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De repente me acordé de una vieja anécdota literaria: Hemingway y Fitzgerald en un café de París, observando a un puñado de ostentosos a su alrededor. «Sabes, Ernest -dijo Fitzgerald en tono solemne-, los ricos son realmente diferentes de ti y de mí». A lo que Hemingway replicó bruscamente: «Sí, tienen más dinero».

Pero en ese momento me daba cuenta de que lo que el dinero compraba para ellos era en realidad poder liberarse de los prosaicos asuntos de la vida cotidiana. Cuando eras tan «asquerosamente» rico como Philip Fleck, todas tus necesidades domésticas estaban resueltas. No tenías que preocuparte por hacerte la cama, recoger las toallas húmedas del suelo, cambiar las sábanas, hacer la colada. No tenías que hacer la compra, o acercarte al quiosco a comprar el periódico, o conducir cinco manzanas para recoger la ropa de la tintorería. Ni siquiera tenías que pensar en pagar las facturas, porque, evidentemente, tenías un departamento entero de servicios financieros para gestionar tu dinero y extender tus cheques. Si querías viajar… el problema era decidir si cogías uno de los Gulfstreams o el 767. Había limusinas para recogerte cuando aterrizabas…, por no hablar de helicópteros, lanchas y (sin duda) un todoterreno HumVee propio, por si te encontrabas en zona de guerra. Había cines privados en cada una de tus residencias. No tenías que acercarte a ningún horrible multicine o a algún hotel de mala muerte, a menos, claro, que te apeteciera vivir una noche a lo pobre.

Aquél era el significado último de tener tanto dinero: te comprabas un cordón sanitario, dentro del cual estabas a salvo de todas las tediosas banalidades con las que tenía que lidiar el resto del mundo. Por supuesto, también te daba poder; pero en última instancia, el privilegio residía en la distancia a la que te colocaba de la forma de vivir de los demás. Veinte mil millones de dólares. No lograba asimilar aquella cifra, además de la estadística (citada naturalmente por Bobby) de que el interés semanal de Fleck por su fortuna ascendía a alrededor de dos millones de dólares… netos. Sin tocar un solo penique de su fortuna, tenía unos ingresos netos de unos cien millones de dólares al año para gastos. ¡Qué absurdo! Dos millones de dólares a la semana para gastos. ¿Se acordaba Fleck de lo que era (como yo me acordaba, sin duda, de aquellos años en tierra de nadie) sufrir para pagar el alquiler? ¿O tener que hacer malabarismos para pagar la factura del teléfono? ¿O tirar con un coche de diez años al que no le entraba la cuarta, porque no podías permitirte un cambio de transmisión?

O, simplemente, ¿tener toda clase de ilusiones, a pesar de que todos tus deseos terrenales estuvieran satisfechos? Y no podía evitar preguntarme cómo alteraba esa clase de ambición material la propia visión personal del mundo. ¿Te concentrabas en las cosas más cerebrales de la vida, y aspirabas a pensamientos y gestas más altos? Quizá te convertías en un rey filósofo moderno o en un príncipe Medici. O, exagerando un poco, ¿te convertías en un papa Borgia?

Sabía en lo que me había convertido yo en apenas un día chez Fleck: en un mimado. Pero debo admitir que me gustaba. Mi complejo latente de superioridad empezaba a sacar la cabeza, y gradualmente iba aceptando la idea de que tenía a todo el personal de la isla dispuesto a complacer cualquier petición por mi parte. En el barco, Gary me había dicho que, si me apetecía pasar el día en Antigua, podían llevarme en helicóptero. O, del mismo modo, si me apetecía ir más lejos, el Gulf stream se estaba llenando de polvo en el aeropuerto de Antigua, y estaba a mi disposición si lo necesitaba.

– Es muy amable -dije-. Pero creo que me quedaré por aquí ganduleando.

Y gandulear es precisamente lo que hice. Aquella noche, después de la sorpresa del chef (una bullabesa exquisita al estilo Pacífico, acompañada por un Au Bon Climat Chardonnay, igual de asombroso), me senté solo en el cine y vi un programa doble de dos películas clásicas de Fritz Lang: Más allá de la duda y Los sobornados. En lugar de palomitas, Meg se presentó con una bandeja de chocolates belgas y un Bas Armagnac de 1985. Chuck entró en la sala de proyección y mantuvimos una larga e interesante conversación sobre las aventuras de Fritz Lang en Hollywood. Estaba tan enterado de todo lo relacionado con el celuloide que le pedí que me acompañara con una copa de Armagnac y me hablara un poco de sí mismo. Me dijo que había conocido a Philip Fleck cuando los dos estudiaban en la Universidad de Nueva York a principios de los setenta.

