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– ¿Como, por ejemplo, la famosa escena del banquete de excrementos?

– Como es natural, no imitaríamos a Pasolini abiertamente.

– Por supuesto que no…

– Pero creo que sí debería haber cierta clase de horrible degradación relacionada con la materia fecal. Porque no hay nada más primario que la mierda, ¿no?

– En eso estaríamos de acuerdo -dije, estudiando otra vez con atención su cara.

No podía evitar esperar que, de repente, gritara «¡Te pillé!» otra vez, y me hiciera pasar un mal rato por haberme tomado el pelo por segunda vez. Pero estaba totalmente serio. De modo que dije:

– Pero sí sabe que si, pongamos por caso, muestra a un tío haciendo caca en el suelo, no sólo no obtendrá el visto bueno de la censura. Podría ser que ni siquiera la exhibieran.

– Oh…, sí, la exhibirán -dijo.

Tenía razón, porque podía pagar para conseguir lo que quisiera. Como podía tirar cuarenta millones de dólares en otro proyecto estúpidamente vanidoso. El tipo podía hacer lo que le diera la gana, su dinero le aislaba de las preocupaciones habituales del común de los mortales para extraer un beneficio de una película, por no hablar de pretender que tuviera éxito.

– Sin embargo, sabe que la clase de película que propone sólo podrá verse en París o quizás en alguna sala de arte y ensayo de Helsinki, donde los índices de suicidio son elevados…

Fleck se puso tenso de nuevo.

– ¿Es una broma, no?

– Sí, es una broma. Lo que quiero decir es…

– Ya sé lo que quieres decir. Y soy consciente de que lo que propongo es radical. Pero si alguien como yo, dados los recursos de que dispongo, no se arriesga, ¿cómo progresará el arte? Seamos francos, siempre ha sido la élite acomodada la que ha financiado la vanguardia. Yo me limito a financiarme a mí mismo. Y si el resto del mundo decide repudiar lo que he hecho, ¡qué se le va a hacer! Mientras no lo ignoren…

– ¿Como su primera película, por ejemplo? -me oí decir.

Fleck volvió a ponerse tenso, y me echó una mirada que le hizo parecer a la vez herido y temible. ¡Vaya por Dios! Acababa de meter la pata. De modo que me apresuré a decir:

– No es que mereciera ser tratado así. Dudo que lo que propone ahora pueda ser ignorado. La Coalición Cristiana puede quemar efigies suyas, pero seguro que atraerá la atención, y a lo grande.

Fleck volvía a sonreír y yo me sentí aliviado. Entonces apretó un botón de la mesa y Meg llegó a los pocos segundos. Fleck pidió una botella de champán.

– Creo que debemos brindar por nuestra colaboración, David -dijo.

– ¿Vamos a colaborar en esto?

– Es lo que me gustaría. ¿Tú estás interesado en seguir trabajando en el proyecto, no?

– Depende.

– ¿De qué?

– Lo normal: nuestros horarios, mis otras obligaciones profesionales, los términos del contrato que tus abogados pacten con mi agente. Y por supuesto está el asunto del dinero.

– El dinero no será un problema.

– El dinero siempre lo es en la industria del cine.

– No lo es para mí. Di tu precio.

– ¿Perdón?

– Que digas tu precio. Dime lo que quieres para escribir de nuevo el guión.

– Eso es algo de lo que no suelo hablar. Tendrá que tratar con mi agente.

– Voy a decirlo otra vez, David: di tu precio.

Respiré hondo, nervioso.

– ¿Está hablando de escribir un nuevo guión incluyendo las modificaciones que usted especifique?

– Dos borradores y una corrección -dijo.

– Entonces me pide un compromiso de tiempo sustancial.

– Estoy seguro de que cobrarás de acuerdo con ello.

– ¿Y estamos hablando de su escenario «Salo en el valle de Napa»?

Una ligera sonrisa.

– Supongo que podría llamarse así -dijo-. El precio, por favor.

Sin pestañear, dije:

– Un millón cuatrocientos mil dólares.

Se miró las uñas y dijo:

– Hecho.

Pestañeé.

– ¿Está seguro?

– Trato hecho. ¿Nos ponemos manos a la obra?

