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Recibí esa información cuando finalmente me obligué a levantarme de la cama y entrar en el baño, y vi que me habían pasado un sobre por debajo de la puerta. Lo abrí y encontré la siguiente nota:

Atontado:

Quería llamarte anoche, pero Meg me dijo que te habías metido en la cama con el osito, un vaso de leche caliente y un platito de galletas. En fin, ayer, cinco minutos después de llegar, mientras intentaba aplacar a aquel cliente tan nervioso, me llego la noticia de Wall Street de que el presidente de una nueva empresa de Internet, que la semana próxima salía a bolsa, había sido acusado por la policía de todo, desde malversación, a estafa, fraude y sodomizar a su perro. Bueno, la cosa es que mis socios y yo tenemos invertidos unos 30 millones en esa OPI, lo que significa que tengo que largarme en seguida a Nueva York a jugar a los bomberos antes de que el negocio se convierta en humo.

Tendrás que prescindir de mi compañía un par de días. Sé que en cuanto hayas leído estas líneas se te romperá el corazón, te sentirás destrozado y empezarás a descorchar botellas de champán. Me parece que ayer no sintonizamos. Por supuesto fue todo culpa tuya. Por supuesto espero que sigamos siendo amigos.

Disfruta de la isla. Serías idiota si no lo hicieras. Intentaré volver dentro de un par de días, y para entonces Herr Host debería estar de vuelta con todos los pececitos que haya atrapado.

Descansa. Tu cara da pena, un par de días al sol deberían darle un aspecto menos lamentable. Hasta pronto,

Bobby

No pude evitar sonreír. Y tampoco pude evitar pensar que Bobby era un lameculos cuando se trataba de tratar a los amigos que estaban a punto de darle la patada para siempre.

Llegó el desayuno, acompañado de una botella de Cristal de 1991. De nuevo, le dije a Meg que sólo tomaría una copa.

– Beba tanto o tan poco como le apetezca -dijo, colocando los platos en la terraza.

Acabé bebiendo dos copas y comiendo un plato de frutas tropicales que había pedido; probé el surtido de dulces exóticos y bebí café. Escuché las Piezas líricas para piano de Grieg mientras comía, y descubrí que había un discreto amplificador en una pared de la terraza. El sol ardía. El mercurio parecía haber alcanzado los treinta y cinco grados. Y, excepto revisar el correo electrónico, no tenía nada programado para el día, aparte de tomar el sol. Me arrepentí de mi decisión de conectarme a la red. Porque los comunicados matutinos del ciberespacio eran de todo menos alegres. Primero leí la siguiente y desagradable misiva de Sally.

David:

Me quedé estupefacta y más que un poco ofendida por tu descripción de mi actual problema con la Fox como una pequeña crisis. Estoy batallando por mi vida profesional en este momento, y lo que más necesito es apoyo. En cambio, estuviste condescendiente y tu respuesta me decepcionó muchísimo. Sobre todo porque necesito saber que cuento con tu confianza y tu amor.

Esta mañana tengo que ir a Nueva York. No intentes llamarme porque estaré volando. Pero mándame un correo. Quiero creer que esto ha sido solo una frase desafortunada por tu parte.

Sally

Leí dos veces el mensaje, asombrado por su totalmente errónea interpretación de mis palabras. Abrí la carpeta de los mensajes archivados y releí con atención el correo que le había enviado la noche anterior, intentando entender cómo diablos podía haber ofendido a Sally. Al fin y al cabo, lo único que había escrito era:

Por favor, llámame en cuanto tengas un hueco en tu carrera de cuádrigas. Conociéndote, estoy seguro de que habrás encontrado una estrategia para superar esta pequeña crisis. Eres la más lista, después de todo.

Te quiero. Y, para utilizar el más prosaico de los clichés, ojalá estuvieras aquí.

