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Bosch retiró el arma.

– O mañana -continuó-. Mañana podría ocurrir lo siguiente: cuando estamos esperando nuestro vuelo, se arma un alboroto en las máquinas tragaperras. Alguien gana un bote enorme y mi compañero y yo cometemos el error de mirar. Mientras tanto, otra persona (tal vez tu colega Dandi) te clava un estilete de quince centímetros en el cuello. Tú pasas a mejor vida y mi amiga vuelve conmigo.

– ¿Qué quieres, Bosch? -preguntó Goshen.

Bosch se le acercó.

– Quiero que me des una razón para no hacerlo. Tú me importas una mierda, vivo o muerto, pero no voy a permitir que le pase nada a ella. He cometido muchos errores en mi vida. Por mi culpa, mataron a un hombre inocente, ¿lo entiendes? Y no pienso dejar que vuelva a ocurrir. Ésta es mi redención, Goshen. Y si el precio es una escoria humana como tú, lo pagaré -le amenazó Bosch-. Sólo hay una alternativa. Tú conoces a Joey El Marcas, ¿dónde la tendría?

Joder, no sé. -Goshen se frotó la cabeza.

– Piensa, Lucky. No es la primera vez que Joey hace algo así; para vosotros es pura rutina. ¿Dónde ocultaría a un rehén?

– Había…, hay un par de casas que usa para estas cosas. Él, bueno…, yo creo que para esto usaría a los de Samoa.

– ¿Quiénes son?

– Dos matones enormes, de Samoa. Son hermanos, con unos nombres impronunciables, así que nosotros los llamamos Tom y Jerry. Viven en una de las casas y me parece que Joey usaría la suya para esto. La otra es sobre todo para contar dinero y alojar a gente de Chicago.

– ¿Dónde está la casa de los de Samoa?

– En North Las Vegas, no demasiado lejos de Dolly's.

En una hoja de libreta que le dio Bosch, Goshen le dibujó un mapa con las instrucciones para llegar a la casa.

– ¿Has estado allí?

– Alguna vez.

Bosch le dio la vuelta a la hoja.

– Dibújame un plano del interior.

Bosch aparcó el coche cubierto de polvo que acababa de recoger del aeropuerto frente a las puertas del Mirage. Cuando salió del vehículo, se le acercó un aparcacoches del hotel, pero Bosch no le hizo caso.

– ¿Las llaves, señor?

– Es un momento.

El aparcacoches comenzó a decir que no podía dejar el coche ahí, pero Bosch desapareció por las puertas giratorias. Al atravesar el casino, Bosch buscó a Edgar entre los jugadores. Había varios negros altos pero ninguno era su compañero.

En un teléfono del vestíbulo Harry preguntó por la habitación de Edgar y soltó un suspiro de alivio cuando cogió el teléfono.

Jerry, soy yo. Te necesito.

– ¿Qué pasa?

– Baja. Te espero fuera, en la entrada principal.

– ¿Ahora? Acaban de subirme la cena. Como no me llamaste…

– Te necesito ya. ¿Te has traído el chaleco de Los Ángeles?

– ¿El chaleco? Sí. ¿Qué…?

– Pues cógelo.

Bosch colgó antes de que Edgar pudiera hacer más preguntas.

Cuando se volvió para regresar al coche, se dio de bruces con alguien conocido. Al principio, como el hombre iba bien vestido, Bosch creyó que se trataba de uno de los hombres de Joey El Marcas, pero después se acordó de él. Era Hank Meyer, el jefe de seguridad del hotel.

– Detective Bosch. No esperaba verlo por aquí.

– Acabo de llegar. He venido a buscar a alguien.

– ¿Han encontrado a su hombre?

– Eso creo.

– Felicidades.

– Perdone, Hank, pero tengo que irme. Tengo el coche aparcado en la puerta, bloqueando el tráfico.

– Ah, ¿es suyo? Acaban de decírmelo por radio. Sí, le agradecería que lo moviera.

– A eso voy. Adiós.

Bosch intentó sortearlo.

– Ah, por cierto -añadió Meyer-. Quería decirle que todavía no han reclamado el dinero de la apuesta.

– ¿Qué? -Bosch se detuvo.

