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Cuando llegó a la esquina, Bosch descubrió una piscina y un porche. También se fijó en un bloque de cemento que servía de soporte a una antena parabólica. «Es el escondrijo de la mafia moderna -pensó-. Nunca saben cuánto tiempo tendrán que ocultarse, así que más vale tener quinientos canales de televisión.»

El patio trasero estaba vacío, pero al doblar la esquina Bosch vislumbró una ventana iluminada y avanzó hacia ella en cuclillas. Por entre las lamas de la persiana, Harry logró distinguir a dos hombres gigantescos -los de Samoa, evidentemente y a Eleanor. Los de Samoa estaban sentados en un sofá, frente al televisor, y a su lado se encontraba Eleanor, con la muñeca y el tobillo esposados a una silla de cocina. La pantalla de una lámpara le impedía verle la cara, pero Bosch la reconoció por la ropa, ya que era la misma que llevaba cuando la interrogaron en la Metro. Los tres estaban viendo una reposición de El show de Mary Tyler Moore.

Bosch notó que la rabia le oprimía el pecho. Se agachó e intentó pensar en una forma de sacar a Eleanor de allí. Apoyado contra la pared, Harry miró más allá de la piscina y de pronto se le ocurrió una idea.

Después de comprobar que nadie se había movido, Bosch volvió a la esquina de la casa donde se encontraba la antena parabólica. Se guardó la pistola en el cinturón y, tras examinar el aparato unos instantes, giró el plato con las dos manos y lo apuntó hacia el suelo.

Pasaron unos cinco minutos, durante los cuales Bosch imaginó que uno de los de Samoa habría comenzado a jugar con el mando a distancia para intentar recuperar la imagen. Entonces se encendió una lámpara del porche y uno de ellos emergió por la puerta trasera. Lucía una camisa hawaiana enorme y una melena negra que le llegaba hasta los hombros.

El matón llegó hasta la antena y la observó un rato sin saber qué hacer. Luego se colocó al otro lado para examinarla desde otro ángulo, con lo cual le dio la espalda a Bosch. Harry aprovechó la ocasión para acercarse por detrás y ponerle el cañón de la Glock en la parte inferior de la espalda.

– No te muevas, grandullón -le ordenó con un tono bajo y controlado-. Y no digas nada si no quieres pasarte el resto de la vida en una silla de ruedas.

Bosch esperó. El hombre no se movió ni dijo nada.

– ¿Quién eres, Tom o Jerry?

Jerry.

– Vale, Jerry. Vamos a pasear hasta el porche. Venga.

Jerry caminó hacia uno de los dos postes metálicos que soportaban el tejado del porche, mientras Bosch mantenía la pistola apretada contra la camisa del hombre. Al llegar, Harry sacó las esposas de Edgar y las pasó por delante de la enorme barriga del matón.

– Cógelas y espósate alrededor del poste.

Bosch esperó hasta oír el chasquido de las dos esposas. Entonces se colocó frente a él y examinó sus muñecas gordezuelas para comprobar que las había cerrado bien.

– Perfecto, Jerry. Ahora, ¿quieres que mate a tu hermano? Porque puedo entrar, cargármelo y llevarme a la chica. Ésa es la forma más fácil. ¿Quieres que lo haga así?

– No.

– Pues entonces haz exactamente lo que té digo. Si la jodes, lo mato a él. Y luego a ti, porque no puedo dejar testigos. ¿Entendido?

– Sí.

– Vale, llámalo y pregúntale si la tele se ve bien. Y no digas su nombre, que no me fío. Cuando te diga que no, dile que venga a ayudarte y que no pasa nada porque ella está esposada. Hazlo bien, Jerry, y nadie morirá. Si lo haces mal, no viviréis para contarlo.

– ¿Cómo lo llamo?

– Prueba con «hermanito». Creo que funcionará.

Jerry interpretó bien su papel. Tras un breve intercambio de preguntas y respuestas, Tom salió al porche donde vio a su hermano de espaldas. Justo cuando empezaba a sospechar que algo iba mal, Bosch apareció por su punto ciego y le apuntó con la pistola. Empleando sus propias esposas, ató al segundo hermano -que parecía todavía más grande que el primero y lucía una camisa hawaiana aún más llamativa- al otro poste del porche.

