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– ¿No está anocheciendo?

– Precisamente -dijo ella, cogiéndome de la mano.

Al salir de la cabaña, cogió una linterna que había junto a la puerta.

Entonces me guió por un estrecho sendero que empezaba detrás del edificio principal y subía colina arriba, a través de una espesa vegetación selvática de palmeras y plantas trepadoras laberínticas. El sol apenas arrojaba un tenue resplandor, pero la banda sonora nocturna tropical de insectos y aves autóctonas estaba en pleno apogeo: como una caja armónica de siseos y chirridos fantasmales que hizo emerger todos mis miedos infantiles urbanos sobre la llamada de la selva.

– ¿Estás segura de que es prudente? -insistí.

– A esta hora de la noche, las pitones todavía no han salido. Así que…

– Muy graciosa -dije.

– Estás a salvo conmigo.

Subimos y subimos, y la flora y la fauna se fue haciendo tan densa que el sendero parecía un corredor a través de un túnel exuberante de verdor y cada vez más oscuro. Pero entonces, de repente, llegamos a lo alto de la colina que habíamos estado ascendiendo. El follaje se convirtió en un claro que ofrecía un panorama fantástico del mar en su enormidad aguamarina. Martha había estudiado a la perfección el momento de nuestra llegada, porque frente a nosotros teníamos el disco incandescente del sol, perfectamente recortado contra el cielo que empezaba a oscurecer.

– ¡Dios mío! -exclamé.

– ¿Te parece bien? -preguntó Martha.

– Es todo un espectáculo.

Nos quedamos en silencio mientras el disco se iba fundiendo poco a poco en el mar. Durante un minuto el agua se volvió de metal. Incluso desde la colina, se podía sentir su resplandor luminoso final. Martha se volvió hacia mí, sonrió, me tomó una mano y la apretó. Entonces, en un instante, desapareció también el último reflejo, dorado como la miel, y el mundo quedó a oscuras.

– La señal para volver -dijo Martha, encendiendo la linterna.

Descendimos lentamente la colina. Siguió cogiéndome de la mano hasta que llegamos al complejo. Entonces, justo antes de que entráramos, me soltó y fue a hablar con el chef. Yo me acomodé en el porche, contemplando la playa inmersa en la oscuridad, con su rompiente metronómica y el susurro suave de las palmeras. Al cabo de pocos minutos, Martha volvió acompañada de Gary, que llevaba una bandeja con una coctelera plateada y dos copas de martini heladas.

– Y yo que creía que esta noche iba a practicar la abstinencia -bromeé.

– No rechazaste precisamente las dos copas de champán a bordo.

– Sí, pero los martinis están a un nivel diferente al champán. Es como comparar un misil Scud con una ametralladora.

– Nadie te obliga a beber. Pero yo he pensado que no te desagradaría un martini con un toque de ginebra Bombay y una aceituna.

– ¿Eso también lo investigaron tus empleados?

– No, ésa fue una intuición pura y dura.

– Está bien, has acertado, pero prometo que sólo beberé uno.

Inútil decir que Martha no tuvo que retorcerme el brazo para que me tomara el segundo martini. Tampoco tuvo que sobornarme para que compartiera con ella una botella de exquisito Pouilly-Fume acompañada de cangrejos a la parrilla. Cuando íbamos por la mitad de una botella de Muscat de Australia que parecía néctar, los dos estábamos de un humor espléndido, y nos contábamos anécdotas tontas sobre nuestras respectivas aventuras en los mundillos del cine y el teatro. Hablamos de nuestra infancia en Chicago y en las afueras de Filadelfia, y los intentos fallidos de Martha de ser directora de teatro después de licenciarse en Carnegie-Mellon, y mis quince años de rechazos profesionales interminables, y las varias confusiones románticas que habían caracterizado nuestros veinte años. Cuando empezamos a intercambiar malas experiencias de citas, ya íbamos por la segunda media botella de Muscat. Era tarde y Martha había dicho a Gary y al resto de los empleados que se fueran a dormir. Se retiraron a sus habitaciones, detrás de la cocina, y ella dijo:

– Venga, demos un paseo.

– Creo, que tal como estoy, lo que daré serán tumbos.

– Pues vamos a dar tumbos.

Cogió la segunda botella de Muscat y dos copas y me guió colina abajo, hacia la playa. Se sentó en la arena y dijo:

– Te había prometido que no tendrías que dar muchos tumbos.

