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«¡Ya está bien!», se regañó. Algo fallaba en esa fantasía, era distinta. Reed parpadeó varias veces y volvió a ver con claridad los pilotos traseros de los coches que lo precedían. «¡Caramba!» Agitado, volvió a abrir y cerrar los ojos, pero la imagen no cambió. La mujer de sus divagaciones no era alta, morena y con el cuerpo esbelto de una bailarina, sino rubia, de cuerpo fuerte y atlético, los pechos… las piernas… era distinta. No tenía los ojos oscuros y misteriosos, sino grandes y azules como el cielo en verano.

«¡Joder!» La mujer con la que había imaginado que hacía el amor no era Christine, sino Mia Mitchell. Se removió inquieto, pero la imagen de Mitchell siguió ocupando su mente. Estaba desnuda y lo esperaba. Después de haberla visto así, aunque solo fuese imaginariamente, le costaría lo suyo contemplarla desde otra perspectiva.

– Bueno, lo que me faltaba -masculló.

Hacer el amor con un recuerdo era seguro y fantasear con una mujer de carne y hueso resultaba demasiado peligroso. Por lo tanto, descartaría ese pensamiento. Podía hacerlo; ya lo había hecho con anterioridad. Para eso servía la disciplina.

Cuatro coches más adelante, Mia señaló su entrada a la interestatal en dirección sur. Solliday se dijo que, si tenía dos dedos de frente, seguiría su camino hasta la salida siguiente, daría media vuelta y regresaría a su casa. No lo hizo. Por algún motivo que ni siquiera trató de averiguar la siguió al tiempo que se preguntaba dónde acabarían.

Martes, 28 de noviembre, 19:00 horas

Depositó el jarrón lleno de flores en el mostrador de la recepción del hotel.

– Traigo una entrega, señora.

Una mujer menuda tecleaba al otro lado del mostrador. En su placa se leía Tania y debajo, en letra más pequeña, Subdirectora. De su cuello colgaba una tarjeta identificativa con foto y detrás una tarjeta que el individuo supuso que hacía las veces de llave maestra. Era precisamente lo que necesitaba.

La mujer levantó la cabeza y esbozó una sonrisa cansina antes de musitar:

– Enseguida lo atiendo.

El individuo bostezó y se acomodó las gafas de montura oscura. Solo eran gafas de lectura de diez dólares, pero le daban otro aspecto. Si a ello sumaba la peluca de pelo largo que había comprado por una cifra modesta, la diferencia bastaría para engañar a la cámara de seguridad.

– Tarde lo que necesite.

– Veo que trabaja hasta tarde -comentó la mujer con actitud comprensiva.

El bostezo del individuo había sido de verdad. Últimamente había trabajado hasta muy tarde un par de noches.

– A última hora recibimos varios pedidos, aunque esta es mi última entrega de hoy. Necesito irme a casa.

La sonrisa de la subdirectora fue pesarosa.

– ¡Qué suerte!

El individuo le permitió teclear treinta segundos más antes de comentar:

– Las calles están muy resbaladizas, así que tenga cuidado cuando conduzca hasta su casa. Se prevé que habrá más nieve.

– Se lo agradezco, pero no iré pronto a casa. Pasaré toda la noche aquí.

El individuo hizo una mueca.

– ¿Ha dicho toda la noche? ¡Caray!

«¿Toda la noche? ¡Maldición!» Necesitaba la tarjeta para abrir las puertas.

La mujer se encogió de hombros y siguió tecleando a toda pastilla.

– Hay dos empleados con gripe, por lo que haré doble turno. No salgo hasta mañana a las siete. -La subdirectora terminó de teclear, lo miró y le dedicó su plena atención-. ¡Vaya, qué flores tan bonitas!

No podía ser de otra manera: le habían costado cincuenta dólares.

– Son para… -Sacó un papel del bolsillo-. Para Dougherty. ¿Puede confirmar si estoy en el sitio correcto?

– Lo está -replicó-. Los Dougherty se hospedan aquí.

– ¿Las entregarán esta misma noche?

– Las entregaré personalmente en cuanto pueda escaparme un momento de la recepción.

Martes, 28 de noviembre, 20:15 horas

Al cabo de doce años, Mia ya tendría que haberse acostumbrado a ver a su hermana menor caminar por la zona de visitas ataviada con el uniforme carcelario. Kelsey se dejó caer en la silla y esperó.

La detective cogió el auricular situado junto al plexiglás y, tras unos instantes de vacilación, Kelsey hizo lo mismo.

– Ya está enterrado -afirmó Mia y Kelsey esbozó una sonrisa.

– Es lo que esperaba. Ojalá se pudra.

Mia también sonrió, aunque con pesar.

– Me habría gustado que asistieras.

– Dana te acompañó.

– Sí, acudió y se lo agradezco, pero es a ti a quien necesitaba.

Kelsey parpadeó.

– Habría ido por ti, jamás por él.

La detective lo consideró comprensible.

– Eme, ¿qué haces aquí?

Jamás le decía «Mia» sino, simplemente, «Eme». Kelsey intentaba guardar las distancias por si alguna reclusa reconocía a Mia como agente de policía. Por suerte no se parecían. Kelsey era clavada a su madre y Mia, la imagen de Bobby Mitchell. En su juventud Bobby había sido un rubio encantador que parpadeaba y abría desmesuradamente los ojos azules para parecer sincero cuando la ocasión lo requería. Mia siempre había sospechado que era mujeriego y ahora lo sabía con certeza.

– Ha ocurrido algo y tienes que saberlo. El día del funeral de Bobby fui al cementerio y… -Mitchell evocó mentalmente la pequeña lápida. Se había llevado una sorpresa mayúscula: otra traición que añadir a las precedentes-. La parcela contigua está ocupada.

Kelsey echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos.

– Por el bueno de Liam.

Mia se quedó boquiabierta y finalmente recuperó la voz para preguntar:

– ¿Lo sabías?

Kelsey enarcó las cejas y su mirada fue fría.

– ¿No estabas enterada? Qué interesante.

– ¿Cómo lo supiste?

– Cierta vez buscaba dinero en su armario y encontré una caja con una foto. Era de un crío encantador, sentado en nuestra mecedora. Supongo que se trataba del «auténtico heredero» del reino.

Mia estaba apabullada.

– Yo encontré la caja cuando fui a recoger uno de sus trajes para llevarlo a la funeraria. No la abrí hasta que volví a casa después del entierro. Cuando fui al cementerio vi el nombre de Liam en la parcela contigua a la de Bobby. Hasta entonces ni siquiera sabía que Liam existía.

En la lápida decía: Liam Charles Mitchell, querido hijo.

Una sombra oscureció el rostro de Kelsey.

– Lo lamento. Habría preferido que te enterases por otra vía. Francamente, pensaba que lo sabías. ¿Qué hizo ella?

«Ella» era su madre.

– ¿Qué hizo en el cementerio? Se aisló. -Después le dio por hablar. Mia no había tenido paciencia con su madre. Pasaría mucho tiempo antes de que volviesen a hablar con cordialidad. Mia pensó que la situación debería preocuparle más de lo que realmente le inquietaba-. Nació cuando yo tenía diez meses y murió un año después. He visto la partida de nacimiento de Liam, donde dice que su madre se llama Bridget Condon.

– Ya lo sé.

Mia se sorprendió.

– ¿Te lo contó Bobby?

Kelsey se encogió de hombros.

– Un día esperé a que se emborrachara y se lo pregunté.

Mia cerró los ojos.

– ¿Cuándo?

– Poco antes de las navidades, cuando yo tenía trece años.

Mia se acordó.

– Tuvieron que darte seis puntos en el labio.

– En el hospital ella dijo que me había caído del monopatín.

Era la forma de actuar de su madre. Hacía juegos malabares tanto en las urgencias como con las mentiras, lo que hiciera falta con tal de mantener el secreto.

– ¡Mierda, Kelsey!

– Es pasado, Eme. Ahora él está en su infierno particular.

– Le dio su apellido al niño. -Hacía tres semanas que ese tema afectaba a Mia.

– Se había ido a vivir con Bridget y pensaba casarse con la madre de su hijo.

– Quería dejarnos porque Bridget había tenido un varón y Annabelle no.

– Pero regresó después de la muerte del pequeño.

– Así es. Lo sé porque Annabelle me lo contó. -Su madre se lo explicó después de que Mia le hubiese plantado cara una vez celebrado el funeral-. Annabelle lo acogió.