A los veinte minutos, comprendí por qué las autoridades neoyorquinas habían tenido algunos dilemas morales acerca de la película. Ambientada en la república fascista de Salo (creada por Mussolini durante su última época, al final de la guerra) la película trataba de cuatro aristócratas italianos (de comportamiento más bien sórdido) que decidían casarse unos con las hijas de los otros. Ésta era la menor de las transgresiones morales instigadas por el cuarteto, porque en seguida estaban rastreando las zonas rurales del norte de Italia en busca de chicos y chicas adolescentes nubiles, que eran capturados para ellos por militares fascistas. Sus víctimas eran transportadas a una magnífica mansión donde sus captores anunciaban que a partir de ese momento vivían en un reino por encima de la ley, un lugar en el que se les obligaría a participar en una orgía cada noche, y donde cualquiera que fuera sorprendido realizando un acto religioso sería ejecutado.
Los aristócratas empezaban así a divertirse: sodomizaban a los chicos y escenificaban un matrimonio entre una chica virgen y un adolescente, obligando a la pareja a consumar la «boda» frente a ellos. Pero justo cuando el chico estaba a punto de penetrar a la novia, los aristócratas se precipitaban a desflorar a los dos jóvenes ellos mismos.
Después empeoraba. Durante una «orgía», el aristócrata jefe defecaba en el suelo, e insistía para que la joven novia de la escena anterior comiera sus heces. Pensando que todos debían unirse a la fiesta, obligaban a los cautivos a defecar en orinales y después servían un banquete de excrementos en fina porcelana. Cuando ya empezaba a pensar que aquello podía degenerar más, torturaban y aniquilaban a sus víctimas en el patio de la mansión, arrancando globos oculares, estrangulando a una joven, quemando los pechos de otra con una vela, cortando lenguas. Y mientras de fondo resonaban de nuevo las notas de These Foolish Things, dos militares fascistas bailaban un lento.
Pantalla negra. Créditos. Necesitaba un Valium, o un whisky, o morfina, o cualquier cosa fuerte y narcótica para hacer desaparecer de mi mente las abrumadoras imágenes de las últimas dos horas.
Al encenderse la luz, me di cuenta de que estaba en estado de shock. Salo no era simplemente una locura…, estaba más allá. Lo que me angustiaba más era que no se trataba de una película snuff barata, hecha por un par de pringados por cinco mil dólares en un almacén de San Fernando Valley. Pasolini era un director excepcionalmente sofisticado y ultraserio. Aquello era una exploración ultraseria del totalitarismo, llevada a los últimos extremos del gusto. Había sido testigo de los peores excesos imaginables del comportamiento humano, sentado en una lujosa sala de proyecciones de una isla privada del Caribe. Y no podía evitar preguntarme: «¿Qué coño pretendía decirme Philip Fleck?».
Antes de que pudiera perderme en especulaciones al respecto, oí una voz detrás de mí.
– Estoy segura de que le iría bien una copa después de esto.
Me volví y vi a una mujer de unos treinta y pocos años, atractiva, al estilo severo de Nueva Inglaterra, con gafas de montura de concha y pelo largo castaño recogido en un moño.
– Creo que necesito veinte whiskies -dije-. Ha sido…
– ¿Horrendo? ¿Abrumador? ¿Repugnante? ¿Abominable? ¿O simplemente las obscenidades de toda la vida?
– Todo junto.
– Lo siento. Pero me temo que ésta es la idea de mi marido de una broma.
Me puse inmediatamente de pie, con la mano extendida.
– Disculpe que no la haya reconocido. Soy…
– Sé quién es, David -dijo ella, estrechando mi mano con una sonrisa-. Soy Martha Fleck.
Capítulo 6
– Y bien, ¿qué se siente al tener talento?
– ¿Perdone? -pregunté, cogido por sorpresa.
Martha Fleck me sonrió y dijo:
– Sólo es una pregunta.
– Una pregunta muy directa.
– ¿De verdad? Pensaba que era una pregunta simpática.
– No soy una persona con un talento especial.
– Si usted lo dice -aceptó ella con una sonrisa.
– Es que es verdad.
