Alexander.

– Dorothy, ¿dónde está?

– No lo sé.

– ¿Cuándo se fue?

– Ayer por la mañana.

A una señal de Bosch, Edgar dio media vuelta y se dirigió al pasillo que conducía a la parte trasera de la casa.

– ¿Adónde va? -preguntó la mujer.

– A echar un vistazo, nada más -contestó Bosch-. Siéntese aquí, Dorothy. Cuanto antes hablemos, antes saldremos de aquí.