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– Sí, puede ser.

La autopsia finalizó al cabo de diez minutos. En total Salazar le había dedicado a Aliso cincuenta minutos de su tiempo; algo más de lo habitual. Bosch leyó en una hoja que aquélla era la undécima autopsia de Salazar ese día.

Salazar limpió las balas y las metió en una bolsa especial para pruebas. Al entregársela a Bosch, le dijo que le informaría de los resultados de los análisis en cuanto los tuviera. Salazar también consideró importante mencionar que el hematoma en la mejilla de Aliso había sido causado cuatro o cinco horas antes de su muerte. A Bosch le pareció curioso, ya que significaba que alguien había golpeado a Aliso mientras estaba en Las Vegas, a pesar de que lo habían matado en Los Ángeles. Harry le dio las gracias a Salazar, a quien llamó Sally como lo hacía mucha gente, y se marchó. Ya estaba en el pasillo cuando recordó algo que le hizo dar media vuelta. Bosch asomó la cabeza por la puerta de la sala de autopsias y vio a Salazar envolviendo el cuerpo con una sábana y colocando bien la etiqueta de identificación que le habían colgado en el dedo gordo del pie.

– Eh, Sally, el tío tenía hemorroides, ¿no?

Salazar lo miró sorprendido.

– ¿Hemorroides? No. ¿Por qué lo dices?

– Porque encontré un tubo de pomada en la guantera del coche. Estaba empezada.

– Pues… No sé, pero de hemorroides nada.

Bosch estuvo tentado de preguntarle si estaba seguro, pero sabía que sería insultante. Así que se marchó sin decir nada.

Los detalles eran la clave de cualquier investigación; nunca debían olvidarse ni perderse de vista. Mientras se dirigía a la salida, Bosch le daba vueltas al detalle de la pomada que había hallado en la guantera del Rolls-Royce. Si Tony Aliso no padecía de hemorroides, ¿a quién pertenecía la pomada y por qué estaba en el coche? Podría haber considerado que carecía de importancia, pero Bosch no trabajaba así. Para él todo era importante en una investigación. Absolutamente todo.

Estaba tan inmerso en esta cuestión que llegó al aparcamiento sin ver a Carbone, que lo esperaba fumando un cigarrillo. Bosch lo había dejado un rato antes en la DCO, porque el policía le había pedido un par de horas para obtener las grabaciones. Bosch había accedido, pero no le había dicho que iba a una autopsia. Carbone debía de haber averiguado su paradero a través de la comisaría de Hollywood, aunque Bosch no pensaba preguntárselo. No quería mostrar ni la más mínima preocupación por el hecho de que lo hubiesen localizado con tanta facilidad.

– Bosch.

– Sí. -Hay alguien que quiere hablar contigo.

– ¿Quién? ¿Cuándo? Quiero las cintas, Carbone.

– Tranquilo. Ven.

Carbone condujo a Bosch a la segunda fila del aparcamiento, donde los aguardaba un automóvil con los cristales ahumados y el motor en marcha.

– Sube atrás -le ordenó Carbone.

Bosch se acercó a la puerta con aire despreocupado, la abrió y entró. En el asiento trasero estaba Leon Fitzgerald. El jefe de la División contra el Crimen Organizado era un hombre de casi dos metros, por lo que las rodillas le topaban con el respaldo del asiento delantero. Lucía un magnífico traje de seda azul, llevaba gafas de montura metálica y sostenía un cigarro entre los dedos. Debía de rondar los sesenta años, por lo que el pelo negro azabache era teñido. Sus ojos azules y su piel pálida delataban que era una criatura nocturna.

Jefe -le saludó Bosch.

Harry no conocía a Fitzgerald personalmente, pero lo había visto a menudo en funerales de policías y en las noticias de televisión. Leon Fitzgerald era la única cara conocida de la DCO, puesto que nadie más posaba ante las cámaras, por motivos de seguridad.

– Detective Bosch -contestó Fitzgerald-. Le conozco, bueno, conozco sus hazañas. A lo largo de estos años me han sugerido más de una vez su nombre como candidato para nuestra unidad.