– Fue mucho, mucho antes de que Phil fuera ni de lejos rico. Yo sabía que su padre era propietario de una empresa de embalaje en Wisconsin, pero básicamente era un estudiante más que quería dirigir, que vivía en un apartamento destartalado de la calle 11 con la Primera y que, como yo, pasaba casi todo el tiempo libre en el Bleecker Street Cinema o en el Thalia o el New Yorker, o cualquiera de los locales de reposición de Manhattan que desaparecieron hace tiempo. Fue así como nos hicimos amigos, nos encontrábamos siempre en esos pequeños cines, y nos dimos cuenta de que a ninguno de los dos le importaba ver cuatro películas al día.

»En fin, Phil estaba decidido a hacer cine de autor, mientras que mi ilusión era sencillamente tener mi propio cine, y quizá publicar algún artículo en alguna revista europea de cine de vanguardia, como Sight and Sound o Cahiers du Cinema. Entonces, durante el segundo año en la universidad, el padre de Phil murió, y él tuvo que volver a Milwaukee para dirigir los negocios de la familia. Perdimos completamente el contacto, aunque yo estaba al tanto de lo que hacía Phil, porque cuando amasó sus primeros mil millones sacando la empresa de embalaje a bolsa, salió en todos los periódicos. Y, después, cuando hizo una de esas inversiones típicas suyas que le convirtieron en Philip Fleck, no podía creérmelo. Mi antiguo compañero cinéfilo era multimillonario.

»De repente, un día, sin más ni más, en el noventa y dos, recibí una llamada de Phil en persona. Me había localizado en Austin, donde yo trabajaba como ayudante de archivista cinematográfico, en la Universidad de Texas. No era un mal trabajo, aunque sólo ganara veintisiete mil al año. Cuando me llamó no me lo podía creer. “¿Cómo me has encontrado?”, le pregunté. “Tengo gente que hace eso por mí”, contestó. Y fue directamente al grano: quería crear su propia filmoteca…, la mayor filmoteca privada de Estados Unidos…, y quería que la dirigiera yo. Incluso antes de que me dijera lo que me pagaría, acepté. ¿Qué voy a decir? Era la oportunidad de mi vida, crear un gran archivo… y para uno de mis mejores amigos.

– ¿Y ahora tiene que ir a donde va él?

– Usted lo ha dicho. El archivo principal se encuentra en un gran local cerca de su casa de San Francisco, pero tiene divisiones en todas sus casas. Yo dirijo un equipo de cinco personas que gestionan el archivo principal, pero también viajo con él dondequiera que vaya, para que me tenga a mano siempre que me necesite. Phil se toma el cine muy en serio.

No tenía ninguna duda. Porque hay que ser un fanático del cine para emplear a un archivista a tiempo completo y llevártelo a todas partes, por si acaso una noche te entran unas ganas incontrolables de ver una de las primeras películas de Antonioni, o sencillamente charlar de la teoría del montaje de Eisenstem mientras contemplas la puesta del sol sobre las palmeras de Saffron Island.

– Parece un trabajo estupendo -dije.

– El mejor -dijo Chuck.

Otra noche de sueño ininterrumpido, indicio seguro de que, después de un solo día allí, empezaba a relajarme. No había puesto la alarma ni había pedido que me despertaran. Me desperté cuando me desperté, que de nuevo fue casi a las once, y descubrí que me habían pasado otro mensaje por debajo de la puerta.

Apreciado señor Armitage:

Espero que haya dormido muy bien. Sólo quería que supiera que hemos tenido noticias del señor Fleck esta mañana. Le manda saludos y lamenta comunicarle que se retrasará tres días más. Sin embargo, estará con seguridad de vuelta el lunes por la mañana, y espera que usted siga disfrutando de la isla hasta entonces. También me ha dado instrucciones para que nos pongamos a su disposición si desea hacer algo, ir a alguna parte u organizar alguna clase de actividad.