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Bosch pensó que su historia resultaba bastante convincente, a pesar de haberla elaborado a medida que hablaba. Los demás lo miraron en silencio unos segundos.

– Los sobrevaloras, Bosch -dijo Lindell finalmente-. Joey no es tan listo. Yo lo conozco y te aseguro que no es tan listo.

– ¿Y Torrino? ¿No me dirás que él no podría pensar todo esto? A mí se me acaba de ocurrir ahora mismo. ¿Quién sabe el tiempo que tuvo él para planearlo? Contéstame a una pregunta, Lindell. ¿Sabía Joey El Marcas que Tony Aliso tenía al fisco pisándole los talones, que iban a inspeccionarlos?

Lindell dudó y miró a Samuels en buscar de autorización para responder. Bosch notó un sudor de desesperación en el cuello y la espalda; sabía que tenía que convencerlos si quería salir de aquella sala con su placa. Samuels hizo un gesto con la cabeza y Lindell respondió:

– Si lo sabían, no me lo dijeron.

– Exactamente -afirmó Bosch-. Tal vez lo sabían pero no te lo dijeron. Joey era consciente de que tenía un problema con Aliso, pero también sabía que tenía un problema más gordo contigo. Así que Torrino y él se pusieron a elucubrar y se les ocurrió todo este plan para matar dos pájaros de un tiro.

Hubo otra pausa, pero Samuels negó con la cabeza.

– No cuela, Bosch. Es demasiado enrevesado. Además, tenemos setecientas horas de grabaciones, así que podemos encarcelar a Joey sin que Roy tenga que subir al estrado.

– En primer lugar, puede que ellos no supieran nada de las cintas -intervino Billets-. Y aunque conocieran su existencia, esas grabaciones son fruto del trabajo de Lindell. Sin él, ustedes no las tendrían. Y si quieren presentarlas en un juicio, se verán obligados a subir al estrado al agente. Así que destruyéndolo a él, ellos destruyen las cintas.

Estaba claro que Billets se había pasado al bando de Bosch, lo cual le dio esperanza. Samuels decidió entonces que la reunión había tocado a su fin, así que cogió su libreta y se puso en pie.

– Bueno, veo que no vamos a llegar muy lejos con todo esto -concluyó-. Teniente, está usted escuchando a un hombre desesperado. Nosotros no tenemos por qué hacerlo. Señor Irving, no le envidio en absoluto. Tiene usted un problema y tendrá que solucionarlo. Si el lunes descubro que Bosch todavía lleva su placa, iré al jurado de Acusación y obtendré cargos contra él por falseamiento de pruebas y violación de los derechos de Roy Lindell. También le pediré a nuestra unidad de derechos civiles que investigue todas las detenciones practicadas por este hombre en los últimos cinco años. Un mal policía nunca coloca pruebas falsas una sola vez; lo hace siempre por costumbre.

Samuels se dirigió hacia la puerta y los demás lo imitaron. Bosch sintió deseos de saltar de la silla y estrangularlo, pero mantuvo la calma, al menos exteriormente. Sus ojos oscuros siguieron a Samuels hasta la puerta, pero éste no se volvió a mirarlo. A quien sí miró fue a Irving.

– No tengo ningún interés en airear sus trapos sucios, jefe. Pero si no se encarga de esto, no me dejará otra elección.

Dicho aquello, los federales se marcharon. Los que se quedaron permanecieron en silencio un buen rato, escuchando los pasos sobre el linóleo recién pulido del pasillo. Bosch miró a Billets y le hizo un gesto de agradecimiento.

– Gracias, teniente.

– ¿Por qué?

– Por defenderme.

– No te creo capaz de algo así, eso es todo.

– Yo no le plantaría una prueba ni a mi peor enemigo.

Cuando Chastain se levantó de su asiento, esbozó una sonrisita casi imperceptible. Sin embargo a Bosch no se le pasó por alto.

– Chastain, ya has venido a por mí varias veces y siempre has fallado -le dijo-. Más vale que te calles si no quieres volver a cagarla.

