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– ¿Hola? -dijo una voz masculina procedente de la puerta.

Bosch supuso que se trataba de alguien que lo había oído forzar la puerta. Se levantó y salió del dormitorio.

– Sí, estoy aquí -contestó-. Soy policía.

Cuando entró en la sala, Bosch se sorprendió al ver a un hombre impecablemente vestido con traje negro, camisa blanca y corbata negra.

– ¿Detective Bosch?

Harry se puso tenso.

– Hay alguien que quiere hablar con usted.

– ¿Quién?

– Él le dirá quién es y qué quiere.

El hombre salió del piso, dejando decidir a Bosch. Después de vacilar un instante, Bosch lo siguió.

En el aparcamiento había una limusina enorme con el motor en marcha. El hombre del traje negro tomó asiento al volante y, tras observarlo un momento, Bosch fue hacia el vehículo. Por el camino, palpó la chaqueta hasta notar el bulto tranquilizador de su pistola. Entonces se abrió una puerta y un hombre de rostro sombrío y facciones duras le invitó a entrar. Bosch no dudó; ya era demasiado tarde para eso.

Entró en aquel enorme vehículo y se sentó de cara a atrás. En el aterciopelado asiento había dos individuos: uno, el del rostro duro, vestido de manera informal y totalmente a sus anchas, y el otro, un hombre mayor que llevaba un traje caro con chaleco y una corbata bien apretada. Entre los dos hombres, en un apoyabrazos tapizado, había una caja negra con una lucecita verde. No era la primera vez que Bosch veía algo así. Se trataba de un artilugio que detectaba las ondas electrónicas emitidas por los aparatos de espionaje. Mientras esa lucecita brillara, podían hablar y sentirse relativamente seguros de que no los estaban oyendo o grabando.

– Detective Bosch -dijo el hombre del rostro duro.

– Usted debe de ser Joey El Marcas.

– Me llamo Joseph Marconi.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Marconi?

– Quería charlar con usted, nada más. Usted, yo y mi abogado.

– ¿El señor Torrino?

El otro hombre asintió.

– Parece que hoy ha perdido un cliente -comentó Bosch.

– De eso queríamos hablarle -replicó Marconi-. Tenemos un problema. Verá, nosotros…

– ¿Cómo ha sabido dónde encontrarme?

– Tenía a varios chicos vigilando el lugar. Nos imaginamos que volvería, sobre todo después de dejar esa nota.

No había duda de que lo habían seguido, pero Bosch se preguntaba desde cuándo. De pronto supo sobre qué iba a tratar la reunión.

– ¿Dónde está Eleanor Wish?

– ¿Eleanor Wish? -Marconi miró a Torrino y luego de nuevo a Bosch-. No la conozco, pero supongo que aparecerá.

– ¿Qué quiere, Marconi?

– Sólo quería hablar con usted, nada más. Una conversación tranquila. Tenemos un pequeño problema y quizá podamos solucionarlo. Yo quiero cooperar con usted, detective Bosch. ¿Quiere usted cooperar conmigo?

– Ya se lo he dicho: ¿qué quiere?

– Lo que quiero es aclarar esto antes de que se descontrole demasiado -contestó Marconi-. Usted es un buen hombre; lo he investigado. Tiene principios, algo que yo respeto mucho. Haga lo que haga una persona, siempre hay que tener un código ético. Sin embargo, se equivoca conmigo. Yo no tuve nada que ver con lo de Tony Aliso.

Bosch sonrió y sacudió la cabeza.

– Oiga, Marconi, no me interesa su coartada. Estoy seguro de que es perfecta, pero me importa un comino. Es posible apretar el gatillo a seiscientos kilómetros de distancia. Se ha hecho desde más lejos, ¿sabe lo que quiero decir?

– Detective Bosch, sigue equivocándose. Diga lo que diga ese cabrón, es mentira. Ni yo ni mi gente tenemos nada que ver con lo de Tony Aliso. Le estoy dando la oportunidad de rectificar.

– Ah, sí. ¿Y cómo quiere que rectifique? ¿Quiere que suelte a Goshen para que usted lo vaya a buscar a la cárcel en la limusina y se lo lleve de paseo por el desierto? ¿Cree que volveremos a verlo?