Me senté con ella en la arena, mirando el firmamento. Era una noche excepcionalmente clara, y el cosmos parecía incluso más vasto de lo normal, como si quisiera recordarnos lo insignificante que era cuanto dijéramos o sintiéramos. Martha llenó las copas con el vino dorado y viscoso y dijo:

– Déjame adivinar lo que piensas mientras miras hacia arriba. Es todo trivial y carente de significado, y dentro de cincuenta años estaré muerto…

– Con suerte.

– De acuerdo, cuarenta años. Diez años menos de esfuerzos inútiles, porque en el año 2041 ¿qué importancia tendrá lo que hagamos ahora? A menos, claro, que uno de nosotros empiece una guerra, o escriba la serie definitiva del nuevo milenio.

– ¿Cómo has sabido que ésa era mi mayor ambición?

– Porque me di cuenta en cuanto te vi… -Se calló y me tocó la cara con la mano, sonriendo, y después pensó mejor lo que estaba a punto de decir.

– ¿Sí? -pregunté.

– Desde el momento que te vi -dijo en tono ligero-, supe que se te había metido en la cabeza ser el Tolstoi de las series de televisión.

– ¿Siempre dices tantas tonterías?

– Sí. Es la única manera de mantener todos esos pensamientos de irrelevancia cósmica a distancia. Y por eso mismo quiero que ahora me cuentes la peor primera cita que hayas tenido.

– Eso son cosas serias, existenciales.

– Ya lo creo. Venga, confiesa. Y si me haces reír, te llenaré de nuevo la copa.

– Justo lo que no necesito -dije.

Pero acepté el desafío y empecé a contarle una noche en Nueva York de 1989, en la que la mujer en cuestión (una aspirante a coreógrafa, que fumaba como una carretera y no paraba de explicarme, con detalles gráficos, la bulimia que había aquejado su vida los últimos diez años) se volvió hacia mí al final de la noche y dijo: «¡Ni se te ocurra pensar que me acostaré contigo esta noche!». A lo que yo contesté: «¿Acaso he hecho algo que te hiciera creer que quería acostarme contigo esta noche?». En ese punto, ella se echó a llorar y dijo: «No es la respuesta que esperaba». En fin, cuando logré tranquilizarla, la metí en un taxi, me fui al bar del barrio y me tomé dos Wild Turkeys largos y juré no salir nunca más con una coreógrafa. Cuando llegué a mi mísero piso de la Avenida C, tenía un mensaje suyo: «Quería disculparme por mi comportamiento de esta noche. Soy increíblemente neurótica con los hombres, y espero de verdad que volvamos a vernos».

Martha se echó a reír.

– ¿Fueron ésas sus palabras exactas? -preguntó.

– Me temo que sí.

– Una chica de las que me gustan a mí. ¿Volviste a llamarla?

– Puede que sea tonto, pero no soy estúpido.

– Ah, pues piensa en lo que te has perdido.

– De hecho, si hubiera empezado a salir con esa loca, podría no haber conocido a Lucy. Nos conocimos tres semanas después.

– ¿Fue un amor a primera vista?

– Del todo.

– ¿Fue ella el primer gran amor de tu vida?

– Sí, sin duda.

– ¿Y ahora?

– Ahora el gran amor de mi vida es mi hija, Caitlin. Y Sally, por supuesto.

– Sí. Por supuesto.

– ¿Y Philip?

– Philip nunca ha sido el gran amor de mi vida.

– De acuerdo, pero ¿antes de él?

– Antes de él hubo alguien llamado Michael Webster.

– ¿Y era él?

– El único y verdadero. Nos conocimos en Carnegie antes de licenciarnos. Era actor. Cuando lo vi por primera vez, pensé: es él. Por suerte, el sentimiento fue mutuo. Tan mutuo que desde el segundo año fuimos inseparables. Después de la universidad, intentamos salir adelante en Nueva York durante siete años, pero era una lucha continua. Por fin le dieron un empleo de temporada en el Guthrie, un golpe de suerte fantástico, más afortunado incluso porque yo también conseguí un puesto en su departamento de edición. En fin, a los dos nos gustó Minneapolis; el director del Guthrie apreciaba mucho a Michael y le renovó el contrato para otra temporada. Un director de casting de Los Ángeles le quería para un papel en una película. Empezamos a hablar de formar una familia, en resumen, las cosas empezaban a encaminarse. Y entonces, una noche que nevaba mucho, Michael decidió acercarse un momento al Seven Eleven del barrio para comprar cerveza. Al volver a casa, su coche patinó en una placa de hielo y terminó estrellándose contra un árbol a sesenta kilómetros por hora, y el muy idiota había olvidado abrocharse el cinturón…, algo que yo siempre le recriminaba. Salió disparado por el parabrisas y se dio de cabeza en el árbol.