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– Lo retiro; estoy ofendido y enfadado -replicó Bosch, todavía tranquilo-. Y tú vete a la mierda, O'Grady. Dices que yo coloqué la pistola, pues pruébalo. Pero primero tendrás que demostrar que yo metí a Tony Aliso en el maletero. Porque si no, ¿cómo coño iba a tener el arma homicida?

– Muy fácil. Podrías haberla encontrado en los arbustos de la maldita carretera forestal. Ya sabemos que la registraste por tu cuenta. Te vamos…

– Caballeros -interrumpió Irving.

– … a hundir, Bosch.

– ¡Caballeros!

O'Grady se calló y todos miraron a Irving.

– Esto se está descontrolando. Declaro terminada esta reunión. Baste decir que se iniciará una investigación interna y…

– Nosotros también realizaremos nuestra propia investigación -terminó Samuels-. Mientras tanto, tenemos que pensar cómo salvar nuestra operación.

Bosch lo miró atónito.

– ¿No lo entiende? -le dijo-. No hay operación, Samuels. Su testigo estelar es un asesino. Lo dejaron demasiado tiempo infiltrado y se convirtió en uno de ellos. Él mató a Tony Aliso porque se lo ordenó Joey El Marcas. Sus huellas estaban en el cadáver y la pistola en su casa. No sólo eso, no tiene coartada. Me dijo que se pasó toda la noche en el despacho, pero yo sé que no es verdad. Sabemos que se marchó y le dio tiempo de llegar aquí, hacer el trabajito y volver.

Bosch sacudió la cabeza y bajó la voz.

– Estoy de acuerdo con usted, Samuels -continuó Harry-. Su operación se ha ido al carajo, pero no por culpa mía. Fueron ustedes los que dejaron al tío demasiado tiempo en el horno. Por eso se les quemó. Usted era el responsable; usted jodió la operación.

Esta vez Samuels sacudió la cabeza y sonrió con tristeza. Fue entonces cuando Bosch comprendió que había algo más. Con rabia contenida, Samuels pasó la primera página de su libreta y leyó una anotación:

– «La autopsia concluye que la hora de defunción fue entre las once de la noche del viernes y las dos de la madrugada del sábado.» ¿Es así, detective Bosch?

– No sé cómo consiguió el informe porque yo aún no lo he recibido.

– ¿Fue entre las once y las dos?

– Sí.

– ¿Tienes esos documentos, Dan? -le pidió Samuels a Ekeblad.

Ekeblad se sacó del bolsillo varias páginas dobladas por la mitad y se las entregó a Samuels, que les echó una ojeada rápida y se las pasó a Bosch con desdén. Bosch las cogió pero no las miró, sino que mantuvo la vista fija en Samuels.

– Lo que tiene usted ahí es el informe de una investigación y una entrevista, escrito el martes por la mañana por el agente Ekeblad aquí presente. También hay dos declaraciones juradas de los agentes Ekeblad y Phil Colbert, que se unirá a nosotros en breve. Si lee esos papeles, verá que el viernes a medianoche, el agente Ekeblad estaba sentado al volante de su coche oficial en el aparcamiento trasero del Caesar's Palace, junto a Industrial Road. Con él estaba su compañero, Colbert, y en el asiento de atrás, el agente Roy Lindell.

Samuels hizo una pausa y Bosch miró los papeles que tenía en las manos.

– Era la reunión mensual, en la que Roy nos informó de los últimos acontecimientos. Roy les contó a Ekeblad y Colbert que esa noche había metido cuatrocientos ochenta mil dólares en metálico procedentes de varios negocios de Marconi en la maleta de Anthony Aliso y lo había enviado a Los Ángeles para que lo blanqueara. También mencionó que Tony había estado bebiendo en el club y se había propasado con una de las chicas. Cumpliendo su papel como empleado de Joey El Marcas y director del club, tuvo que ser duro con Tony. Lo esposó y lo zarandeó un poco por el cuello. Esto explicaría las huellas que se extrajeron de la cazadora de la víctima y los hematomas antemortem mencionados en la autopsia.

Bosch seguía sin levantar la vista de los papeles.