– Vale, chicos. Ahora vuelvo. Ah, ¿quién tiene las llaves de las esposas de la mujer?

– Él -contestaron ambos al unísono.

– No seáis tontos. Ya os he dicho que no quiero matar a nadie. A ver, ¿quién la tiene?

– Yo -respondió una voz a su espalda.

Harry se quedó de piedra.

– Tranquilo, Bosch. Tira la pistola a la piscina y vuélvete despacio.

Bosch obedeció y se encontró cara a cara con Dandi. Incluso en la oscuridad, Harry percibió el placer y el odio en su mirada. Dandi se acercó a él con una pistola en la mano, procedente del porche. Bosch se enojó consigo mismo por no haber registrado el lugar más a fondo ni haberle preguntado al matón si había alguien más en la casa, aparte de su hermano y Eleanor. Dandi apretó el cañón de la pistola contra la mejilla izquierda de Bosch, justo debajo del ojo.

– ¿Qué? ¿Qué se siente?

– Has hablado con tu jefe, ¿no?

– Claro. ¿Te crees que somos tontos? Ya nos imaginábamos que intentarías algo así. Ahora lo llamaremos y veremos qué quiere hacer contigo, pero primero vas a soltar a Tom y Jerry.

– Muy bien.

Bosch consideró la idea de deslizar la mano bajo la chaqueta y sacar su otra pistola, pero sabía que sería un suicidio con Dandi apuntándole a quemarropa. Por lo tanto, decidió obedecer. Se disponía a sacar las llaves cuando de repente atisbó un movimiento a su izquierda.

– ¡Alto ahí, gilipollas!

Era Edgar. Dandi se quedó paralizado, ocasión que Bosch aprovechó para sacar su Smith & Wesson y ponérsela en el cuello. Los dos hombres se miraron a los ojos un buen rato.

– ¿Qué te parece? -dijo Bosch por fin-. ¿Lo probamos? ¿A ver si los dos mordemos el polvo?

Entonces Edgar se acercó y apoyó el cañón de su pistola en la sien de Dandi. Una gran sonrisa asomó al rostro de Bosch cuando le quitó el arma al gorila y la arrojó a la piscina.

– Ya me parecía que no.

Harry le hizo un gesto de agradecimiento a Edgar.

– ¿Lo tienes controlado? Voy a buscar a Eleanor.

– Sí, lo tengo y espero que se mueva, el muy cabrón.

Bosch registró a Dandi para ver si llevaba otra arma, pero no encontró nada.

– ¿Dónde está la llave? -le preguntó.

– Vete a la mierda.

– ¿Te acuerdas de la otra noche, Dandi? ¿No querrás que se repita? Pues dame la llave de una puta vez.

Aunque sabía que su propia llave seguramente serviría, Bosch quería humillarlo. Al cabo de unos segundos, el matón soltó un suspiro y confesó que la llave estaba en la encimera de la cocina.

Bosch entró en la casa poniendo en ello los cinco sentidos y con la pistola por delante. Iba preparado para más sorpresas, pero no las hubo. Harry cogió la llave de la encimera de la cocina y regresó a la habitación donde tenían prisionera a Eleanor. Cuando ella lo vio, Bosch detectó algo en su mirada que recordaría toda la vida. Fue algo inexpresable con palabras: la desaparición del miedo, el alivio de estar a salvo o quizá puro agradecimiento. «Tal vez así es como la gente ve a los héroes», pensó.

– ¿Estás bien, Eleanor? -inquirió mientras se precipitaba a quitarle las esposas.

– Sí, sí, estoy bien -respondió ella-. Lo sabía, Harry. Sabía que vendrías.

Una vez que la hubo liberado, Bosch la miró a los ojos y le dio un abrazo.

– Vámonos.

Al llegar al patio, todo seguía igual.

Jerry, ¿todo bien? Voy a buscar un teléfono para llamar a Felton.

– Sí, todo…

– No -interrumpió Eleanor-. No quiero que los llames.

Bosch la miró sorprendido.

– Eleanor, ¿qué dices? Estos tíos te han secuestrado. Si no hubiéramos venido, es muy probable que mañana hubieras acabado en el desierto con un tiro en la nuca.