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– ¿Y luego qué?

– No lo sé. Ya se verá.

Bosch se sentó junto a ella al borde de la cama y le pasó un brazo por los hombros.

– No sé si podría volver a vivir en Los Ángeles.

– Ya se verá.

Bosch la besó en la mejilla.

– No. Necesito una ducha.

Él la volvió a besar y la empujó suavemente sobre la cama. Esa vez hicieron el amor de otra manera; más despacio, con más ternura, buscando cada uno el ritmo del otro.

Después, Bosch se duchó primero y, mientras lo hacía Eleanor, comenzó a limpiar con aceite y un trapo la Glock que Dandi había arrojado a la piscina. Tras comprobar varias veces que el gatillo y el mecanismo funcionaban, Bosch llenó el cargador con nueva munición. Finalmente se fue al armario, cogió una bolsa de la lavandería del estante, metió la pistola dentro y la colocó en la maleta de Eleanor, debajo de una pila de ropa.

Ya duchada, Eleanor se puso un vestido veraniego de algodón amarillo y se hizo una trenza. A Bosch le encantaba contemplar la habilidad con que se hacía aquel peinado. Cuando hubo terminado, Harry cerró la maleta y ambos salieron de la habitación. El encargado de estacionamiento se acercó a Bosch, mientras éste guardaba la maleta en el maletero.

– La próxima vez, treinta minutos son treinta minutos. No una hora.

– Lo siento.

– Lo siento no es bastante. Me juego el puesto, macho.

Bosch no le hizo caso. De camino al aeropuerto intentó articular sus pensamientos para exponérselos a Eleanor, pero no pudo. Sus sentimientos eran demasiado caóticos.

– Eleanor -logró decir al final-. Todo lo que ha pasado ha sido culpa mía. Me gustaría compensarte.

Por toda respuesta, ella le puso la mano sobre la pierna y él hizo lo mismo.

En el aeropuerto, Bosch aparcó delante de la terminal de Southwest y sacó el equipaje del maletero. Luego dejó la pistola y la placa dentro para evitar problemas con el detector de metales.

Había un último vuelo a Los Ángeles al cabo de veinte minutos, así que Bosch le compró un billete a Eleanor y le facturó la maleta. La pistola no le causaría problemas si iba facturada. A continuación la acompañó a la terminal, donde ya había una cola de personas esperando para embarcar. Bosch extrajo la llave del llavero, se la entregó y le dio la dirección exacta de su casa.

– La casa está distinta -la advirtió-. El terremoto la destruyó y la estoy reconstruyendo, pero aún no he terminado. No te preocupes; estarás bien. Las sábanas…, bueno…, debería haberlas lavado hace unos días pero no tuve tiempo. Encontrarás limpias en el armario.

– Me las arreglaré. -Ella sonrió.

– Eh, oye, no creo que tengas nada de qué preocuparte, pero por si acaso te he metido la Glock en la maleta. Por eso la he facturado.

– La limpiaste mientras estaba en la ducha, ¿no? Me pareció oler el aceite cuando salí.

Bosch asintió.

– Gracias, pero no creo que la necesite -dijo ella.

– Yo tampoco.

Eleanor volvió la vista a la puerta, en la que ya estaban embarcando las últimas personas. Tenía que irse.

– Te has portado muy bien conmigo, Harry. Gracias.

Bosch frunció el ceño.

– No lo suficiente. No lo suficiente para compensarte por todo lo que ha pasado.

Eleanor se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

– Adiós, Harry.

– Adiós, Eleanor.

Bosch la observó mientras mostraba la tarjeta de embarque y se alejaba por la rampa sin mirar atrás. Algo en su interior le dijo a Harry que tal vez no la volvería a ver, pero en seguida reprimió aquella sensación y echó a andar por la terminal casi desierta. La mayoría de las tragaperras del aeropuerto estaban mudas y olvidadas. Bosch notó que le invadía una inmensa sensación de soledad.

