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– ¿Hace mucho que te dedicas a esto?

Solliday hizo un verdadero esfuerzo para relajarse.

– Más o menos trece años.

La detective trazó un dibujo en la condensación de su vaso de té.

– Fuiste bombero antes de pasarte a la OFI. Si te preguntara por qué cambiaste de trabajo, ¿dirías que me meta en mis asuntos?

– Detective, diría que te debo la revelación de un secreto. Christine me lo pidió porque tenía miedo de que yo sufriera un accidente. La investigación siempre me ha interesado y acababa de terminar los estudios universitarios. Era el momento oportuno y la hice feliz.

Mitchell pensó que seguramente Christine había sido su esposa. Los celos volvieron a aguijonearla, pero se trataba de una actitud irracional.

– Pensaba que tenía que ver con tus manos.

– Eso sería revelar dos secretos y lo haré. No se trata de algo de lo que esté muy orgulloso. Después de la muerte de Christine, estuve dando tumbos durante una temporada y acabé bebiendo demasiado. Una noche reparaba el coche y no tendría que haber bebido, pero lo hice. La batería se cayó, se partió, el ácido goteó en mis manos y dañó los nervios de las yemas de los dedos. En realidad, fue una estupidez.

Mia era capaz de comprender las estupideces.

– Todos hacemos tonterías cuando estamos aturdidos.

Solliday la miró a los ojos durante la larga pausa en silencio.

– Mia, ¿qué es lo que te aturde?

Insegura, Mitchell abrió la boca. Se sintió afectada porque de repente quiso contarle todo, revelarle sus secretos, pero la salvó una voz soñolienta que dijo:

– Reed…

En la puerta de la cocina había una mujer que aferraba una cinta de vídeo al tiempo que se frotaba los ojos. Mia la miró y observó rápidamente a Solliday. Decir que entre ellos había parecidos familiares habría sido el eufemismo del año. La mujer cruzó la cocina con la mano extendida y una sonrisa de oreja a oreja en su rostro de ébano.

– Debes de ser la detective Mitchell. Soy Lauren Solliday.

Mia se sobrepuso a la sorpresa y le estrechó la mano.

– Encantada de conocerte. Espero no abusar al presentarme tan tarde.

– En absoluto. -Lauren carraspeó-. ¿Has encontrado la lasaña?

Solliday asintió y apostilló:

– También he preparado una ensalada.

A Lauren se le escapó una sonrisa.

– La domesticidad en un hombre… ¿Hay algo que la supere?

– Su domesticidad es mejor que la mía -reconoció Mia.

– Crecimos en el seno de una gran familia en la que todos tuvimos que cocinar, incluido Reed. -Le pasó la cinta-. He grabado todo por si me quedaba dormida que, desde luego, es lo que ha ocurrido.

– ¿Qué has grabado? -quiso saber Mia.

– Lauren me contó que en el telediario se refirieron al incendio en casa de Hill. Echémosle un vistazo.

Reed las condujo a la sala e introdujo el vídeo en el reproductor mientras Mia miraba a su alrededor. La estancia era elegante sin llegar a intimidar y guardaba un delicado equilibrio. Se preguntó quién la había decorado, Lauren o Christine. La repisa de la chimenea estaba atiborrada de fotos y de media docena de obras de arte en punto de cruz y enmarcadas. La del extremo mostraba rosas silvestres con las iniciales «CS» bordadas en un ángulo. Por lo tanto, era obra de Christine. Solliday reparó en su mirada y, por error, pensó que centraba su atención en el retrato que parecía una foto de la ONU.

– Fue la última reunión antes de la muerte de mamá -explicó Reed-. Mis padres… y todos nosotros.

Mia parpadeó al contarlos por encima.

– ¡Santo cielo!

El teniente rio entre dientes.

– Formamos una pandilla temible.

– Deduzco que vuestros padres hicieron numerosas adopciones.

Lauren sonrió.

– Oficialmente adoptaron seis. Reed fue el primero.

Mia desechó la sensación de nostalgia.

– Mi mejor amiga también es madre adoptiva.

– La amiga cuyos hijos bautizaron tu pez con el nombre de Fluffy -observó Solliday irónicamente.