– Aparte de eso -continuó Samuels-, aún quedaba mucho que contar, así que Roy se quedó con ellos unos noventa minutos. Por tanto, no hay manera humana de que hubiese podido llegar a Los Ángeles para matar a Tony Aliso antes de las dos de la mañana, ni siquiera a las tres. Y para que no se vaya de aquí pensando que estos tres agentes eran cómplices de asesinato, le diré que, por motivos de seguridad, la reunión estaba siendo vigilada por cuatro agentes más desde otro coche aparcado en el mismo lugar.

Samuels volvió a hacer una pausa antes de dar la puntilla.

– Usted no puede probar nada, Bosch. Las huellas pueden explicarse y el hombre al que usted acusa estaba sentado con dos agentes del FBI a quinientos kilómetros de donde ocurrió el asesinato. No tiene usted nada. Bueno, no es verdad. Sí tiene una cosa: la pistola. Es lo único.

Como a propósito, se abrió la puerta situada detrás de Bosch y se oyeron unos pasos. Harry siguió con la vista fija en los documentos hasta que notó que una mano le agarraba el hombro. Al volverse, vio al agente especial Roy Lindell. A su lado se hallaba otro agente que debía de ser el compañero de Ekeblad, Colbert.

– Bosch -le saludó Lindell con una gran sonrisa-, te debo un corte de pelo.

Bosch se quedó mudo al ver allí al hombre que acababa de meter en la cárcel, pero en seguida comprendió lo que había ocurrido. Irving y Billets se habían enterado de la reunión en el aparcamiento detrás de Caesar's, habían leído las declaraciones juradas y habían creído la coartada de Lindell. Ellos habían autorizado su puesta en libertad; por eso Billets le había pedido el número de referencia.

– Y ustedes creen que fui yo, ¿no? -dijo Bosch mirando a Irving y Billets-. Creen que encontré la pistola entre la maleza y se la coloqué a Goshen para rematar el caso.

Hubo un momento de duda mientras cada uno dejaba al otro la oportunidad de responder. Fue Irving quien lo hizo.

– Lo único que sabemos seguro es que no fue el agente Lindell. Su historia está probada. De momento me reservo mi opinión sobre lo demás.

Bosch miró a Lindell, que no se había movido.

– ¿Por qué no me dijiste que eras un federal cuando estábamos en la Metro?

– ¿Tú qué crees? Por lo que sabía, me habías colocado una pistola en el baño. ¿Piensas que te iba a contar que era un agente federal? Anda ya.

– Teníamos que continuar con el juego para ver qué ibas a hacer y asegurarnos de que Roy saliera de la Metro de una pieza -intervino O'Grady-. Después de eso, te seguimos por tierra y aire a través del desierto. Estábamos al acecho, a unos seiscientos metros de distancia; algunos pensábamos que habías hecho un trato con Joey El Marcas. Ya puestos, ¿por qué no?

O'Grady lo estaba pinchando, pero Bosch negó con la cabeza. Todo era inútil.

– ¿Es que no veis lo que está pasando? -preguntó-. Sois vosotros los que, sin saberlo, habéis hecho un trato con Joey El Marcas. Os está manipulando como marionetas. ¡Joder! No me lo puedo creer.

– ¿Cómo nos controla? -le preguntó Billets, señal de que tal vez la teniente no estaba del todo en contra de él.

– ¿No lo ves? -respondió Bosch, mirando a Lindell-. Te descubrieron. Sabían que eras un agente y por eso planearon todo esto.

Ekeblad resopló, incrédulo.

– Esa gente no hace planes, Bosch -replicó Samuels-. Si hubiesen pensado que Roy era un confidente, se lo habrían llevado al desierto, le habrían pegado un tiro y punto.

– No, porque no estamos hablando de un confidente. Ellos sabían que Roy era un federal y por eso no podían cargárselo. Si hubieran matado a un agente del FBI, se habrían metido en una buena. Lo que hicieron es tramar un plan; ellos sabían que el tío llevaba años ahí dentro y tenía suficiente información para llevárselos a todos por delante, pero no podían matarlo. Tenían que neutralizarlo, pero ¿cómo? Pues desacreditándolo; pretendiendo que se había pasado al otro bando y era tan malo como ellos. De esa forma, cuando testificara, podrían cargarle el asesinato de Aliso, hacer creer al jurado que todo lo había hecho para salvar su tapadera. Si conseguían que el jurado tragara, todos se librarían de la cárcel.