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– Sí, pero sigue siendo suerte.

– Empieza a preocuparme de verdad su modestia, David -dijo tocándome ligeramente la mano.

– Usted era editora de guiones, ¿verdad? -pregunté, apartando la mano.

– Ah, veo que está bien informado. Sí, fui lo que se conoce en el mundo del teatro regional como dramaturga, que es una forma germánica pretenciosa de decir que revisaba guiones y trabajaba con los autores y de vez en cuando encontraba una obra interesante que valía la pena producir en el montón de basura que nos presentaban.

– ¿Y así conoció a…?

– ¿Al señor Fleck? Sí, así es como tropecé con mi destino conyugal. En aquella ciudad de luces parpadeantes y romanticismo sin fin llamada Milwaukee, Wisconsin. ¿Ha estado en Milwaukee, David?

– Lo siento, pero no.

– Es una ciudad preciosa. La Venecia del Medio Oeste.

Me eché a reír y pregunté:

– Entonces ¿qué hacía usted allí?

– Tienen un teatro de repertorio casi decente, y necesitaban un editor de guiones. Yo necesitaba trabajo, y me ofrecieron uno. No pagaban mal, veintiocho mil al año. Más de lo que ganaba antes. Pero es que el Milwaukee Rep estaba muy subvencionado, gracias al nuevo rico local, el señor Fleck, que considera una cruzada personal convertir su ciudad natal en su propia Venecia. Una nueva galería de arte. Un nuevo centro de comunicaciones en la universidad con, naturalmente, su propia filmoteca. Justo lo que Milwaukee estaba deseando. Y, por supuesto, un teatro nuevo a estrenar para la compañía profesional local. Creo que Philip se gastó doscientos cincuenta millones de dólares en los tres proyectos.

– Muy benevolente por su parte.

– Y muy astuto. Especialmente porque logró deducirlo todo de los impuestos.

Volvió Gary, empujando un elegante carrito de acero en el que había un pequeño cuenco de caviar (artísticamente rodeado de hielo picado), una bandeja de panecillos redondos de cebada, la botella de vodka (también rodeada de hielo picado), y dos refinados vasitos. Gary apartó la botella del hielo y se la presentó formalmente a Martha. Ella echó un vistazo a la etiqueta. Parecía venerable y estaba escrita en cirílico.

– ¿Sabe ruso? -me preguntó. Cuando yo negué con la cabeza, añadió-: Yo tampoco. Pero estoy segura de que 1953 fue un buen año para el Stoli. Adelante, Gary, sírvelo.

Él obedeció, y nos ofreció a cada uno un vasito lleno hasta arriba de vodka. Martha levantó el suyo y brindó con el mío. Nos tragamos el vodka helado y muy suave. Sentí un cosquilleo placentero cuando me heló el interior de la garganta y viajó directamente al cerebro. Martha tuvo una reacción similar, porque soltó un suspiro y dijo:

– Funciona.

Gary volvió a llenarnos los vasos y a continuación nos ofreció un panecillo untado con caviar. Probé el mío y Martha me preguntó:

– ¿Merece su aprobación?

– Pues… sabe a caviar.

Ella se tragó su vodka. Yo la imité y volví a estremecerme. Entonces Martha se volvió a Gary y dijo que ya nos serviríamos nosotros mismos. Cuando él se retiró, Martha me sirvió otro vodka y dijo:

– Sabe, antes de conocer a Philip, no sabía nada de nada de marcas de lujo, ni si había diferencia entre ellas…, no sé…, un bolso de Samsonite o de Louis Vuitton. Todo eso no me parecía importante.

– ¿Y ahora?

– Ahora poseo toda clase de crípticos conocimientos mercantiles. Por ejemplo conozco el precio del caviar iraní, a ciento sesenta dólares los treinta gramos. Como sé que el vaso que tiene en la mano es un Baccarat y que la butaca donde está sentado es un diseño original de Eames, que Philip compró por cuatro mil doscientos dólares.

– Mientras que antes de saber todas esas cosas…

– Ganaba mil ochocientos dólares al mes, vivía en un piso de una habitación, y conducía un Volkswagen escarabajo de doce años. Para mí la ropa de diseño era Benetton.

– ¿Le molestaba no tener dinero?

– Nunca se me pasó por la cabeza. Estaba en el sector del voluntariado, de modo que me vestía de cualquier manera y pensaba en consonancia, y no me preocupaba lo más mínimo. ¿Pero me equivoco si creo que usted odiaba estar sin un céntimo?

