Martes, 28 de noviembre, 20:45 horas
Reed soñaba. Dentro del sueño sabía que estaba soñando, por lo cual era todavía mejor, ya que, incluso mientras soñaba, sabía que no se haría realidad. No se llevaría a Mia Mitchell a la cama. No le arrancaría la ropa. No besaría cada centímetro de su piel cremosa. Y, por descontado, no la penetraría con tanta intensidad como para empañar sus ojos azules.
Como nada de eso ocurriría, sabía que era mejor disfrutar del sueño mientras durase. ¡Vaya si lo disfrutaba! Gozaba tanto como ella. El cuerpo tenso de Mia se había arqueado y lo ceñía con sus músculos internos.
– ¡Por favor, Reed! -gemía la detective. No fueron los delicados susurros de Christine, sino una voz firme, lo bastante fuerte como para atravesar su placentero estupor-. ¡Reed!
Solliday despertó sobresaltado y dirigió la mirada a la ventanilla del todoterreno, cuyo cristal Mitchell aporreaba. Mia puso los ojos en blanco al verlo incorporarse con cara de sorpresa.
– Maldita sea, Solliday, pensaba que te habías desmayado por culpa del monóxido de carbono.
El teniente abrió la ventanilla, todavía aturdido a causa del sueño que había sido demasiado real como para sentirse cómodo. Estuvo a punto de estrecharla, ya que ahora sabía lo que sentiría al tener la cara de Mia entre sus manos. En realidad, no lo sabía… ni llegaría a saberlo.
– Creo que me he quedado dormido.
Mitchell parecía furiosa. ¿Por qué?
– ¿Qué haces aquí?
Reed se preguntó dónde estaba. Miró a su alrededor y reparó en la alambrada y en el puesto de seguridad de la cárcel. «Ah, claro». Recordó claramente la salida de la ciudad. Vaya con el seguimiento discreto. «¡Maldición!». Lo había pillado.
– Humm…
Se dio cuenta de que tenía la mente en blanco y el cuerpo absolutamente rígido.
Mia lo miró con expresión furibunda.
– ¿De verdad pensabas que no te había visto?
La circulación sanguínea retornó al cerebro de Solliday, por lo que se sintió más cómodo.
– Tal vez. Está bien, tienes razón, pensaba que no me habías visto. La he fastidiado, ¿no?
Mitchell suavizó su mala cara.
– Sí, pero tenías buenas intenciones. ¿Ha ido bien la cabezada?
Reed notó que le ardían las mejillas, como si el sueño que había tenido fuera un anuncio pornográfico que pasaba por su frente.
– Sí, muy bien. -Miró el edificio de la cárcel, cuyos focos resaltaban contra el firmamento, y volvió a observar a su compañera-. Si te pregunto a qué has venido, ¿me responderás que me meta en mis asuntos?
Mia entrecerró ligeramente los ojos.
– Eres muy entrometido.
– Perdona.
– Claro que también pareces agradable y relativamente inofensivo.
Reed evocó el sueño con gran intensidad, claridad y en tecnicolor. Llegó a la conclusión de que lo que Mia no supiese tampoco le haría daño.
– La mayor parte del tiempo sí.
– Hoy me has traído dos cafés y ayer un frankfurt.
Los comentarios eran cada vez más prometedores.
– Y los dos días te he dejado elegir dónde comimos.
Mia esbozó una sonrisa.
– Sí, tienes razón. -Repentinamente se puso seria-. Acabo de visitar a mi hermana.
Solliday no estaba preparado para esa respuesta.
– ¿Cómo dices?
– Ya me has oído. Mi hermana menor está en la cárcel por robo a mano armada. ¿Te sorprende?
– Sí, debo reconocer que estoy sorprendido. ¿Cuánto tiempo lleva entre rejas?
– Doce años. Vengo en el horario de visitas, como todo el mundo. No quiero que las reclusas sepan que su hermana es policía.
Reed se quedó azorado y no supo qué decir. Mia sonrió a medias, probablemente porque comprendía la mudez de su compañero.
– Como dijiste ayer, a veces es incluso peor en el caso de los hijos de los policías. Mi hermana cumple condena por haber tomado varias decisiones realmente malas. Si no sale en libertad condicional, tendrá que seguir trece años más en la cárcel.
