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– Creo que cualquier persona que haya hecho tanto dinero como él merece ser considerado como alguien con talento.

– Es posible, pero el talento que él anhela, el don que sueña tener, es el que tiene usted. Yo también lo admiro muchísimo. ¿Por qué cree que he volado hasta aquí esta noche? Era la oportunidad de conocerle. Creo que Te vendo es un hito de la televisión.

– Me halaga.

– Es un placer.

Me miró directamente a los ojos y volvió a sonreír. Miré mi reloj.

– Es muy tarde -dijo ella-, no quiero entretenerle más. Si quiere le diré a Gary que le traiga leche caliente y galletas. Y seguro que tenemos un osito por aquí por si necesita compañía.

Arqueó otra vez las cejas ligeramente, más divertida que coqueta. O quizá más coqueta que divertida. O quizá sólo estaba arqueando las cejas porque sí. Demonios, no tenía ni idea porque estaba completamente borracho.

– Creo que tengo que meterme en la cama -dije-. Gracias por todo ese vodka.

– Forma parte del servicio -dijo ella-. Que descanse.

Me despedí y me dirigí a mi habitación dando tumbos.

No recuerdo muy bien cómo llegué. Tampoco recuerdo haberme desmayado completamente vestido sobre la cama. Pero sí recuerdo haberme despertado con un sobresalto hacia las cuatro, haber llegado al baño por los pelos y haber vomitado sin parar durante cinco minutos; luego me quité toda la ropa y me metí en la ducha, y finalmente volví a la cama, todavía chorreando, y me tapé, recordando fragmentos de la tortuosa conversación con Martha Fleck. Pero me adormecí de nuevo y no me desperté hasta alrededor de mediodía, pensando que mi cerebro sufría una fisión casi nuclear, e intentando encontrar algún sentido a todo lo que había sucedido la noche anterior: desde verme forzado a ver Salo en toda su triunfal obscenidad, hasta aquella conversación excepcional alimentada por el alcohol con Martha.

Mientras me esforzaba por rearmar el rompecabezas de la noche anterior, también tomé una decisión: iba a marcharme de la isla aquel mismo día. Hacía demasiado que esperaba, y por ninguna razón concreta, y no quería seguir más tiempo dando cancha a un ricachón. Descolgué el teléfono y llamé a Gary; le pregunté si sería posible que me llevaran a Antigua aquella tarde, con una conexión después a Los Ángeles. Me dijo que me llamaría en seguida. Cinco minutos después sonó el teléfono. Era Martha.

– ¿Alguna vez ha probado una vitamina llamada Berocca?

– Hola, Martha.

– Buenos días, David. Le noto un poco indispuesto.

– Me pregunto por qué. En cambio usted parece maravillosamente despierta.

– Eso es debido a las maravillosas propiedades restauradoras de la Berocca. Es un complejo vitamínico soluble, con una dosis de caballo de vitaminas B y C, y es la única cura para la resaca que conozco. La fabrican en Australia, donde lo saben todo de las resacas.

– Por favor, mándeme dos en seguida.

– Están en camino. Pero no se las aplaste con una tarjeta de crédito y las inspire por la nariz con un billete de cincuenta.

– Yo no hago esas cosas -dije, a la defensiva.

– Era una broma, David. Anímese, por favor.

– Perdone… Y, por cierto, lo pasé muy bien anoche.

– Entonces ¿por qué quiere dejarnos esta tarde?

– Veo que las noticias vuelan.

– Espero que su decisión no la haya determinado algo que dije.

– De ninguna manera. Creo que tiene más que ver con el hecho de que hace una semana que su marido me tiene esperando. Y yo tengo una vida que continuar y una hija a la que ver en San Francisco este viernes.

– Eso es fácil de arreglar. Diré que tengan el Gulfstream preparado para llevarle allí directamente el viernes por la mañana. Con el cambio de horario a su favor, estará allí a media tarde, sin problemas.

– Pero eso significa quedarme aquí dos días más.

