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Aunque Bosch había finalizado todas esas tareas a las diez de la mañana, esperó otros cinco minutos antes de llamar al laboratorio de balística del departamento. La experiencia le había enseñado a no llamar antes de la hora señalada, así que añadió cinco minutos más para asegurarse. Fueron unos cinco minutos larguísimos.

Mientras marcaba el número, Edgar y Rider se acercaron a su silla para enterarse inmediatamente de los resultados. Los tres sabían que era un momento clave de la investigación. Bosch preguntó por Alfred Canterilla, el perito de balística asignado al caso, con quien había trabajado anteriormente. Canterilla era un hombre menudo que lo sabía todo sobre armas. A pesar de que él no llevaba ninguna por ser un funcionario civil, era el mejor experto del departamento.

Alfred Canterilla tenía la extraña manía de que nadie le llamara Al; insistía en que la gente le llamara Canterilla o incluso Cant, pero nunca el diminutivo de Alfred. Una vez le confesó a Bosch que temía que si le llamaban Al, algún listillo empezaría a llamarle Alcantarilla y no pensaba permitirlo.

– Alfred, soy Harry -dijo Bosch cuando cogió el teléfono-. Nos tienes a todos en vilo. ¿Qué hay?

– Una noticia buena y una mala. -Primero la mala.

– Aún no he escrito el informe, pero puedo avanzarte que limpiaron la pistola. El asesino también usó ácido para borrar el número de serie. He usado todos mis trucos, pero no he podido sacarlo.

– ¿Y la buena?

– Pues que es el arma que disparó las balas extraídas del cráneo de la víctima. No hay duda.

Bosch miró a Edgar y Rider y levantó el pulgar. Los detectives chocaron palmas y Rider le hizo el mismo gesto a la teniente. Bosch vio que Billets cogía el teléfono, seguramente para llamar a Gregson.

Canterilla le prometió a Bosch que el informe estaría listo hacia las doce y que se lo enviaría por correo interno. Tras darle las gracias, Bosch colgó y se dirigió sonriente al despacho de Billets, seguido de Edgar y Rider. La teniente seguía al teléfono y Bosch confirmó que estaba hablando con Gregson.

– El fiscal está muy contento -les contó Billets al colgar.

– No me extraña -comentó Edgar.

– Bueno. ¿Y ahora qué? -inquirió Billets.

– Ahora vamos a buscar a esa rata del desierto y traérnosla aquí por la cola -repuso Edgar.

– Sí, eso ha dicho Gregson. También ha insistido en ir a la vista, por si acaso. Es mañana por la mañana, ¿no?

– Eso parece -respondió Bosch-. Yo estaba pensando en irme hoy mismo. Aún quedan un par de cabos sueltos. Quiero localizar a la amiga de Tony y me gustaría hacer todos los preparativos para que mañana podamos llevarnos a Goshen en cuanto el juez dé el visto bueno.

– De acuerdo -accedió Billets. La teniente se volvió hacia Edgar y Rider-: ¿Habéis decidido quién va acompañar a Harry?

– Yo -le contestó Edgar-. Kiz está más metida en todo el asunto de las cuentas. Yo prefiero ir a buscar a ese mamón.

– Muy bien, de acuerdo. ¿Algo más?

Bosch les contó que era imposible seguirle el rastro a la pistola, lo que no hizo demasiada mella en la euforia generalizada. El caso parecía casi resuelto.

Después de felicitarse mutuamente, los detectives salieron del despacho y Bosch regresó a su mesa. Desde allí llamó a Felton, en Las Vegas, que cogió el teléfono inmediatamente.

– Felton, soy Bosch, de Los Ángeles.

– Bosch, ¿qué hay?

– He pensado que le gustaría saber que la pistola que me traje es la misma que disparó las balas que mataron a Tony Aliso.

Felton soltó un silbido.

– Qué bonito. Cuando se entere Goshen no le hará ninguna gracia.

– Yo voy hacia allá para decírselo en persona.

– Vale. ¿Cuándo llega?