– ¿Y usted cree que volverá a ver a esa ex agente del FBI?

Bosch lo miró, dejando que la ira creciese en su interior hasta notar un ligero temblor en el cuello. Entonces, con un gesto rápido, sacó la pistola y se abalanzó sobre Marconi. Tras agarrarlo por la gruesa cadena de oro que le rodeaba el cuello, le apretó el cañón contra la mejilla.

– ¿Qué dice?

– Tranquilo, detective Bosch -intervino Torrino-. No se precipite.

Torrino le tocó el brazo a Bosch.

– ¡Quíteme las manos de encima, cabrón!

Torrino alzó ambas manos en un gesto de rendición.

– Sólo quiero calmar un poco las cosas, eso es todo.

Bosch se recostó en el asiento sin soltar la pistola. El cañón había dejado una marca circular de aceite en la mejilla de Marconi, que se la limpió con la mano.

– ¿Dónde está, Marconi?

– Sólo sé que quería marcharse unos días, Bosch. No hacía falta que reaccionara así. Aquí estamos entre amigos. Ella volverá. De hecho, ahora que sé que usted está tan…, bueno, interesado en ella, le puedo garantizar personalmente que volverá.

– ¿A cambio de qué?

Hackett seguía de servicio en la cárcel de la Metro. Bosch le dijo que tenía que hablar con Goshen unos minutos sobre un asunto de seguridad. Hackett refunfuñó y le recordó que ver a un preso fuera de horas de visita iba contra las reglas, pero Bosch sabía que de vez en cuando se hacían excepciones con los policías locales. El agente acabó por ceder y condujo a Bosch a una sala que los abogados empleaban para hablar con sus clientes. El sargento le pidió que esperase allí y, diez minutos más tarde, entró con Goshen y lo esposó a la silla. A continuación se cruzó de brazos y se quedó de pie detrás del sospechoso.

– Sargento, tenemos que hablar a solas.

– No es posible. Son las normas.

– Yo no pienso hablar -intervino Goshen.

– Sargento -insistió Bosch-. Lo que voy a decirle a este hombre, aunque él no quiera hablar conmigo, podría ponerle a usted en peligro. ¿Sabe a qué me refiero? ¿Por qué añadir ese posible riesgo a su trabajo? Sólo le pido cinco minutos.

Hackett lo consideró un momento y, sin decir una palabra, los dejó solos.

– Muy astuto, Bosch, pero no pienso hablar contigo. Weiss ya me advirtió que podrías colarte por la puerta de atrás, que intentarías conseguir algo antes de tiempo, pero no pienso seguirte el juego. Llévame a Los Ángeles, ponme delante de alguien que pueda negociar y haremos un trato. Así todos contentos.

– Calla y escucha, idiota. Me importa un huevo ese trato; ahora mismo sólo estoy dudando si salvarte la vida o no.

Bosch vio que había captado su atención y esperó unos momentos a que la tensión aumentara.

– Goshen, déjame explicarte una cosa. En Las Vegas sólo hay una persona que me importe. Una sola. Si no fuera por ella, toda la ciudad podría achicharrarse viva y yo me quedaría tan ancho. Pero resulta que esa persona está aquí y tu jefe la ha elegido a ella para presionarme.

Los ojos de Goshen mostraron preocupación. Bosch estaba hablando de su gente, así que sabía exactamente de qué iba la cosa.

– El trato es el siguiente -anunció Bosch-: Tú a cambio de ella. Joey El Marcas me ha prometido que si tú no llegas vivo a Los Ángeles, mi amiga volverá. Y viceversa. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Goshen bajó la vista y asintió lentamente.

– ¿Sí o no?

Bosch sacó su pistola y la sostuvo a pocos centímetros del rostro de Goshen, que bizqueó al mirar el agujero negro del cañón.

– Podría volarte los sesos aquí mismo. Hackett entraría y yo le diría que intentaste quitarme la pistola. Él tendría que ponerse de mi parte, porque me permitió reunirme contigo en contra del reglamento.