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– ¿He pasado la prueba?

– Con sobresaliente. Al principio me has seguido el juego para ver adonde quería ir a parar. Pero cuando te has dado cuenta de que estaba bromeando, has decidido no aguantarlo. Entonces he visto que podía trabajar contigo. Martha me ha dicho que tenías clase, y ella conoce a los autores. Gracias de nuevo por pasar tanto tiempo con ella estos dos últimos días. Es una gran admiradora tuya, y sé que ha disfrutado mucho de la posibilidad de hablar contigo largo y tendido.

Por no hablar de jugar a los besos y las adivinanzas de poemas de Emily Dickinson. Pero la expresión de la cara de Fleck no delataba de ningún modo que estuviera al corriente de ciertos hechos. En cualquier caso, pensé, están separados de hecho. Probablemente él tiene amantes en cada puerto. ¿Qué importancia tenía si descubría que me había estado besando con su mujer? Le gustaba mi guión. Si imponía sus ideas grotescas, me retiraría de los títulos de crédito… después de ingresar el cheque. Sin embargo, antes de que siguiéramos hablando del tema de su esposa, decidí cambiar de tema.

– Quería darle las gracias por haberme hecho conocer Salo de Pasolini -dije-. Puede que sea la peor película para una primera cita de todos los tiempos, pero sigue siendo una película brutal, de las que no se te van de la cabeza fácilmente.

– Para mí es, sin duda, la mejor película desde la guerra. ¿No estás de acuerdo?

– Ésa es una gran afirmación…

– Te explicaré por qué merece ese título. Porque trata de la principal cuestión del siglo: la necesidad de ejercitar un control absoluto sobre los demás.

– No pensaba que fuera una obsesión sólo del siglo XX.

– Cierto, pero en el último siglo, hemos dado un gran paso adelante respecto al control humano, hemos aprovechado las oportunidades ofrecidas por la tecnología para ejercer sobre los demás un dominio total. Los campos de concentración alemanes, por ejemplo, fueron el primer ejemplo supremo de muerte tecnológica, porque crearon un aparato extremadamente eficaz para el exterminio. La bomba atómica supuso también un triunfo del control humano, no sólo por su capacidad para la destrucción masiva desenfrenada, sino también como instrumento político. Las cosas como son, todos nos tragamos el aparato secreto para la seguridad del Estado durante la guerra fría gracias a la amenaza de la bomba, y eso permitió a los gobiernos de ambos bandos de la división ideológica el medio perfecto para mantener controlado al hoi polloi, además de darles la razón de ser para montar una vasta red de información secreta para reprimir la disidencia. Ahora, por supuesto, tenemos la capacidad de información necesaria para un mayor control de los individuos. Tal como las sociedades occidentales utilizan el consumismo, y el ciclo interminable de las adquisiciones, como instrumento para mantener a las masas preocupadas, sometidas.

– ¿Pero eso qué tiene que ver con Salo?

– Es muy sencillo: lo que nos ha mostrado Pasolini era el fascismo en su forma pretecnológica más pura: la convicción de tener el derecho, el privilegio, de ejercer un control absoluto sobre otros seres humanos, hasta el punto de negar completamente su dignidad y sus derechos más esenciales, despojarlos de toda individualidad y tratarlos como objetos funcionales, que se descartan cuando ya no sirven. Ahora los aristócratas dementes de la película han sido sustituidos por poderes mayores: gobiernos, corporaciones o bancos de datos. Pero vivimos todavía en un mundo donde el impulso de dominar al prójimo sigue siendo una de las principales motivaciones humanas. Todos queremos imponer nuestra visión del mundo a los demás, ¿no?

– Supongo que sí, pero ¿qué relación tiene esta… tesis con mi… nuestra película?

Él me miró y sonrió como alguien que está a punto de impartir una lección fantástica y enormemente original, y ha estado esperando el momento ideal para soltarla.