– A través del ordenador encontramos el número de serie. Después lo comprobé en nuestra base de datos y nadie lo ha cobrado todavía.

– Muy bien, gracias.

– Le llamé a su oficina para decírselo, pero usted no estaba. No sabía que venía hacia aquí. De todos modos, nosotros seguiremos con los ojos abiertos.

– Gracias, Hank. Tengo que irme.

Bosch comenzó a alejarse, pero Meyer seguía hablando.

– De nada. Gracias a usted. Siempre estamos dispuestos a cooperar con nuestros hermanos de las fuerzas de seguridad.

Meyer sonrió. Bosch lo miró y le pareció que tenía una garrapata enganchada a la pierna. No podía deshacerse de él. Después de asentir por enésima vez, Harry continuó caminando al tiempo que intentaba recordar la última vez que había oído la expresión «nuestros hermanos de las fuerzas de seguridad». Había cruzado medio vestíbulo cuando echó un vistazo atrás y vio que Meyer seguía detrás de él.

– Una cosa más, detective Bosch.

Bosch se detuvo, pero perdió la paciencia.

– ¿Qué, Hank? Tengo que irme ya.

– Es sólo un segundo. Quisiera pedirle un favor. Como supongo que su departamento hará pública la detención, le agradecería mucho que no mencionara el Mirage.

– De acuerdo. No diré nada. Hasta luego.

Finalmente Bosch se volvió y se alejó con paso decidido. Aunque resultaba improbable que la policía mencionara el Mirage en el comunicado de prensa, comprendía el interés de Meyer. En ese momento, al encargado le preocupaban más las relaciones públicas que la seguridad del casino, si es que eran cosas diferentes.

Bosch llegó al Caprice justo cuando Edgar salía del hotel con el chaleco antibalas. El aparcacoches miró a Harry con una expresión funesta, que no cambió a pesar de los cinco dólares de propina. Dándolo por inútil, Edgar y Bosch se metieron en el vehículo y se marcharon.

Cuando pasaron por delante, la casa de la que Goshen le había hablado parecía desierta. Bosch aparcó a media manzana de distancia.

– Todavía no lo veo claro, Harry -protestó Edgar-. Deberíamos llamar a la Metro.

– Ya te lo he dicho; no podemos. Seguro que Joey tiene a alguien dentro. Si no, no habría sabido quién era Eleanor. Si llamamos, El Marcas se enterará y la matará o se la llevará a otro sitio. Así que primero entramos y después llamamos a la Metro.

– Si es que hay un después -replicó Edgar-. ¿Qué coño vamos a hacer? ¿Entrar a lo bestia? Esto es suicida, Harry.

– No. Tú sólo tienes que ponerte al volante, darle la vuelta al coche y estar a punto para salir a escape.

Bosch había albergado la esperanza de usar a Edgar como refuerzo, pero después de contarle la situación por el camino, comprendió que no quería cooperar. Bosch pasó al plan B, en el que Edgar era tan sólo el chofer.

– Me esperas aquí, ¿no? -le preguntó a Edgar antes de salir del coche.

– Sí, pero no te dejes matar. No quiero tener que dar explicaciones.

– Haré lo que pueda. Anda, déjame tus esposas y abre el maletero.

Bosch se metió las esposas de Edgar en el bolsillo de la chaqueta y fue a abrir el maletero. De allí sacó su chaleco, se lo puso encima de la camisa y después se colocó la chaqueta para ocultar la pistolera. A continuación levantó el fondo del maletero y la rueda de repuesto, bajo la que guardaba una Glock 17 envuelta en un trapo grasiento. Una vez que hubo comprobado que el arma estaba en condiciones, Bosch se la colocó en el cinturón. Si iba a haber disparos en aquel asalto, no sería con su pistola reglamentaria. Por último, Harry se acercó a la ventana del conductor, se despidió de Jerry y se alejó calle abajo.

La casa era una pequeña construcción de cemento y yeso muy a tono con el barrio. Bosch saltó la pequeña valla que la rodeaba, se sacó la pistola del cinturón y la mantuvo pegada al costado mientras caminaba junto a la pared lateral. No vio ninguna luz a través de las ventanas, pero sí oyó el sonido apagado de un televisor. Ella estaba allí; lo presentía. Harry sabía que Goshen había dicho la verdad.