– La misma. Esto es lo que Dana quiere crear. Habéis tenido una familia feliz.

Lauren cogió la foto y con cariñosa precisión volvió a dejarla en la repisa de la chimenea.

– Ni más ni menos. -Le sonrió a su hermano-. Y aún la tenemos. -Lauren miró a Mia de la cabeza a los pies y vuelta a empezar. Se le escapó la sonrisa antes de afirmar-: Mia Mitchell, me alegro sinceramente de conocerte.

– Lauren… -Aunque pareció una advertencia, la mujer se limitó a sonreírle a Reed-. Veamos las noticias.

El teniente ocupó un extremo del sofá y Lauren se apresuró a sentarse en el otro, por lo que Mia quedó en el medio, perturbadoramente cerca de Reed. Estaba convencida de que la habían manipulado, pero centró su atención en el televisor cuando en la pantalla apareció la casa calcinada de Penny Hill.

En la acera había una reportera vivaracha, con la casa de Hill al fondo, y a Mia se le aceleró el pulso.

– Es Holly Wheaton -masculló Mia, disgustada, pues la odiaba realmente.

– El año pasado me volvió loco mientras investigaba el incendio de un apartamento. No le caigo muy bien -comentó Reed.

– Ya somos dos. Lauren, ¿han dado en directo la noticia en el telediario de las seis o en el de las diez? -quiso saber Mia.

– Sé que a las seis la han dado en directo. Parece la repetición de la misma noticia.

Holly Wheaton miró a la cámara con actitud franca y dijo: «A mis espaldas se encuentran los restos de lo que fue el hogar de la trabajadora social Penny Hill. Anoche su casa ardió por obra de un pirómano. El incendiario no solo acabó con el hogar de la señora Hill sino que, según los testigos, la policía cree que también le arrebató la vida».

La imagen pasó a un vídeo doméstico del incendio. «Este es el aspecto que anoche presentaba el escenario de los hechos, después de que las llamas consumieran la vivienda -prosiguió Wheaton-. Un vecino que reaccionó con rapidez filmó este vídeo pese a que estaba aterrorizado ante la posibilidad de que el incendio se propagase a su casa».

Uno de los espabilados vecinos de Penny Hill había vendido el vídeo a la prensa. Mia apretó los dientes y masculló:

– ¡Hijo de mala madre!

A su lado, en el sofá, Solliday exhaló y musitó:

– Estamos de acuerdo.

«Se trata del segundo incendio sospechoso en menos de una semana -añadió la reportera cuando el vídeo doméstico terminó y volvieron a mostrar los escombros-. En ambos casos hubo víctimas. Nos han dicho que la policía considera las muertes como homicidios».

La cámara retrocedió mientras la reportera seguía hablando; vieron la casa de Hill acordonada con el precinto amarillo de los escenarios de crímenes, a continuación las casas a uno y otro lado de la calle y los vecinos que se habían dado la vuelta para observar las cámaras. Mia se echó bruscamente hacia delante. Una mujer se encontraba al borde mismo de la imagen, junto a su coche, y miraba hacia la casa. Había algo peculiar en la posición de su cuerpo mientras contemplaba la vivienda ennegrecida. La cámara había captado una tensión sutil que trascendía la mera curiosidad.

– Mira -dijo Mia.

– La he visto -replicó Solliday con tono tenso.

«El teniente de la policía Marc Spinnelli ha presentado esta tarde una declaración «sin comentarios», pero ha programado una rueda de prensa para mañana. Les mantendremos informados de las novedades. Holly Wheaton para Action News».

Mia estaba clavada a la pantalla y dijo:

– Rebobina.

Solliday ya había empezado a hacerlo. Pasó la cinta a cámara lenta y luego imagen por imagen.

– No se ve el número de matrícula del coche de la mujer, pero es un Hyundai… de color azul y de cuatro o cinco años de antigüedad.

– Podría ser una curiosa o alguien que busca sensaciones fuertes -intervino Lauren con tono dubitativo.

A Mia le escocía la piel y el cansancio había desaparecido.

– Lo dudo mucho. ¿Te gustaría visitar mañana a Holly Wheaton? Tal vez tiene más metraje.