– Digamos…, y es sólo una sugerencia, pero me gustaría que te la tomaras muy en serio. Digamos que nuestros dos veteranos del Vietnam logran realizar un primer atraco a un banco, pero entonces cometen el error de volverse un poco ambiciosos, y deciden ir tras los tesoros de un millonario ultrarreservado.

«Mira por dónde», pensé, pero Fleck no me dedicó ninguna sonrisa de complicidad. Siguió hablando.

– En fin -siguió Fleck-, digamos que el tal millonario vive en una fortaleza, en una colina del norte de California, con una de las mayores colecciones de arte privadas del país, que nuestros hombres han decidido saquear. Pero cuando finalmente penetran en la ciudadela del millonario, son inmediatamente hechos prisioneros por un batallón de guardias armados. Y descubren que ha organizado una sociedad libertina para sí mismo y un puñado de sus secuaces, con sus propios esclavos sexuales, tanto hombres como mujeres. Y en cuanto son capturados nuestros dos hombres son esclavizados. Inmediatamente empiezan a tramar una forma de liberarse, junto a todos los demás, de aquel régimen draconiano.

Se calló y me sonrió.

– ¿Qué te parece? -preguntó.

Alerta roja. Que no te vea hacer una mueca.

– Me suena un poco a La jungla de cristal mezclada con el Marqués de Sade. Sólo una pregunta: ¿nuestros dos héroes salen de allí con vida?

– ¿Es importante?

– Por supuesto, si pretende que ésta sea una película más o menos comercial. Teniendo en cuenta que piensa gastarse cuarenta millones de dólares, debe apuntar al público del multicine. Lo que significa que la gente tiene que tener algo donde agarrarse, y eso, a su vez, representa que al menos uno de los veteranos salga con vida después de hacer limpieza de malos.

– ¿Y qué le pasa a su amigo? -preguntó, con una voz repentinamente tensa.

– Le deja morir heroicamente, preferiblemente a manos del millonario decadente. Eso, naturalmente, confiere al personaje estilo Bruce Willis un ulterior motivo personal de resentimiento contra su captor. Al final de la película, y después de hacer desaparecer a todos sus secuaces, Willis y el millonario se encuentran finalmente cara a cara. Naturalmente, Willis tiene que salir de las ruinas de la mansión con alguna chica del brazo, si puede ser, una de las esclavas sexuales a las que ha emancipado. Títulos de crédito. Y ya tiene un fin de semana de estreno garantizado de veinte millones de dólares.

Largo silencio. Philip Fleck apretó los labios.

– No me gusta -dijo-. No me gusta nada.

– Personalmente, a mí tampoco. Pero no se trata de eso.

– ¿De qué se trata entonces?

– Sencillamente de que si quiere convertir esta película de atracos en una de «dos tíos son capturados por un rico mentecato», y al mismo tiempo quiere hacer dinero, tendrá que ajustarse a ciertas normas fundamentales de Hollywood.

– Pero ésa no es la película que escribiste -dijo, con un indicio de irritación en la voz.

– ¡Dígamelo a mí! -exclamé-. Como sabe, la película que escribí y modifiqué es una comedia irónica, divertida y ligeramente peligrosa, al estilo Robert Altman; la clase de cosa que podría ser el vehículo perfecto para Elliot Gould y Donald Sutherland como veteranos del Vietnam. Lo que usted propone…

– Lo que yo propongo también es irónico y peligroso -insistió-. No quiero hacer una porquería de género. Quiero reinterpretar a Salo en un contexto estadounidense del siglo XXI.

Peligro mortal.

– ¿Cuando dice reinterpretar…? -pregunté.

– Quiero decir… atraer al público para que crea que está viendo una película de atracos convencional, y entonces…, patapam, lanzarlos en el mayor corazón de las tinieblas imaginable.

Observé con atención a Mein Host. No, no hablaba con ironía, ni con segundas, ni aquello era humor negro. El tipo hablaba totalmente en serio.

– Defina qué significa «corazón de las tinieblas» -pedí.

Él se encogió de hombros.

– Has visto Salo -dijo-. Lo que buscaría sería la misma crueldad extrema, empujar hasta el límite los confines del gusto y el aguante del público.