– Normalmente no empiezo a trabajar hasta que tengo un contrato firmado. Y tengo que hablar con mi agente.

– ¿De qué hay que hablar? Has dicho un precio. Lo he aceptado. Manos a la obra.

– A los agentes normalmente no les gusta que sus clientes se pongan a trabajar sin un contrato.

Llegó el champán. Él no hizo caso, cogió un cuaderno que había en la mesita y lo empujó hacia mí.

– Escribe el nombre y el teléfono de tu agente. Le diré a uno de mis abogados que se ponga en contacto con ella en cuanto llegue a la oficina; imagino que está en Los Ángeles.

– Sí -dije, escribiendo el nombre de Alison y su teléfono-. Pero si no le importa, la llamaré yo antes de que su abogado hable con ella.

– Adelante -dijo.

Me disculpé y fui a mi habitación. Miré la hora. Eran las once y eso significaba que eran las seis en California. De todos modos me imaginé que a Alison no le importaría que la despertaran para negociar un trato de un millón cuatrocientos mil dólares.

Sin embargo, cuando marqué el número de su casa, me salió el contestador, informando a todos los interesados de que Alison estaba en México de vacaciones hasta el final de la semana siguiente. Maldita sea. Maldita sea. Maldita sea. Sin duda, podría localizarla al otro lado de la frontera, pero primero tendría que hablar con su ayudante, Trish. Ella no llegaría a la oficina hasta las nueve, la una en el Caribe. De modo que respiré hondo y llamé a Lucy a Sausalito y me preparé para un bombardeo de invectivas cuando le dijera que necesitaba quedarme unos días más. Como esperaba, su respuesta no fue mesurada.

– Debes haberte vuelto completamente loco -dijo, en cuanto le di la noticia.

– ¿Puedo explicártelo?

– No, no puedes.

– Potencialmente, es un asunto muy lucrativo…

– Me da lo mismo.

– Si quisieras escucharme…

– Ya lo estropeaste la semana pasada. Le prometiste a Caitlin que estarías aquí este fin de semana. Y estarás aquí.

– Sólo te pido uno o dos días más.

– Unos días más significa que no estarás aquí este fin de semana.

– ¿Qué te parece si me la quedo los dos o tres próximos fines de semana?

– Ni hablar.

– Por favor, Lucy, sé razonable.

– ¿Quieres que sea razonable? Esto es razonable: vete a la mierda.

– Ésa sí es una respuesta madura.

– Igual que abandonar a tu esposa y a tu hija…

– Lo único que te pido es que me escuches.

– David, escucha. Estoy segura de que tienes una excusa perfectamente legítima para anular este fin de semana. Pero me da lo mismo si Spielberg te ha convocado a una reunión privada. Te habías comprometido con tu hija. Vas a cumplir ese compromiso.

– ¿Y qué pasa si no me presento?

– Entonces llamaré a mi abogada y le diré que se presente al juez más comprensivo y cercano y consiga una orden impidiéndote ver a tu hija.

Largo silencio. El teléfono me temblaba en la mano.

– Es una amenaza terrible.

– Me da lo mismo.

– Mi hija necesita a su padre.

– Exactamente, por eso mismo espero que estés aquí esta tarde.

– No puedo creer que me amenaces con impedirme ver a Caitlin.

– Bienvenido al mundo de la causa-efecto, David. Seguiste la llamada de tu pene, por no hablar de tu ego, y destrozaste tu bonita familia. El resultado es que ahora te odio. Lo que, a su vez, significa que no me importa si te ocasiono algún daño profesional insistiendo en que vengas este fin de semana. Tampoco me importa si eso nos lleva a una desagradable batalla legal, porque tú acabarás pagando la factura. Pero que sepas esto, David: si no estás aquí esta tarde, voy a sacar el armamento táctico nuclear. Y no volverás a ver a tu hija durante mucho tiempo.

Después de eso, colgó.

Me quedé un buen rato sentado en la cama, furioso con Lucy por su intransigencia vengativa, pero también furioso conmigo mismo por haber creado aquel caos emocional. Era evidente que Lucy estaba fuera de sí. Era evidente que actuaba irracionalmente. Pero por mucho que me indignara su necesidad de castigarme, no podía evitar pensar: «Recoges lo que has sembrado». Estaba pagando el precio.