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– No. También tenemos noticias. Hemos detenido a un hombre por el asesinato de su marido.

Ella los miró sorprendida.

– ¿Quién? ¿Ha dicho por qué lo hizo?

– Se llama Luke Goshen y es de Las Vegas. ¿Lo conoce?

Verónica Aliso parecía confundida.

– No. ¿Quién es?

– Un mafioso, señora Aliso. Me temo que su marido lo conocía bastante. Ahora mismo vamos a Las Vegas a buscarlo y, si todo va bien, mañana nos lo traeremos a Los Ángeles. Entonces el caso pasará a los tribunales. Habrá una vista preliminar en el juzgado municipal y, si tal como esperamos se presentan cargos, el juicio se celebrará en el Tribunal Superior de Los Ángeles. Es probable que usted tenga que testificar a favor de la acusación.

Ella asintió, con la vista perdida.

– ¿Por qué lo hizo?

– Aún no estamos seguros; seguimos investigando. Lo que sí sabemos es que su marido tenía negocios con el jefe de este hombre, un tal Joseph Marconi. ¿Recuerda que su marido mencionara alguna vez los nombres Goshen o Joseph Marconi?

– No.

– ¿Y Lucky o Joey El Marcas? Ella negó con la cabeza.

– ¿Qué negocios? -preguntó la señora Aliso.

– Su marido blanqueaba dinero de la mafia a través de la productora cinematográfica. ¿Está segura de que no sabía nada de todo esto?

– Pues claro -replicó la señora Aliso-. ¿Es que necesito a mi abogado? Él ya me advirtió que no hablara con ustedes.

Bosch sonrió y alzó las manos, en gesto de inocencia.

– No, señora Aliso, no necesita a su abogado. Nosotros sólo estamos intentando averiguar qué pasó. Si usted sabe algo sobre los negocios de su marido, nos puede ayudar a atrapar a este tal Goshen y quizás a su jefe. Verá, ahora mismo tenemos a Goshen bien atado; no nos preocupa demasiado. Tenemos datos de Balística, huellas dactilares… pruebas contundentes. Pero él no habría hecho lo que hizo si Joey El Marcas no se lo hubiera ordenado. Él es el hombre que nos interesa y, cuanta más información obtengamos sobre su marido y sus negocios, más posibilidades tendremos de arrestarlo. Así que, si sabe algo, éste es el momento de decírnoslo.

Bosch se calló y esperó un rato, mientras Verónica Aliso clavaba la vista en el papel doblado que tenía en la mano. Finalmente ella asintió y levantó la cabeza.

– No sé nada de sus negocios -reiteró-, pero hubo una llamada la semana pasada, el miércoles por la noche. Tony la cogió en su despacho y cerró la puerta, pero… yo me acerqué a escuchar y oí todo lo que dijo mi marido.

– ¿Y qué dijo?

– Pues oí que llamaba al otro Lucky, de eso estoy segura. Luego estuvo un buen rato en silencio hasta que le dijo que iría a Las Vegas a finales de semana y que ya se verían en el club. Nada más.

– ¿Por qué no nos lo contó antes? -le preguntó Bosch.

– No pensaba que fuera importante… Bueno, la verdad es que no se lo dije porque creí que estaba hablando con una amante. Supuse que Lucky era el nombre de una mujer.

– ¿Y por eso lo espió detrás de la puerta?

Ella desvió la mirada y dijo que sí con la cabeza.

– Señora Aliso, ¿contrató alguna vez a un detective privado para seguir a su marido?

– No. Se me ocurrió, pero no lo hice.

– ¿Sin embargo, sospechaba que tenía una aventura?

– Varias, detective. Y no lo sospechaba; lo sabía. Yo era su mujer y esas cosas se notan.

– Muy bien, señora Aliso. ¿Recuerda algo más de la conversación telefónica? ¿Dijo su marido alguna otra cosa?

– No. Sólo lo que le he contado.

– Si pudiéramos precisar cuándo lo llamaron, nos sería útil en el juicio, para argüir premeditación. ¿Está segura de que fue el miércoles?