– Mira, Bosch. Mi jefe me pidió que viniera y eso he hecho. La decisión es suya, pero en mi opinión esa historia que te acabas de sacar de la manga es una idiotez. Esta vez estoy de acuerdo con los federales. Si de mí dependiera, no saldrías de aquí con una placa.

– Pero no depende de ti -le recordó Irving.

Bosch llegó a su casa con una bolsa llena de provisiones y llamó a la puerta, pero nadie contestó. A continuación le dio una patada al felpudo, bajo el cual encontró la llave que le había dado a Eleanor. Al agacharse a recogerla, le embargó una enorme tristeza. Ella no estaba.

Cuando entró en la casa, le asaltó un fuerte olor a pintura fresca. Aquello le extrañó, porque hacía ya cuatro días que había pintado. Bosch fue directamente a la cocina para guardar la comida y, cuando hubo terminado, sacó una botella de cerveza de la nevera y se la bebió lentamente, apoyado en la encimera. El olor a pintura le recordó que, a partir de ese momento, tendría tiempo de sobra para acabar todas las obras de la casa. Lo habían destinado a un trabajo de oficina, estrictamente de nueve a cinco.

Harry volvió a pensar en Eleanor y decidió comprobar si había una nota de ella o si su maleta estaba en el dormitorio. Sin embargo, no pasó de la sala de estar. La pared que había dejado a medio pintar el domingo anterior, cuando tuvo que acudir al escenario del crimen, estaba acabada. Bosch se quedó inmóvil, admirando el trabajo como si fuera una obra maestra en un museo. Finalmente se acercó a la pared y tocó levemente la pintura; estaba fresca pero seca, y dedujo que la habían pintado hacía pocas horas. Aunque no había nadie con él, Bosch sonrió de oreja a oreja. Un rayo de felicidad rasgó la nube gris que le envolvía. Ya no hacía falta que buscara su maleta en el dormitorio; la pared era una señal, una nota. Eleanor volvería.

Al cabo de una hora, Bosch había deshecho su maleta y sacado el resto de cosas del coche. Estaba bebiéndose otra cerveza en la terraza, a oscuras, mientras contemplaba las luces de la autopista de Hollywood al pie de la colina. No sabía el tiempo que ella llevaba mirándolo desde la puerta corredera de la terraza. Cuando se volvió, allí estaba.

– Eleanor.

– Harry… Pensaba que volverías más tarde.

– Yo también, pero aquí estoy.

Bosch sonrió. Quería acercarse y tocarla, pero una voz interior le aconsejó que no se precipitara.

– Gracias por terminar la pared -dijo Bosch, indicando la sala de estar con la botella.

– De nada. Me gusta pintar, me relaja.

– Sí, a mí también.

Los dos se miraron sin decir nada.

– He visto el cuadro -comentó ella-. Me gusta mucho como queda.

Bosch había sacado del maletero la reproducción de Aves nocturnas y lo había colgado en la pared recién pintada. Sabía que la reacción de ella al verlo allí le diría mucho sobre la situación y el futuro de su relación.

– Me alegro -contestó él, intentando no sonreír.

– ¿Qué le pasó al que te regalé yo?

De eso hacía mucho tiempo.

– El terremoto -contestó Bosch.

Ella asintió.

– ¿De dónde vienes? -preguntó Bosch.

– De alquilar un coche. Lo necesito hasta que decida lo que voy a hacer. El mío lo dejé en Las Vegas.

– Supongo que podríamos volver a buscarlo. Sin quedarnos allí; sólo entrar y salir.

Ella volvió a asentir.

– Ah, he traído un poco de vino. ¿Te apetece? ¿O prefieres una cerveza?

– Lo que tomes tú.

– Yo voy a tomar una copa de vino. ¿Estás seguro de que te apetece?

– Sí. Ya la abro yo.

Bosch la siguió hasta la cocina, donde abrió la botella y enjuagó dos copas. Hacía mucho tiempo que no tenía un invitado que bebiera vino. Eleanor lo sirvió y ambos brindaron.

– Bueno, ¿cómo va el caso?

– Se acabó para mí.