Ahí ya lo veía, Sally no soportaba la idea de que yo pudiera considerar «pequeña» su regia batalla, aunque lo que yo intentaba expresar era que, viéndola con perspectiva, aquella situación acabaría pareciendo una nimiedad. Sin embargo, por mucho que considerara que su respuesta era absolutamente exagerada, también sabía que Sally era una mujer que quería que la tomaran siempre en serio. Y, en consecuencia, su mirada se habría fijado inmediatamente en la palabra «pequeña» como una afrenta, por no mencionar mi intento de redimensionar la gravedad de la situación.

¡Dios mío, qué susceptibilidad! Pero yo llevaba todas las de perder, y lo sabía. Hasta entonces, Sally y yo habíamos tenido algo muy raro: una relación sin malentendidos. Por nada del mundo quería que aquél fuera el primero. Así que, sabiendo que no reaccionaría bien si le decía «Has malinterpretado mis intenciones» (porque aquello la haría pensar seguramente que estaba cuestionando su capacidad para la comunicación epistolar), decidí que era mejor cargar con las culpas. Si había algo que casi catorce años de matrimonio me habían enseñado, era esto: si quieres suavizar el ambiente después de un desacuerdo, es mejor admitir siempre que te has equivocado… aunque creas que tenías razón.

Apreté el botón de «Responder» y escribí:

Amor mío:

Lo último que desearía es ofenderte. Lo último que pienso es que lo que tú haces carezca de importancia. Mi intención era decir que eres tan buena en todo lo que te propones que esta crisis -por muy grande que pueda parecer- en el futuro se considerará pequeña, porque tú lograrás salir airosa de ella. Mi error fue no expresar claramente este sentimiento. Las palabras, para variar, me fallaron, y me doy cuenta de que te he ofendido. Me siento fatal.

Sabes que creo que eres maravillosa. Sabes que cuentas con todo mi amor y apoyo en todo lo que haces. Estoy desolado de que mi desafortunada expresión haya provocado este equívoco. Por favor, perdóname.

Te quiero.

David

De acuerdo, me había pasado con las adulaciones. Pero sabía que, por muy profesional que fuera, Sally tenía un ego muy permeable, que necesitaba ser animado constantemente. Más exactamente, una gran parte de mí sabía que, en aquel momento de nuestra relación, la estabilidad lo era todo. En consecuencia, en aquella circunstancia era mejor tragar un poco… aunque no creyera ni la mitad de lo que había escrito. También me había alarmado un poco su hipersensibilidad, y su necesidad de indignarse por una palabra mal aplicada. Sin embargo, repetí mi mantra de los últimos días: «Está pasando un mal momento. Probablemente me malinterpretaría si le preguntara la hora. Pero se tranquilizará cuando la situación se calme».

O al menos eso era lo que esperaba.

Una vez enviado el mensaje enjabonado, me enfrenté al siguiente problema: un correo de Lucy, que se inspiraba directamente en la escuela de comunicación «Que te den, sigue carta de humillación»:

David:

Te encantará saber que Caitlin lloró desconsoladamente ayer cuando le comuniqué que no vendrías esta semana. Felicidades. Has vuelto a romperle el corazón.

Para hablar de cosas prácticas (que es de lo único de lo que quiero volver a hablar contigo): he convencido a Marge para que venga de Portland en avión para cuidar de Caitlin las dos noches que estaré fuera. Sin embargo, en el último momento, sólo encontró billete en Business Class, y además tuvo que llevar a Dido y a Aeneas a la residencia para el fin de semana. El coste total, incluido el billete, es de 803,45 dólares. Espero recibir un cheque tuyo inmediatamente.

Creo que tu comportamiento en esta ocasión confirma todo lo que he advertido en ti desde que te liaste con esa divinidad inconstante llamada éxito: estas completamente motivado por el egoísmo. Y lo que te dije anoche por teléfono sigue en pie: te lo haré pagar.

Lucy

Descolgué inmediatamente el teléfono y marqué unos números. Miré el reloj: las once y catorce en el Caribe, las siete y catorce en California. Con un poco de suerte, Caitlin no se habría ido todavía a la escuela.

Tuve suerte. Mejor aún, respondió mi hija en persona. Y parecía encantada de hablar conmigo.