– Bueno, la modestia es una cualidad admirable. Pero por mi limitada experiencia profesional, lo poco que sé de los escritores es que normalmente son una mezcla de inseguridad y arrogancia y que la arrogancia suele llevar las de ganar.
– ¿Me está diciendo que soy arrogante?
– Ni mucho menos -dijo ella con una sonrisa apaciguadora-. Sin embargo, cualquiera que se enfrente cada mañana a una pantalla en blanco necesita una enorme seguridad en su propia importancia. ¿Una copa? Estoy segura de que la necesita después de ver Salo.
– Bueno, ha sido como salvarse de un accidente de coche.
– Mi marido la considera una obra maestra absoluta. Pero, claro, él hizo La última oportunidad. Imagino que la habrá visto.
– Ah, sí. Muy interesante.
– Qué diplomático.
– Está bien ser diplomático.
– Pero hace la conversación menos animada.
No contesté.
– Venga, David. Es hora de jugar a decir la verdad. ¿Qué le pareció sinceramente la película de Philip?
– No es…, bueno…, lo mejor que he visto.
– Puede hacerlo mejor.
Busqué alguna señal en su rostro. Pero lo único que vi fue una sonrisa divertida.
– De acuerdo, si quiere la verdad, pensé que era una tontería pretenciosa.
– Bravo. Ahora vamos a ocuparnos de su copa.
Se agachó y apretó un botoncito, a un lado de su butaca. Estábamos sentados en la Sala Grande de la casa, donde nos habíamos trasladado a petición suya después del encuentro en la sala de proyecciones. Ella estaba sentada bajo un Rothko tardío, dos grandes cuadrados negros que se fundían, compensados por un gajo de naranja colocado en el centro; un indicio de amanecer prometido entre la oscuridad.
– ¿Le gusta Rothko? -me preguntó.
– Por supuesto.
– A Philip también. Por eso tiene ocho cuadros de él.
– Eso son muchos Rothkos.
– Y mucho dinero, unos setenta y cuatro millones por el total.
– Es una cifra que da miedo.
– No, es calderilla.
De nuevo otra de sus pequeñas pausas, en las que observaba cómo la observaba yo, intentando calibrar mi reacción a sus provocaciones. Sin embargo, su tono era siempre ligero y tranquilo. Para mi gran sorpresa, empezaba a parecerme realmente atractiva.
Llegó Gary.
– Nos alegramos de que haya vuelto, señora Fleck. ¿Cómo estaba Nueva York?
– Tan presuntuosa como siempre. -Se volvió hacia mí-. ¿Le apetece algo fuerte, David?
– Bueno…
– Lo tomaré como un sí. ¿Cuántas marcas de vodka tenemos, Gary?
– Treinta y seis, señora Fleck.
– Treinta y seis vodkas. ¿A que es gracioso, David?
– Son muchos vodkas.
Se volvió a hablar con el empleado.
– A ver Gary, cuenta: ¿cuál es el más excelente de los excelentes vodkas que tenemos?
– Tenemos un Stoli Gold de 1953 filtrado tres veces.
– Déjame adivinar, era de la reserva de Stalin.
– No podría jurarlo, señora Fleck. Pero dicen que es extraordinario.
– Entonces sírvenoslo, con un poco de beluga para acompañar.
Gary hizo una pequeña reverencia y se marchó.
– ¿No estaba en el barco con su marido, señora Fleck?
– Me llamo Martha… y nunca he sentido una gran afinidad por Hemingway, ni he visto la necesidad de pasar varios días en alta mar persiguiendo una ballena blanca o cualquier pez grande que Philip persiga.
– ¿Entonces fue a Nueva York en viaje de negocios?
– Estoy impresionada de verdad con su diplomacia, David. Porque cuando tu marido tiene veinte mil millones de dólares, la mayoría de la gente no espera que tengas trabajo de ninguna clase. Pero sí, estuve en Nueva York para reunirme con la junta de una pequeña fundación que dirijo para ayudar a dramaturgos indigentes.
– No sabía que existiera esa especie.
– Touché -dijo ella-. Según mi experiencia, la mayoría de dramaturgos no es que tengan mucha suerte, a menos que tengan un golpe de suerte y tengan suerte. Como le pasó a usted.