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Billets asintió de nuevo, pero era evidente que tenía la cabeza en otra parte. Bosch se levantó.

– Esta noche escucharé las siete horas de grabaciones, aunque me han dicho que la mayor parte son conversaciones de Aliso con su amiga en Las Vegas -le informó-. ¿Algo más?

– No, ya continuaremos mañana. Quiero que me llames en cuanto recibas los resultados de Balística.

– De acuerdo.

Bosch se dirigió hacia la puerta, pero ella lo detuvo.

– Es curioso cuando no distingues a los buenos de los malos.

Harry se volvió hacia ella.

– Sí, es curioso.

Cuando Bosch finalmente llegó a su casa, todavía olía a pintura. Al mirar la pared, que había empezado a pintar tres días antes y ya no sabía cuándo iba a terminar, le dio la sensación de que había transcurrido una eternidad. Después del terremoto la casa había tenido que ser reconstruida casi por completo y hacía pocas semanas que Bosch había vuelto tras pasarse un año en un apartotel cercano a la comisaría. El terremoto también le parecía muy lejano. La vida transcurría muy deprisa en Los Ángeles. Todo lo que no fuera el presente parecía pertenecer a la prehistoria.

Bosch llamó al número de Eleanor Wish que Felton le había dado, pero no respondió nadie, ni siquiera un contestador automático. Al colgar, se preguntó si ella habría recibido su nota. Harry albergaba la esperanza de que pudieran estar juntos después del caso, aunque no sabía de qué forma soslayaría la prohibición del departamento de mantener relaciones con delincuentes.

Esa cuestión le llevó a la pregunta de cómo Fitzgerald había descubierto que había pasado la noche con Eleanor. En seguida se dio cuenta de que era muy probable que el jefe de la División contra el Crimen Organizado tuviera sus contactos en la Metro y que tal vez Felton o Iverson le habían informado sobre su relación con Eleanor Wish.

Harry se preparó dos bocadillos de embutido, sacó dos cervezas de la nevera y se lo llevó todo hasta la butaca situada junto al equipo de música. Mientras comía, comenzó a escuchar por orden cronológico las cintas que le había dado Fitzgerald, al tiempo que comprobaba en una lista la hora y el número de origen o destino de las llamadas.

Más de la mitad eran entre Aliso y su amante, en su mayoría al club -que se caracterizaba por el ruido y la música de fondo- o a un número que debía de corresponder a la casa de ella. La mujer nunca se identificaba y Tony tampoco la llamaba por su nombre, a no ser que telefoneara al club. Entonces preguntaba por ella por su nombre artístico: Layla. La mayoría de las conversaciones eran sobre temas cotidianos; él solía llamarla a su casa a media tarde. En una de las grabaciones, Layla se enfadaba con Aliso por despertarla. Él argumentaba que ya eran las doce y ella le recordaba que había trabajado en el club hasta las cuatro de la mañana. Como un niño arrepentido, él se disculpaba y prometía llamarla más tarde, cosa que hizo, a las dos de la tarde.

Además de Layla, Aliso había hablado con algunas actrices para concretar el rodaje de una escena y había hecho otras llamadas por cuestiones de trabajo. También había telefoneado dos veces a su casa, pero en ambas ocasiones, la conversación había sido rápida y al grano. En una de ellas Tony avisaba a su mujer de que iba para casa y, en la otra, que estaba muy liado y no podría volver a cenar.

Cuando Bosch terminó de repasar las cintas, eran más de las doce de la noche y sólo había encontrado una conversación de interés: una llamada al camerino del club el martes antes de que Aliso fuera asesinado. Durante una charla bastante aburrida e insustancial, Layla le preguntaba a Tony cuándo iría a Las Vegas.

– El jueves -contestó Aliso-. ¿Por qué? ¿Me echas de menos, pequeña?

– No… Bueno, claro que te echo de menos. Pero te lo decía porque me lo ha preguntado Lucky.

Layla tenía una vocecita dulce, de niña pequeña: o muy ingenua o totalmente falsa.

