– Lauren cumplía mis instrucciones. Ya sabes que entre semana no duermes fuera de casa.
El microondas pitó y Beth aferró la bolsa.
– De acuerdo. -Cerró violentamente la puerta del electrodoméstico y segundos después hizo lo propio con la de su dormitorio.
Reed se volvió hacia Mitchell e hizo una mueca de dolor.
– Te aseguro que antes tenía una hija encantadora.
Mia sonrió apesadumbrada.
– Alienígenas, extraterrestres y ladrones de cuerpos, es la única explicación.
Solliday rio cansinamente, se quitó el abrigo y la americana y los dejó en una silla.
– Le daré la posibilidad de serenarse antes de hablar de los privilegios que perderá por ese berrinche. Mia, quítate el abrigo y quédate un rato.
Mia llegó a la conclusión de que ir a casa de Solliday había sido una pésima idea pero, al verlo moverse por la cocina, le importó realmente muy poco. Reed había dejado los zapatos fuera; aún tenían restos del barro de la mañana, pero estaba segura de que a las ocho en punto de la mañana siguiente brillarían como un espejo.
Fue interesante conocer a su hija; Beth tenía catorce años y se dijo que con eso estaba todo dicho. La reacción de Solliday fue más reveladora si cabe: una actitud paciente, firme y desconcertada. Bobby la habría arrojado al suelo de un revés. Ni siquiera Kelsey se había atrevido a desafiarlo en presencia de terceros. Mia apartó a Bobby de su mente y se centró en la reflexión distinta pero igualmente inquietante acerca de Reed Solliday.
El teniente se tironeaba la corbata y a Mia le pareció un gesto mucho más íntimo de lo que le habría gustado. El movimiento de los músculos bajo la camisa cuando se quitó la corbata y se desabotonó la camisa le produjo cosquillas en el estómago y un agudo pinchazo descendente.
Reed Solliday era un hombre digno de ser contemplado y, en el silencio de la cocina, a Mia no le quedó más remedio que reconocer que le interesaba. «Ten cuidado, nunca te enrollas con policías», se dijo severamente. «Pero si no es policía», razonó mientras hacía denodados esfuerzos por no clavar la mirada en el vello oscuro que asomó por el cuello abierto de la camisa. «A la mierda con los tecnicismos, domínate». Alzó la mirada y lo pilló observándola con los ojos casi negros.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Reed en un tono bajo y grave, como si le hubiese adivinado el pensamiento.
Lo que le pasaba era que Reed Solliday resultaba demasiado apetecible con la camisa desabrochada, que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con un hombre y que el deseo llamaba repentinamente y sin proponérselo a su puerta. Mejor dicho, la aporreaba con todas sus fuerzas. Dado que esas no eran las respuestas adecuadas, Mia se encogió de hombros y replicó:
– No sé muy bien por qué estoy aquí.
Solliday enarcó las cejas en una actitud desafiante y no dejó de contemplarla.
– ¿No has venido a cenar?
Mitchell tragó saliva.
– Supuse que iríamos a un restaurante cercano a la comisaría.
Reed desvió la mirada y cortó el hilo invisible que hasta entonces los había conectado. Sacó de la nevera una fuente de cristal y explicó.
– Siempre que puedo me gusta tomar comida de verdad.
Mia apreciaba realmente la comida casera.
– ¿Qué contiene?
Solliday retiró el papel de aluminio y respondió.
– Parece lasaña.
– ¿La has hecho tú?
– No. -El teniente metió la fuente en el horno-. La ha preparado mi hermana Lauren. Es muy buena cocinera.
De modo que su hermana era la que cuidaba a Beth cuando trabajaba hasta tarde. Mia se lo había preguntado y se sintió aliviada. También le fastidió que ese asunto le importara. Lo miró y lo vio buscar lechuga en la nevera.
– ¿Quieres que te ayude?
– No, gracias. No soy tan buen cocinero como lo era mi madre, pero sé preparar una ensalada.
«Como lo era…»
– ¿Tu madre está muerta?
– Falleció de cáncer hace cinco años.