– En ese caso, entiendes realmente lo que Margaret Hill sintió en relación con su madre. -Mitchell se limitó a mirarlo sin hacer el menor comentario-. Bueno… -Solliday se rascó la mejilla, ya que le molestaba la barba que comenzaba a crecer-. ¿Qué hacemos?
– Yo vuelvo a leer expedientes.
Reed reparó en que Mia estaba muy ojerosa y propuso:
– También podríamos cenar.
Mitchell lo observó con atención.
– ¿Por qué?
– Porque mi estómago se queja tanto que me sorprende que no lo oigas.
La detective volvió a sonreír.
– En realidad, lo oigo. Lo que te preguntaba es por qué me has seguido.
– Porque estabas cansada y te sentías culpable debido a que en una noche no has procesado la información de los expedientes, archivos que a los dos nos llevará varios días examinar. -Mia no se tragó la explicación, por lo que Solliday dio la única respuesta satisfactoria-: No me preguntes por qué, pero me caes bien y no quiero que te pase nada. Eso es todo.
Mitchell se estremeció y sus ojos adquirieron un brillo de desconfianza que lo dejó petrificado cuando la detective retrocedió un paso de gigante. Giró la cabeza para mirar el edificio de la cárcel y, cuando la volvió, su mirada era diáfana y su sonrisa ligeramente burlona.
– En ese caso, vayamos a cenar, pero no por aquí, ¿de acuerdo?
Solliday asintió.
– Me parece bien. Esta vez eres tú la que me sigue.
Martes, 28 de noviembre, 22:15 horas
Reed salió del garaje y esperó a que el pequeño Alfa Romeo de Mitchell entrase en la calzada de acceso a su casa. Se sorprendió ligeramente al ver que lo seguía cuando quedó claro que se iban a su casa, pero allí estaba, con la chaqueta gastada y lo demás. Al fin y al cabo, no era la primera vez que llevaba a cenar a compañeros de trabajo. El solterón Foster acudía regularmente a comer caliente.
Estaba claro que Foster no se parecía en nada a Mia Mitchell. Reed tuvo la sensación de que el corazón se le escapaba del pecho cuando la vio apearse. Desde donde se encontraba divisó cada una de sus curvas. «Te has vuelto loco. Es una mala idea, una idea pésima», pensó. Claro que en la mirada de la detective había percibido algo, una especie de delicada vulnerabilidad. La mañana anterior había pensado que no poseía la más mínima delicadeza, pero se había percatado de hasta qué punto estaba equivocado.
Mia se detuvo a un metro y enarcó las rubias cejas.
– ¿Vamos al Café du Solliday?
– No sé qué opinas, pero estoy harto de tomar hamburguesas en el coche.
Mitchell sonrió divertida.
– ¿Vas a cocinar para mí?
– Depende de lo que para ti signifique la palabra cocinar. Vamos. -La condujo a la cocina a través del garaje. Beth estaba junto al microondas, preparando palomitas-. Hola, cariño. -Su hija se limitó a volver la cabeza y mirarlo con furia. Puso los ojos en blanco y apartó la mirada. Consciente de que Mitchell estaba a sus espaldas, Solliday avanzó un paso-. ¡Beth!
– ¿Qué?
– ¿Qué te pasa?
Beth apretó los dientes.
– Nada.
– Será mejor que me vaya -murmuró Mitchell.
Reed levantó la mano y replicó:
– No, está bien. Beth, te presento a la detective Mitchell, mi compañera provisional. Esta es mi hija Beth, mi educada hija Beth.
La adolescente meneó la cabeza y dejó escapar un gruñido de contrariedad.
– Encantada de conocerla, detective.
– Lo mismo digo, Beth. Oye, Solliday, puedo…
La sonrisa de Reed fue forzada.
– Puedes sentarte. Beth, si eres incapaz de explicarme lo que ocurre de manera sensata, retírate a tu habitación.
– Lo que pasa es que todos me tratan como si tuviera cuatro años. Lo único que quería era quedarme a dormir en casa de Jenny. Ya está bien, incluso llevé el cepillo de dientes, pero Lauren… -Apretó los labios-. Lauren me avergonzó en presencia de todo el mundo.
– ¿Quién es todo el mundo?
– Da igual.
Las palomitas estallaron y cada chasquido fue como un puñetazo de tensión.