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Bosch entornó los ojos. Intentó mirar a Billets una vez más, pero ésta seguía con la mirada clavada en la mesa. Al echar una ojeada a su alrededor, atisbó una sonrisa burlona en el rostro de Chastain. Aquello no le sorprendió, puesto que Bosch ya había topado con él anteriormente. En el departamento lo llamaban Chastain El Justificador. Cuando se presentaban cargos contra un agente de policía, el juicio ante el Comité de Derechos que seguía a la investigación de Asuntos Internos podía arrojar dos resultados: que las acusaciones fueran justificadas o infundadas. Chastain presumía de un alto porcentaje de querellas justificadas; de ahí el apodo que ostentaba como una medalla.

– Si esto es una investigación interna, creo que tengo derecho a representación legal -opinó Bosch-. No sé de qué va esto, pero no tengo por qué contarles nada.

– Detective -intervino Irving, al tiempo que le pasaba una hoja de papel a Bosch-. Ésta es una orden del jefe de policía en la que se le exige que coopere con estos caballeros. Si decide no hacerlo, se le suspenderá de empleo y sueldo. Sólo entonces se le asignará un representante sindical.

Bosch leyó la orden por encima. Era una carta clásica, como alguna que ya había recibido anteriormente. La misiva formaba parte de la estrategia del departamento para arrinconar a la gente a fin de obligarla a hablar.

– Yo encontré la pistola -dijo Bosch con la vista aún fija en la orden-. Estaba en el baño del dormitorio principal, envuelta con un plástico y escondida entre la cisterna del retrete y la pared. Alguien comentó que los gángsters de El padrino también hacían eso, pero yo no me acuerdo.

– ¿Estaba usted solo cuando supuestamente encontró el arma?

– ¿Supuestamente? ¿Insinúa que la pistola no estaba allí?

– Limítese a responder, por favor.

Bosch sacudió la cabeza, indignado. Ignoraba lo que estaba ocurriendo pero parecía peor de lo que había imaginado.

– No, no estaba solo. La casa estaba llena de policías.

– ¿Estaban en el baño con usted? -insistió O'Grady.

Bosch se lo quedó mirando. O'Grady era como mínimo diez años más joven que Bosch y tenía ese aspecto de niño aseado que tanto valoraba el FBI.

– Creía que el señor Samuels estaba llevando el interrogatorio -se quejó Irving.

– Así es -se apresuró a decir Samuels-. ¿Había algún policía en el baño cuando localizó el arma?

– No, estaba solo. En cuanto la vi., llamé al agente de uniforme que estaba en el dormitorio para que viniera a verla antes de que yo la tocara -explicó Bosch-. ¿A qué viene todo esto? ¿Les ha metido en la cabeza el abogado de Goshen que yo le coloqué el arma? Pues es mentira. La pistola estaba allí y, además, tenemos suficientes pruebas contra él sin contar con ella. Tenemos un móvil, huellas… ¿Por qué iba a querer colocársela?

– Para rematar el caso -volvió a intervenir O'Grady.

Bosch soltó un bufido de asco.

– Típico del FBI. Dejar todo lo que estáis haciendo para perseguir a un poli del departamento sólo porque un mafioso de mierda os ha lloriqueado un poco. ¿Qué pasa? ¿Es que os dan puntos si trincáis a un poli? ¿Paga doble si es de Los Ángeles? Vete a la mierda, O'Grady, ¿vale?

– Ya me voy, pero contesta las preguntas.

– Pues hazlas.

Samuels hizo un gesto con la cabeza como si Bosch hubiera marcado un tanto a su favor y movió la pluma un centímetro.

– ¿Sabe si otro agente de policía entró en ese baño antes de que usted lo registrara y encontrara la pistola?

Bosch recordó los movimientos de los policías de Las Vegas en la habitación y concluyó que nadie había entrado en el cuarto de baño; sólo se habían asomado para ver si había alguien escondido.

– No estoy del todo seguro -repuso-, pero lo dudo. Si alguien entró, no tuvo suficiente tiempo para colocar el arma. La pistola ya estaba allí.