– Lo siento. -Mia lo lamentó sinceramente. A juzgar por el tono nostálgico, estaba claro que Solliday quería a su madre y la echaba de menos. Pensó en Bobby y le habría gustado experimentar una fracción del pesar de Solliday, pero no lo sintió ni jamás lo sentiría-. ¿Y tu padre?
– Volvió a casarse y cuando se retiró se fue a Hilton Head. Juega al golf cada día. -Las palabras estaban cargadas de afecto y Mia se avergonzó porque sintió una punzada de envidia. Reed dejó la ensaladera a un lado y sacó de la nevera una jarra de té-. He oído mis mensajes mientras te esperaba en la… bueno, donde estabas. Ben me ha pasado el análisis del catalizador encontrado en casa de Hill. Es nitrato amónico, como el que se empleó en casa de los Dougherty. Se trata de un artículo comercial, por lo que pudieron adquirirlo en cualquier tienda de productos agrícolas. No quiero pedirle a Ben que emprenda una búsqueda infructuosa a menos que tengamos algo en lo que basarnos.
– En cuanto obtengamos pistas de los expedientes mostraremos las fotos. Les preguntaremos a los distribuidores locales de fertilizantes si recuerdan algo. ¿Qué hay de los huevos de plástico? He intentado recordar la última vez que vi huevos con panties. -Mia puso mala cara-. Tampoco es que me dedique a buscar esos artículos de tortura.
Solliday sonrió y se sentó tras servir dos vasos de té helado.
– El domingo los busqué en Google. La compañía cambió los huevos de plástico por cajitas de cartón en el noventa y uno.
– Pues nuestro chico tenía, como mínimo, tres huevos.
– Las páginas que consulté dicen que los huevos de plástico se usan para actividades artísticas y artesanas pero, como no hay un sospechoso, es como buscar una aguja en un pajar. Le pedí a Ben que llamase a todas las tiendas de arte y artesanías de la zona, pero no ha conseguido averiguar nada. Ocasionalmente los huevos se venden en eBay, por lo que es posible que su proveedor ni siquiera sea local. En realidad, lo único que tenemos es sangre y pelo pertenecientes a la víctima y huellas de calzado que podrían ser de cualquiera.
Mia reparó en el tono desalentado del teniente.
– Dale tiempo a Jack. Si nuestro hombre dejó caer algo, seguro que Jack lo encuentra. -Miró la hora y la preocupación la asaltó desde el fondo de la mente-. Pronto será medianoche. ¿Crees que volverá a actuar?
– Si no actúa esta noche, pronto lo hará. El fuego le atrae demasiado.
Mia se mordisqueó el labio inferior.
– ¿Por qué? ¿Por qué le gusta el fuego?
– Porque puede resultar fascinante e hipnótico. Destruye con aparente facilidad.
– Es poderoso -apostilló Mitchell y Solliday asintió.
– Esgrimir ese poder vuelve invencible al pirómano, aunque solo sea por un rato. Desata el caos y logra que camiones llenos de bomberos se desplacen a toda pastilla hasta el escenario. El incendiario decide los actos de los demás. Para él es como hacer bailar títeres colgados de una cuerda.
– Se trata de una compulsión -murmuró Mia y los ojos de Reed relampaguearon.
– No. Plantearlo así hace que parezca que no pueden evitarlo, pero pueden. Lo que ocurre es que optan por no evitarlo.
Mia recordó las palabras que Solliday había cruzado con Miles.
– ¿No crees en la compulsión?
– Las personas dicen que son compulsivas cuando en realidad se refieren a que la gratificación es más importante que los seres a los que hacen daño. Es lo que afirman cuando no quieren que las consideren responsables.
Mia frunció el ceño.
– ¿Crees que las enfermedades mentales no existen?
Solliday también arrugó las cejas.
– Mia, no me hagas decir lo que no digo. Creo que algunas personas padecen una enfermedad mental y realmente oyen voces o sienten que las persiguen. Jamás he conocido a un pirómano al que declarasen mentalmente incapaz. No se trata de una compulsión, sino de una elección.
En esas palabras había algo muy profundo pero, como en ese momento estaba demasiado cansada para verlo con claridad, Mia lo dejó estar e inquirió: