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Alargó la mano hacia la botella de Muscat.

– ¿Un poco más?

Asentí y ella rellenó las copas.

– Es una historia terrible -dije.

– Sí, lo es. Y lo fue más aún por culpa de las cuatro semanas que pasó conectado a un respirador, a pesar de que se había confirmado la muerte cerebral. Sus padres habían muerto hacía tiempo, su hermano estaba destinado en Alemania, en el ejército, de modo que la decisión era mía. Evidentemente, yo no soportaba la idea de dejarle morir. Estaba tan fuera de mí por la pena, que me engañaba creyendo que se produciría una resurrección milagrosa, y el gran amor de mi vida me sería devuelto.

»Finalmente, una enfermera enérgica, una mujer endurecida que en la sala de cuidados intensivos había visto de todo, insistió para que fuéramos a algún bar a tomar algo. En aquel momento, yo pasaba veinticuatro horas al día junto a la cama de Michael, y llevaba una semana sin dormir. En fin, aquella mujer me llevó al bar más cercano, insistió en que me tomara un par de whiskies a palo seco, y después me dijo sin ambages: “Tu chico no va a despertarse. No habrá ningún milagro médico. Está muerto, Martha. Y para que no te vuelvas loca, debes aceptar ese horrible hecho y desenchufarle”.

«Después me sirvió otro whisky y me llevó a casa. A pesar de que estaba destrozada, por fin logré dormir unas doce horas. Cuando me desperté al día siguiente, llamé al hospital y le dije al médico responsable que estaba dispuesta a firmar los documentos necesarios para desconectar a Michael del respirador artificial.

»Una semana después, en un momento en que no veía nada claro, rellené una solicitud para el empleo de editora de guiones que ofrecían en el Milwaukee Rep. No sé cómo logré deslumbrarles en la entrevista y, sin que yo fuera muy consciente de ello, me ofrecieron el empleo y me encontré camino de Wisconsin.

Vació su copa.

– Se supone que cuando estás trastornada por la aflicción la gente se va a París, a Venecia o a Tánger. ¿Qué hice yo? Me fui a Milwaukee.

Se calló y miró fijamente el agua oscura.

– ¿Conociste a Philip poco después?

– No, como un año después. Pero durante la semana que pasamos juntos trabajando en el guión, llegué a hablarle de Michael. Philip era el primer hombre con el que me acostaba desde la muerte de Michael, por eso fue más horrible la forma en que pasó de mí después. Ya le había clasificado como un arrogante, sobre todo cuando vi lo que había hecho con nuestro guión, hasta que se presentó en mi puerta aquella noche, con mi airada carta en la mano, suplicando perdón.

– ¿Le perdonaste en seguida?

– Ni hablar. Hice que me persiguiera. Y me persiguió, con extrema diligencia y, tengo que reconocerlo, con gran estilo. Para mi sorpresa, me di cuenta de que me estaba enamorando de él. Quizá porque era un personaje tan solitario, y porque me di cuenta de que yo le gustaba por lo que era, por cómo pensaba y cómo veía el mundo. Y también me necesitaba. Ésa fue la mayor de las sorpresas, que ese hombre, con todo su dinero y su capacidad para conseguir todo lo que quería, me dijera que sabía que yo era lo mejor que podía pasarle.

– ¿Así que te conquistó?

– Sí, al final sí, de la forma que Philip lo conquista todo, por pura cabezonería.

Volvió a vaciar su copa.

– El problema es que, en cuanto consigue algo, pierde el interés -añadió.

– Qué tonto -me oí decir-. ¿Cómo podría perder nadie interés en ti?

Me sostuvo la mirada y después me acarició el pelo. Y recitó:

Dura el dominio hasta que lo tienes.

Del mismo modo la posesión.

Pero éstas, que se dan pasando.

son tuyas para siempre.

– Si adivinas el autor, te doy un beso -añadió.

– Emily Dickinson -dije.

– ¡Bravo! -exclamó.

Me rodeó el cuello con los brazos y acercándose a mí me besó suavemente en los labios. Y yo dije:

– Me toca a mí. Las mismas condiciones.

Confirmando a todos los estudiosos

en la justa opinión

que la elocuencia es cuando el corazón

no tiene ya un hilo de voz.

– Ésa sí es difícil -dijo, volviendo a rodearme los brazos-. Emily Dickinson.

– Estoy impresionado.

Nos besamos otra vez. Un beso un poco mas largo.

– Otra vez yo -dijo, sin dejar de rodearme con los brazos-. ¿Estás preparado?

– Listo.

– Escucha con atención -dijo-. Ésta es complicada.

Cuan amable es esta prisión

cuan dulces estos tristes barrotes

no un tirano sino el rey de las plumas

inventó este reposo.

Si ésta es mi suerte

si no hay otro reino

una prisión no es más que un amigo

una celda, una casa.

– Qué mala idea tienes -protesté.

– Venga, prueba.

– ¿Y si me equivoco? ¿Entonces qué?

Ella se acercó un poco más.

– Estoy segura de que puedes adivinarlo.

– ¿Podría ser… Emily Dickinson?

– ¡Acertaste! -exclamó, y me tiró sobre la arena.

Empezamos a besarnos profunda, apasionadamente. Sin embargo, después de unos momentos desenfrenados, la voz de la razón empezó a enviarme al oído una alarma antiaérea. Cuando intenté deshacerme de su abrazo, Martha me apretó de nuevo contra la arena y susurró:

– No pienses, sólo…

– No puedo -susurré.

– Sí puedes.

– No.

– Será sólo esta noche.

– No lo será, y lo sabes. Estas cosas siempre tienen repercusiones. Sobre todo…

– ¿Qué?

– Sobre todo porque tú sabes y yo sé que no será sólo esta noche.

– ¿Tú también lo sientes así?

– ¿Así cómo?

– Así…

Le aparté los brazos suavemente y me incorporé.

– Lo que me siento es… borracho.

– No lo entiendes -dijo con dulzura-. Mira todo esto: tú, yo, esta isla, este mar, este cielo, esta noche. No una noche, David. Esta noche. Esta única e irrepetible noche…

– Lo sé, lo sé. Pero…

Le puse una mano en el hombro. Ella la tomó y la apretó.

– Maldito seas por ser tan sensato -dijo.

– Ojalá…

Se inclinó y me besó ligeramente en los labios.

– Calla, por favor. Voy a dar un paseo -dijo, poniéndose de pie.

– ¿Puedo ir contigo?

– Creo que pasearé sola, si no te importa.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿Estarás bien?

– Es mi isla -dijo-. No me pasará nada.

– Gracias por esta noche -dije.

Ella me dedicó una triste sonrisa y dijo:

– No, gracias a ti.

Se volvió y se fue playa abajo. Pensé seguirla, cogerla entre mis brazos y besarla; me sentía preso de pensamientos confusos sobre el amor, sobre lo imprevisible que es, y sobre no quererme complicar más la vida, pero, Dios mío, ¡cómo deseaba besarla!

En cambio hice lo más racional y me obligué a subir la colina. Una vez en mi cabaña, me senté en el borde de la cama y tapándome la cara con las manos, pensé: «Qué semana más rara». Eso fue lo único que pensé, porque mis capacidades cognitivas estaban insensibilizadas por el hecho que sufría el equivalente alcohólico a un shock tóxico. De haber sido capaz de analizar correctamente lo que acababa de suceder, por no hablar de la idea enormemente inquietante de que, quizá, sólo quizá, me estaba enamorando de ella, habría empezado a sentirme desquiciado.

Por suerte no tuve ocasión de abandonarme al lujo del sentido de culpabilidad, porque, por segunda noche consecutiva, me dormí completamente vestido sobre la cama. Sólo que esa vez, mi agotamiento era tan absoluto que no me desperté hasta la mañana siguiente. Hasta las seis y media para ser exactos, cuando alguien llamó con suavidad a la puerta. Murmuré algo en una lengua vagamente parecida al inglés, se abrió la puerta y entró Gary, empujando un carrito con una cafetera y un gran vaso de agua. Noté que, aunque seguía llevando la ropa de la noche anterior, alguien me había tapado con una manta. Me pregunté quién habría entrado a hacer de buen samaritano.

– Buenos días, señor Armitage -dijo Gary-. ¿Cómo se encuentra esta mañana?