– Aún no he reservado el billete. ¿Y la vista de extradición? ¿Todavía nos toca mañana por la mañana?

– Que yo sepa sí, pero le pediré a alguien que lo compruebe. Supongo que el abogado tratará de poner trabas, pero no creo que consiga nada. Con esta última prueba tenemos todas las de ganar.

Bosch le contó que Gregson acudiría a la vista para ayudar al fiscal local.

– Creo que no es necesario, pero bienvenido sea.

– Ya se lo diré. Oiga, si tiene a un detective sin nada que hacer, aún hay algo que quiero aclarar.

– ¿Qué?

– Busco a la amante de Tony. Trabajaba de bailarina en el Dolly's hasta que Goshen la despidió el sábado. Todavía quiero hablar con ella. Sólo sé su teléfono y su nombre artístico: Layla.

Bosch le dio a Felton el número y éste le prometió que le pediría a alguien que lo investigase.

– ¿Algo más? -preguntó el de Las Vegas.

– Sí, una cosa. Usted conoce a Fitzgerald, el jefe de la División contra el Crimen Organizado, ¿no?

– Sí, claro. Hemos trabajado juntos en varios casos.

– ¿Ha hablado con usted últimamente?

– Em, no…, no. No desde… Hace bastante tiempo.

Aunque Bosch tuvo la impresión de que mentía, no dijo nada. Necesitaba la cooperación de aquel hombre durante veinticuatro horas más.

– ¿Por qué lo pregunta, Bosch?

– Por nada. Es que nos ha ayudado un poco con el caso.

– Me alegro. Es un hombre muy hábil.

– ¿Hábil? Sí, eso sí.

En cuanto colgó, Harry se dispuso a hacer los preparativos para el viaje. Primero, reservó dos habitaciones en el Mirage. El precio superaba el máximo permitido por el departamento, pero estaba seguro de que Billets le daría el visto bueno. Además, Layla le había llamado una vez al Mirage y tal vez volviera a intentarlo. A continuación compró dos billetes de ida y vuelta a Las Vegas y reservó un asiento más para Goshen en el viaje de vuelta del jueves por la tarde.

El vuelo a Las Vegas salía a las tres y media y llegaba a su destino una hora más tarde. Bosch pensaba que aquello les daría tiempo de hacer lo que tenían que hacer.

Cuando Nash salió de su garita para recibir a Bosch, éste le presentó a Edgar.

– Menudo misterio, ¿no? -comentó el guarda con una sonrisa en los labios.

– -contestó Bosch-. ¿Alguna teoría?

– Ninguna. Ya le di a su chica la lista de entradas y salidas. ¿Se lo dijo?

– No es mi chica, Nash. Es una detective y de las buenas.

– Ya lo sé. No quería ofender.

– ¿Está la señora Aliso?

– Vamos a ver. -Nash retornó a la garita, revisó unas hojas de su mesa y volvió a salir-. Debería estar en casa. No ha salido en dos días.

Bosch asintió, agradecido.

– Tengo que avisarla -les advirtió Nash-. Son las reglas.

– Adelante.

Nash alzó la verja y Bosch entró en la urbanización. Cuando llegaron a la casa, Verónica Aliso los esperaba con la puerta abierta. Llevaba unas mallas grises bajo una camiseta ancha con una reproducción de Matisse y, de nuevo, un montón de maquillaje. Después de que Bosch le presentara a Edgar, los condujo hasta la sala de estar y les ofreció algo de beber, que ellos rechazaron.

– Bueno, ¿qué puedo hacer por ustedes?

Bosch abrió su libreta, arrancó una página escrita y se la pasó.

– Ahí tiene el teléfono de la oficina del forense y el número de referencia del caso -le informó Bosch-. Ayer hicieron la autopsia, así que ya pueden entregarle el cadáver. Si piensa utilizar los servicios de una empresa de pompas fúnebres, déles la referencia y ellos se encargarán de todo.

La señora Aliso se quedó unos instantes mirando el papel.

– Gracias -dijo por fin-. ¿Han venido hasta aquí para darme esto?