– Bueno, dile que iré el jueves por la noche. ¿Tú trabajas?

– Sí.

Bosch pensó en aquellas palabras. Goshen sabía, a través de Layla, que Aliso iba a ir a Las Vegas. No era mucho, pero un fiscal podría emplearlo para acusarlo de premeditación. Lástima que fuera una prueba obtenida de modo ilegal y, por lo tanto, nula ante cualquier jurado.

Bosch consultó su reloj y, aunque era tarde, decidió llamar. Sacó el número de Layla del registro de llamadas y telefoneó. Una voz de mujer contestó con un tono intencionadamente sensual.

– ¿Layla?

– No, soy Pandora.

Bosch casi se echó a reír, pero estaba demasiado cansado.

– ¿Dónde está Layla?

– No está. ¿Quién es?

– Soy Harry, un amigo suyo. Layla intentó llamarme la otra noche. ¿Sabes dónde está o cómo localizarla?

– No. Hace unos días que no la veo y no sé dónde está. ¿Es sobre Tony?

– Sí.

– Pues está bastante hecha polvo. Si quiere hablar contigo, ya te llamará. ¿Estás en Las Vegas?

– Ahora mismo no. ¿Dónde vivís vosotras?

– Bueno…, eso no te lo puedo decir.

– ¿Tú crees que Layla está asustada?

– Pues claro; acaban de matar a su novio. Cree que la gente va a pensar que ella sabe algo y no es verdad. Está muy acojonada.

Bosch le dio a Pandora el número de su casa y le pidió que se lo pasara a Layla si la veía.

Después de colgar, Harry volvió a consultar el reloj y sacó la pequeña agenda que guardaba en la chaqueta. Cuando llamó a casa de Billets, contestó un hombre, su marido. Bosch se disculpó por telefonear tan tarde y pidió por la teniente. Mientras esperaba, se preguntó si aquel hombre sabría lo de su mujer y Kizmin Rider. Finalmente, Billets cogió el teléfono y Bosch le informó del escaso valor de las cintas.

– Una de las llamadas demuestra que Goshen conocía el plan de Aliso de ir a Las Vegas y había mostrado interés en él, pero nada más. No creo que la necesitemos. Cuando encontremos a Layla, ella nos dará la información de forma legal.

– Menos mal.

Bosch la oyó exhalar. A pesar del silencio, estaba claro que la teniente temía que las cintas contuvieran información vital y que debieran presentarse a la fiscalía. Eso habría perjudicado a Fitzgerald y, por tanto, habría supuesto el final de la carrera de Billets.

– Perdone por llamar tan tarde, pero he pensado que le gustaría saberlo -le dijo Bosch.

– Gracias, Harry. Hasta mañana.

Después de colgar, Bosch intentó comunicarse con Eleanor Wish, pero de nuevo fue en vano. En ese instante el asomo de angustia que había notado en el pecho se agudizó. Harry deseó estar en Las Vegas para poder ir a su apartamento y comprobar si simplemente ella no quería contestar al teléfono o si había ocurrido algo peor.

Bosch sacó otra cerveza de la nevera y salió a la terraza. La nueva terraza era mayor que su predecesora y ofrecía una vista mejor del paso. Fuera estaba oscuro y silencioso. El lejano murmullo de la autopista que discurría a sus pies era tan constante que a Harry le resultaba fácil borrarlo de su mente. Mientras contemplaba los focos de los estudios Universal que iluminaban un cielo sin estrellas y bebía su cerveza, se preguntó dónde estaría Eleanor.

El miércoles por la mañana Bosch llegó a la comisaría a las ocho con el propósito de escribir el informe de su investigación en Las Vegas, tarea que sólo interrumpió para ir a buscar café a la oficina de guardia. Una vez acabado el informe, Harry hizo fotocopias y las depositó en el casillero de la teniente. Los originales iban destinados al expediente que Edgar había comenzado a elaborar sobre el caso y que ya tenía dos dedos de grosor. Bosch se guardaba de mencionar sus charlas con Carbone y Fitzgerald o las grabaciones realizadas por la DCO.