Samuels asintió de nuevo, consultó su libreta y finalmente miró a Irving.

– Señor Irving, creo que eso es todo por ahora. Les agradecemos su cooperación en este asunto y esperamos verlos pronto.

Samuels se dispuso a levantarse.

– Espere un momento -le interrumpió Bosch-. ¿Ya está? ¿Piensa irse así, por las buenas? ¿Qué coño está pasando? Merezco una explicación. ¿Quién presentó la queja? ¿El abogado de Goshen? Porque, si es así, yo voy a presentar una contra él.

– Su jefe está autorizado a decírselo si lo desea.

– No, Samuels. Dígamelo usted. Usted ha hecho las preguntas; ahora le toca contestarlas.

Samuels tamborileó con la pluma en la libreta y miró a Irving, que le hizo un gesto para indicarle que hiciera lo que quisiera.

– Si insiste en recibir una explicación, se la daré -dijo tras dedicarle una mirada torva-. Por supuesto, no puedo entrar en detalles.

Joder, ¿me van a decir qué pasa? ¿Sí o no?

Samuels se aclaró la garganta antes de continuar.

– Hace unos cuatro años, en una operación conjunta entre las oficinas del FBI en Chicago, Las Vegas y Los Ángeles, la unidad especial de lucha contra el crimen organizado creó lo que llamamos la Operación Telégrafo. A nivel de personal era una operación modesta, pero el objetivo era muy ambicioso: acabar con Joseph Marconi y los últimos tentáculos de la mafia en Las Vegas. Nos costó más de dieciocho meses, pero finalmente logramos infiltrarnos. Colocamos a un agente secreto en la organización. Y en los dos años siguientes ese agente consiguió alcanzar un nivel prominente, un puesto de confianza con Joseph Marconi. Como mucho, estábamos a unos cuatro o cinco meses de cerrar la operación e ir al jurado de acusación para solicitar cargos contra más de doce importantes miembros de la Cosa Nostra en tres ciudades, eso sin contar a un variado surtido de ladrones, tramposos, estafadores, policías, jueces, abogados y unas cuantas personas del mundo del cine, como Anthony N. Aliso. Sin mencionar que, gracias en su mayor parte a los esfuerzos de este agente infiltrado y las escuchas autorizadas que él nos proporcionó, hemos podido llegar a un mayor conocimiento de la sofisticación y el alcance de redes de crimen organizado como la de Marconi.

Samuels hablaba como si estuviera dando una rueda de prensa. Hizo una pausa para coger aire, pero no dejó de mirar a Bosch.

– El agente secreto en cuestión se llama Roy Lindell. Recuerde su nombre porque se hará famoso. Ningún otro agente permaneció tanto tiempo infiltrado y obtuvo unos resultados tan importantes. Se habrá fijado que hablo en pasado, porque nuestro hombre ya no está en la organización. Y eso se lo debemos a usted, detective Bosch. El nombre falso de Roy era Luke Goshen, Lucky para los amigos. Así que queremos darle las gracias por jodernos el final de un caso tan importante y maravilloso. Bueno, todavía podemos atrapar a Marconi y a los otros a través de las pruebas obtenidas por Roy, pero gracias a usted la operación se ha ido al carajo.

Bosch notó la rabia en la garganta, pero intentó controlarla y hablar en un tono pausado.

– Usted sugiere, no, más bien me acusa de colocar esa pistola. Pues se equivoca. Se equivoca totalmente. Soy yo quien debería enfadarme y ofenderme, pero dadas las circunstancias comprendo que hayan cometido este error. En vez de señalarme a mí, quizá deberían cuestionar a su hombre, Goshen o comoquiera que se llame. Tal vez deberían preguntarse si lo dejaron demasiado tiempo ahí dentro, porque le aseguro que nadie le metió esa pistola. Usted…

– ¡No se te ocurra! -estalló O'Grady-. ¡Ni se te ocurra hablar contra él, poli de mierda! Te conocemos, Bosch; todo tu pasado. Pero esta vez has ido demasiado lejos. Le colocaste una prueba al hombre equivocado.