– Sí, porque él se fue al día siguiente.

– ¿A qué hora llamaron?

– Tarde. Estábamos viendo las noticias del Canal 4, así que debió de ser entre las once y las once y media. No puedo concretar mucho más.

– Con eso nos basta.

Bosch miró a Edgar y arqueó las cejas. Edgar hizo un gesto para indicar que no tenía más preguntas y ambos se levantaron. La señora Aliso los acompañó hasta la puerta.

– Ah -exclamó Bosch por el camino-. Tenemos una duda sobre su marido. ¿Sabe si tenía médico de cabecera?

– Sí. ¿Por qué?

– Porque quería preguntarle si padecía hemorroides.

Verónica Aliso pareció a punto de reír, pero no lo hizo.

– ¿Hemorroides? Lo dudo mucho. Le aseguro que Tony se habría quejado.

– ¿Seguro?

Bosch ya había llegado a la puerta.

– Segurísimo. Además, si han hecho la autopsia, ¿por qué no se lo pregunta al forense?

Bosch asintió. Ella tenía razón.

– Sí, sólo se lo digo porque encontramos una pomada en su coche. No entiendo qué hacía allí si no la necesitaba.

Esta vez Verónica Aliso sí se rió.

– Eso es un viejo truco de artista.

– ¿Un truco de artista?

– De actrices, modelos, bailarinas… Muchas lo usan.

Bosch la miró a la espera de más detalles, pero ella no dijo nada.

– No lo entiendo -admitió él-. ¿Para qué sirve?

– Se la ponen debajo de los ojos, detective Bosch. Al ser un antiinflamatorio, elimina las bolsas de cansancio. La mitad de la gente que la compra en esta ciudad lo usa para eso, no para las hemorroides -explicó ella-. Mi marido era un hombre coqueto. Si iba a Las Vegas para estar con una chica joven, no me extrañaría que se hubiera puesto pomada. Sería típico de él.

Bosch asintió al recordar la sustancia no identificada que hallaron bajo los ojos de Aliso. «No te acostarás sin saber una cosa más», pensó. Tendría que llamar a Salazar para decírselo.

– ¿Cómo habría descubierto su marido una cosa así? -preguntó.

Ella estuvo a punto de responder, pero se limitó a encogerse de hombros.

– En Hollywood es un secreto a voces -comentó al fin-. Cualquiera se lo podría haber dicho.

«Incluida usted», pensó Bosch mientras salía de la casa.

– Ah, una última cosa -añadió antes de que Verónica Aliso cerrara la puerta-. Seguramente la noticia de la detención llegará a los medios hoy o mañana. Nosotros intentaremos retrasarlo al máximo, pero en esta ciudad no se puede guardar un secreto mucho tiempo. Se lo digo para que esté preparada.

– Gracias, detective.

– Le recomiendo un funeral pequeño, algo íntimo. Y dígale a la persona encargada que no dé detalles por teléfono. A la prensa le encantan los funerales.

Ella asintió y cerró la puerta.

Mientras se alejaban de Hidden Highlands, Bosch encendió un cigarrillo. A pesar de que iba en contra del reglamento, Edgar no se lo recriminó.

– Qué tía tan fría -comentó.

– Mucho -contestó Bosch-. ¿Qué te parece lo de la llamada de Goshen?

– Una pieza más del rompecabezas. A ése lo tenemos cogido por las pelotas. Está acabadísimo.

Bosch descendió por la carretera de Mulholland hacia la autopista de Hollywood. Pasó sin hacer comentarios por delante de la pista forestal donde había aparecido el cuerpo de Tony Aliso y, al llegar a la autopista, se dirigió al sur para tomar la interestatal número 10 y poner rumbo al este.

– Harry, ¿qué haces? -preguntó Edgar-. Pensaba que íbamos al aeropuerto.

– No, vamos en coche. -¿Qué dices?

– He reservado los billetes por si alguien lo comprobaba. Cuando lleguemos a Las Vegas, les decimos que hemos venido en avión y que cogeremos un vuelo con Goshen después de la vista. Nadie tiene que saber que vamos en coche, ¿de acuerdo?