El único incidente durante el proceso judicial del jueves por la mañana ocurrió antes de empezar, cuando Weiss salió de la celda después de consultar con su cliente. Weiss fue directo hacia Bosch, que estaba charlando en el pasillo con Edgar y Lipson, el fiscal de Las Vegas que iba a solicitar la extradición. Gregson, de la oficina del fiscal de Los Ángeles, no había ido a Nevada porque Weiss y Lipson le habían asegurado que Luke Goshen aceptaría sin objeciones ser trasladado a California.

– ¿Detective Bosch? -le asaltó Weiss-. Acabo de hablar con mi cliente y él me ha pedido que obtenga cierta información antes de la vista. Me ha dicho que quería una respuesta antes de aceptar la solicitud de extradición. Yo no sé de qué va la cosa, pero espero que usted no haya estado en contacto con mi cliente.

– ¿Qué quiere saber? -dijo Bosch, que se mostró preocupado y perplejo.

– Cómo fue ayer por la noche, aunque no sé a qué se refiere. Me gustaría saber qué está pasando.

– Bueno, dígale que todo bien.

– ¿A qué se refiere?

– Si su cliente quiere contárselo, ya se lo contará. Usted déle el mensaje.

Weiss se marchó con aire ofendido. Bosch consultó su reloj. Eran las nueve menos cinco y supuso que el juez no haría su aparición en la sala hasta pasadas las nueve. Los jueces siempre llegaban tarde. Bosch se sacó el tabaco del bolsillo.

– Voy a fumar un cigarrillo -le dijo a Edgar.

Harry cogió el ascensor y salió del edificio. Fuera empezaba a hacer calor, señal de que le esperaba otro día abrasador. En septiembre en Las Vegas el calor está prácticamente garantizado. A Bosch le alegraba la perspectiva de largarse de la ciudad, aunque sabía que atravesar el desierto en pleno día sería bastante duro.

Harry no vio a Mickey Torrino hasta que estuvo a unos metros de él. El letrado también estaba fumándose un cigarrillo antes de entrar a otra sala para defender a la mafia. Bosch lo saludó y Torrino le devolvió el saludo.

– Supongo que ya se habrá enterado. No hay trato.

Torrino miró a su alrededor para ver si los observaban.

– No sé de qué habla, detective.

– Ya. Ustedes nunca saben nada.

– Lo que sí sé es que, en este caso, se equivoca. Aunque dudo que le importen esas cosas.

– No creo que me equivoque, al menos en lo principal. Tal vez no tengamos al tío que apretó el gatillo, pero hemos atrapado al tío que lo preparó. Y vamos a coger al tío que dio la orden. Quién sabe, tal vez trinquemos a todo el equipo. ¿Y para quién trabajará usted entonces? Aunque quizá lo detengamos a usted también.

Torrino sonrió despectivamente y sacudió la cabeza como si estuviera tratando con un niño tonto.

– Usted no sabe con qué se enfrenta; esto no va a colar. Tendrá suerte si coge a Goshen. Eso es lo máximo que va a conseguir.

– ¿Sabe qué? Goshen no hace más que repetir que le tendieron una trampa. Por supuesto, él dice que fuimos nosotros, pero yo sé que eso es mentira. Aún así sigo preguntándome: «¿Y si es cierto que le tendieron una trampa?». Tengo que admitir que es difícil entender por qué se quedó con esa pistola, aunque cosas más tontas he visto. Aunque si era una trampa y nosotros no fuimos, ¿quién fue? ¿Por qué iba Joey a engañar a uno de los suyos y arriesgarse a que éste lo acusara? No tiene sentido, al menos desde el punto de vista de Joey. Entonces comencé a pensar, ¿qué harías si tú fueras la mano derecha de Joey, digamos su abogado, y quisieras ser el jefe? ¿Me entiende? Sería una forma genial de eliminar de un plumazo a su competidor más cercano y a Joey. ¿Cree que colaría?

– Si se le ocurre contarle esa calumnia a alguien, le juro que se arrepentirá.

Bosch dio un paso adelante y sus caras quedaron a pocos centímetros de distancia.

– Si se le ocurre amenazarme otra vez, el que se arrepentirá será usted. Y si le vuelve a pasar algo a Eleanor Wish, le haré responsable personalmente, cabrón.