– Comprendo que esté molesto con mi marido. Como le dije anoche, está jugando con usted, igual que juega con todos. Y me siento muy mal por eso, porque fui yo la que le propuse a Philip que trabajara con usted. Como le dije anoche, soy una gran admiradora suya. Además de Te vendo he leído todas sus obras de teatro anteriores.

– ¿En serio? -pregunté, intentando no parecer halagado, sin conseguirlo.

– Sí. Le pedí a una de mis ayudantes en la fundación que me buscara todos sus guiones.

Eso debió de costarle, pensé yo, teniendo en cuenta que no se había publicado ninguno. Pero si algo había aprendido de los Fleck era que si querían algo, lo tenían.

– … Y me gustaría hablar con usted de la revisión del guión que ha hecho de la película para Philip.

Que, sin duda, Joan, de secretaría, le había facilitado.

– ¿Ya lo ha leído?

– Es lo primero que he hecho hoy.

– ¿Y su marido?

– No sabría decirle -dijo-. Hace días que no hablamos.

Estuve a punto de soltar un comentario grosero del tipo: «¿Y por qué no hablan?», pero me lo pensé mejor y dije:

– ¿De verdad vino de Nueva York para conocerme?

– No sucede a menudo que tengamos un escritor que admiro en la isla.

– ¿Le gusta de verdad la nueva versión del guión?

Se echó a reír con sorna.

– Eso es lo que me encanta de los escritores, cuando se trata de su trabajo, son unos sufridores. Pero sí…, creo que ha hecho un trabajo estupendo.

– Gracias.

– Créame, si no fuera así, se lo diría.

– No tengo ninguna duda.

– Y si se queda, le prometo no obligarle a beber vodka otra vez, a menos que usted desee que le obligue, claro.

– No hay ninguna posibilidad.

– Seremos mormones todo el día. De hecho, si quiere puedo llamarle Anciano David.

Esa vez me tocó reírme a mí.

– De acuerdo, de acuerdo. Me quedaré un día más. Pero dígale a su marido que si no está aquí mañana, me voy.

– Hecho -dijo ella.

La Berocca llegó pocos minutos después, y para mi gran sorpresa, alivió mi malestar por la resaca. También contribuyó a mi bienestar la tarde que pasé con Martha. Teniendo en cuenta la cantidad de Stoli que había bebido la noche anterior, Martha parecía condenadamente despierta, casi radiante. Dispuso un almuerzo ligero en la terraza principal de la casa. El sol estaba en su mayor esplendor, pero una ligera brisa atenuaba el calor. Comimos langosta fría, bebimos Virgin Marys y hablamos por los codos. Martha había dejado el tono de flirteo que había caracterizado la noche anterior y, en cambio, demostró ser una estupenda compañía: divertida (eso ya lo sabía), seriamente erudita, y capaz de hablar de una docena de temas diferentes (obras de teatro de británicos radicales de los setenta; las mejores salas de cine de pequeño formato de París; el declive de las charcuterías judías decentes en Nueva York) con gran intensidad y entusiasmo. Mejor aún, sabía de lo que hablaba cuando se trataba del mundo del teatro, y tenía montones de ideas ingeniosas e inteligentes sobre la nueva versión de Nosotros, los veteranos. Para mi sorpresa, era verdad que se había leído la obra completa de David Armitage, incluidas dos obras de teatro olvidadas de principios de los noventa de las que unas ignotas compañías alternativas habían hecho excepcionalmente una lectura, y que estaban acumulando polvo en sus archivos desde entonces.

– ¡Joder, hace años que no he leído esas obras! -exclamé.

– Después de que Philip me dijera que quería trabajar contigo, pensé que sería prudente ver lo que habías hecho antes de ser famoso.

– ¿Y es así cómo lograste encontrar Nosotros, los veteranos?

– Sí, soy la culpable de que llegara a manos de Philip.

– ¿Y también fue idea tuya poner el nombre de tu marido en mi guión?

Me miró como si me hubiera vuelto loco.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó.

Tuve que explicarle el pequeño número de su marido con mi guión… y cómo había llegado (vía Bobby) con su nombre como autor.

Ella soltó un suspiro con los dientes apretados.