– Tener dinero es más fácil.

– Eso es cierto. Pero cuando trabajaba en Book Soup, no envidiaba a los escritores de éxito que veía curiosear por la tienda, con sus contratos de siete cifras y sus Porsches en el aparcamiento, y sus relojes Tag Heuer, y…

– ¿Cómo sabe lo de Book Soup? -pregunté, interrumpiéndola.

– He leído su expediente.

– ¿Mi expediente? ¿Tienen un expediente sobre mí?

– No exactamente. Más bien un dossier, que recopilaron los empleados de Philip cuando aceptó venir a vernos.

– ¿Y qué contiene exactamente el expediente?

– Recortes, una biografía puesta al día, y una lista de todo lo que ha escrito y alguna otra noticia suelta encontrada por los colaboradores de Philip…

– ¿Como qué?

– Oh, bueno, cosas indispensables como lo que le gusta beber, la clase de películas que ve, el estado de su cuenta bancaria, su cartera de inversiones, el nombre de su consejero…

– No voy a un consejero -repliqué un poco irritado.

– Pero antes sí. Después de dejar a Lucy e irse con Sally, estuvo seis meses hablando con el doctor…, ¿cómo se llamaba? Tarbuck, creo. Un tal Donald Tarbuck que ejerce justo en la Victory Avenue, en West Los Ángeles. Lo siento…, ¿estoy hablando demasiado?

De repente me sentí muy incómodo.

– ¿Quién le ha contado todo eso? -pregunté.

– No me lo ha contado nadie, lo he leído.

– Pero alguien debió de contárselo a sus empleados. ¿Quién fue?

– Sinceramente no tengo ni idea.

– Seguro que fue el cabrón de Barra.

– Es evidente que le he molestado, lo que no era en absoluto mi intención. Pero permítame que le asegure que Bobby no es ningún espía, y que usted no ha ido a parar a la antigua Alemania Oriental. Simplemente mi marido es una persona muy concienzuda que quiere tener toda clase de información sobre las personas que desea contratar.

– No he solicitado ningún empleo.

– De acuerdo. Pero sepa que Philip estaba muy interesado en trabajar con usted, y por lo tanto pensó que debía averiguar algunos detalles básicos…, como hace todo el mundo hoy día. Final de la historia. ¿De acuerdo?

– No soy un paranoico.

– Por supuesto que no -dijo ella, sirviendo más vodka-. Bébase esto.

Brindamos de nuevo y bebimos. Aquella vez el vodka bajó con suavidad, un indicio de que mi garganta y mi cerebro empezaban a insensibilizarse.

– ¿Más contento? -preguntó amablemente.

– El vodka es bueno.

– ¿Se considera un hombre feliz, David?

– ¿Qué?

– Sólo me preguntaba si, en el fondo, duda de su éxito, sé pregunta si se lo merece.

Me reí.

– ¿Siempre juega a hacer de agente provocadora?

– Sólo con las personas que me gustan. Pero tengo razón, ¿a que sí? Porque me da la sensación de que no cree en sus logros, e íntimamente lamenta haber dejado a su esposa y a su hija.

Un largo silencio, durante el cual cogí la botella de vodka y llené los dos vasitos.

– Creo que hago demasiadas preguntas -dijo ella finalmente.

Levanté mi vaso y me tragué el vodka.

– Pero ¿me permitirá que le haga otra pregunta? -insistió.

– ¿Cuál es?

– Dígame lo que piensa realmente de la película de Philip.

– Pero si ya se lo he dicho…

– No, lo que me ha dicho ha sido que «es una porquería pretenciosa». Lo que no ha explicado es por qué cree que es una porquería pretenciosa.

– ¿De verdad quiere saberlo? -pregunté.

Ella inclinó la cabeza y asintió. Le dije exactamente por qué era la peor película que había visto, analizándola escena por escena, y explicando por qué los personajes eran fundamentalmente absurdos, por qué los diálogos daban un nuevo significado a la palabra «artificioso», y por qué todo el argumento rayaba en lo grotesco. El vodka debió de desencadenar algún resorte de descortesía en mi cerebro, porque hablé sin parar durante diez minutos, deteniéndome sólo para aceptar tres vasitos más de vodka de manos de Martha. Cuando finalmente terminé, se hizo un silencio largo y pesado.