– ¿Y por qué no me ha llamado?

Carbone, que se había sentado al volante, los condujo a través del aparcamiento.

– Porque ya le he dicho que le conozco -continuó Fitzgerald-. Y sabía que usted no dejaría Homicidios. Los asesinatos son su vocación, ¿verdad?

– Más o menos.

– Lo cual nos lleva al caso de homicidio que está usted investigando actualmente. Dom, por favor.

Con una mano, Carbone le pasó una caja de zapatos por encima del asiento. Fitzgerald la colocó sobre el regazo de Bosch. Al abrirla, Harry descubrió que estaba llena de casetes, todas ellas fechadas.

– ¿Son del teléfono de Aliso? -preguntó.

– Evidentemente.

– ¿Cuánto tiempo lo espiaron?

– Solamente nueve días. No obtuvimos resultados, pero las cintas son vuestras.

– ¿Y qué quiere a cambio, jefe?

– ¿Que qué quiero?

Fitzgerald miró por la ventana más allá del aparcamiento, hacia la vieja estación de maniobras del ferrocarril.

– ¿Que qué quiero? -repitió-. Quiero al asesino, por supuesto. Pero también quiero que vaya con cuidado, Bosch. El departamento ha pasado por muchos problemas en los últimos años. No nos conviene sacar a relucir los trapos sucios.

– Quiere que eche tierra al asunto.

Nadie dijo nada, pero no hacía falta. Todos los presentes sabían que Carbone obedecía órdenes, probablemente del propio Fitzgerald.

– Entonces tiene que contestarme a unas preguntas.

– Adelante.

– ¿Por qué pincharon el teléfono de Aliso?

– Por la misma razón que se pincha cualquier teléfono. Nos llegaron rumores sobre él y decidimos averiguar si eran ciertos.

– ¿Qué rumores?

– Que estaba metido en negocios sucios, que era un chorizo que blanqueaba dinero para la mafia de tres estados. Acabábamos de comenzar a investigarlo cuando lo mataron.

– ¿Y por qué pasaron del caso cuando yo los llamé?

Fitzgerald dio una larga calada al cigarro, cuyo aroma impregnaba todo el coche.

– Esa pregunta tiene una respuesta compleja, detective. Baste con decir que preferimos mantenernos al margen.

– Era una escucha ilegal, ¿no?

– La ley de este estado pone muy difícil reunir los requisitos necesarios para justificar una escucha. Los federales pueden hacerlo cuando les apetece, pero nosotros no, y a veces no queremos trabajar con los federales.

– Pero eso no explica por qué pasaron del caso. Podrían habérnoslo quitado de las manos para controlarlo, enterrarlo o hacer con él lo que quisieran. Así nadie habría sabido nada sobre sus escuchas ilegales.

– Tal vez nos equivocamos.

Bosch comprendió que lo habían subestimado a él y a su equipo. Creyeron que nadie descubriría el robo del micrófono ni la participación de la unidad antimafia. En ese momento Bosch se dio cuenta del tremendo poder que tenía sobre Fitzgerald. La información sobre la escucha ilegal era justo lo que necesitaba el jefe de policía para deshacerse de su rival.

– ¿Y qué más saben de Aliso? -preguntó Bosch-. Lo quiero todo. Si me entero de que me han ocultado algo, el trabajito ilegal de Carbone saldrá a la luz, ¿me entiende?

Fitzgerald dejó de mirar por la ventanilla para encararse con Bosch.

– Le entiendo perfectamente, pero no crea que tiene las cartas más altas en esta partida.

– Pues ponga las suyas sobre la mesa.

– Detective, voy a cooperar totalmente con usted, pero quiero que tenga en cuenta una cosa. Si intenta perjudicarme a mí o a alguien de mi división, yo le perjudicaré a usted. Por ejemplo, está el asunto de pasar la noche en compañía de un delincuente convicto.

Fitzgerald dejó que la acusación flotara en el aire, como el humo de su cigarro. Bosch se quedó estupefacto e indignado, pero hizo un esfuerzo por tragarse las ganas de estrangular a Fitzgerald.