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– Por favor, quiero saber en qué habitación se hospeda Joe Dougherty.

– Lo siento, señor, pero no damos esa información. Si quiere lo paso con la habitación.

Se encolerizó tanto que notó cómo le ardía la nuca.

– En realidad, quiero enviar flores para él y su esposa. Necesito el número de habitación para darlo en la floristería.

– Bastará con dar el nombre y la dirección del hotel. Nosotros entregaremos las flores en su nombre.

El tono tajante de Tania le fastidió. «Nosotros entregaremos las flores en su nombre…», repitió mentalmente con tono de burla. La muy arrogante no pensaba decirle nada. La ira lo llevó a sentir impotencia.

– Gracias, Tania. Me ha servido de gran ayuda.

El individuo colgó y miró el teléfono con los ojos entornados.

No le quedaba más opción que enviar flores. Tania se arrepentiría de haber sido tan servicial.

Capítulo 9

Martes, 28 de noviembre, 18:45 horas

Reed bostezó al tiempo que se introducía en la plaza de aparcamiento contigua a la del pequeño Alfa Romeo de Mitchell.

– No me hagas esto -protestó Mia-. Todavía tengo toneladas de lectura pendientes.

– No volverás a tu escritorio. Sé que necesito descansar y tú también, Mia.

– No volveré enseguida. Antes tengo algo que hacer. Es imprescindible examinar los expedientes, ya que de momento no tenemos ni una sola pista.

– La información obtenida en la residencia estudiantil es decepcionante -coincidió Solliday con expresión taciturna.

– Las chicas no pueden decirnos lo que no vieron. Si acechó a Caitlin, ese tío fue muy cuidadoso. Al menos podemos excluir a Doug Davis y a Joel Rebinowitz.

– Doug ha sido afortunado al tener malos modales. Su coartada es indiscutible porque está en una cárcel de Milwaukee, retenido sin fianza, por agresión con agravantes. Le diremos a Margaret Hill que su ex marido es inocente.

– Hemos tenido la suerte de que en el salón recreativo hubiese cámaras de seguridad. -En la grabación se veía con toda claridad a Joel jugando a la máquina del millón durante el horario de los hechos. Mia se frotó las mejillas con las manos y, cansada, miró a Reed-. Solliday, vete a ver a tu hija. Fluffy está muerto, por lo que ya no charla como antes. En casa no se me ha perdido nada.

El teniente no sonrió. La fatiga y el desaliento hicieron mella en él y se puso nervioso.

– Ni lo sueñes. Las personas cansadas tienen accidentes y mueren. Haz el favor de irte a casa.

Sorprendida, Mia lo miró y parpadeó.

– No estoy tan cansada.

– Eso mismo dijo el que se saltó el semáforo en rojo y se llevó por delante a mi esposa.

Solliday se arrepintió instantáneamente de haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.

Los ojos azules de Mia transmitieron comprensión.

– ¿Falleció?

– Sí.

Esa escueta palabra vibró con una cólera que lo sorprendió aunque, de momento, Reed no supo con quién estaba más enfadado.

– Lo siento sinceramente -dijo Mia y suspiró.

Reed también lo lamentaba.

– Sucedió hace mucho tiempo. -Solliday suavizó el tono de voz-. Mia, por favor, vete a casa.

La detective asintió.

– De acuerdo. Me iré a casa.

Su respuesta había sido demasiado afable y no hacía falta un investigador para saber que Mia no le haría caso.

Algo perverso asaltó a Reed. Esa mujer se las ingeniaría para que la matasen y, maldita sea, empezaba a caerle estupendamente bien. Comprendió por qué Spinnelli tenía tan buena opinión de ella. No le quedó más remedio que reconocer que Mitchell había despertado su curiosidad.

Solliday esperó a que la detective se alejara y la siguió. En el primer semáforo tuvo claro que no lo había detectado y que debía de estar agotada. Cogió el móvil, dijo «casa» y esperó a que el reconocimiento de voz cumpliese su función.

– Hola, papá -saludó Beth.

Solliday se sobresaltó porque aún había momentos en los que el identificador de llamadas le sorprendía.

– Hola, cielo. ¿Cómo ha ido la escuela?

El semáforo se puso en verde y Mitchell arrancó sin intentar quitárselo de encima. De momento, todo iba bien.

– Sobre ruedas. ¿Cuándo estarás en casa?

– Tardaré un rato. Ha habido novedades en el caso que investigo.

– ¿Qué has dicho? Aseguraste que me acompañarías a casa de Jenny Q para ver a su madre y así este fin de semana podré asistir a la fiesta. ¿Lo has olvidado?

La vehemencia del tono de su hija lo desconcertó.

– Bueno, también puedo ir mañana.

– ¡Pero si esta noche tengo que estudiar con Jenny!

Reed tuvo la sensación de que su hija escupía las palabras.

– Beth, ¿qué te pasa?

– Lo que me pasa es que me fastidia que no cumplas tu palabra. ¡Vaya!

Solliday tuvo la sensación de que su hija refrenaba un sollozo, se inquietó y se irguió en el asiento. ¡Otra vez las hormonas! Nunca recordaba cuál era la semana en la que tenía que ser más cuidadoso que nunca.

– Cielo, no te preocupes. Si para ti es tan importante le pediré a la tía Lauren que te acompañe.

– Está bien. -Beth se estremeció y suspiró-. Lo siento, papá.

Reed parpadeó.

– No te preocupes, cielo. Ponme con tía Lauren.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Lauren al cabo de un minuto.

– Este fin de semana Beth quiere ir a una fiesta a casa de su amiga y quedé con ella en ver esta noche a su madre, pero trabajo hasta tarde. -Se trataba de una pequeña mentira, de una mentira piadosa, y se sintió contrariado, pero no hizo ademán de emprender el regreso-. ¿Puedes llevarla esta noche e interrogar a la madre?

– ¿Tengo que utilizar los focos más potentes y las mangueras de goma?

Solliday rio entre dientes.

– No fastidies. No sé a qué hora volveré.

– Reed, ¿estás investigando el incendio en el que murió la trabajadora social?

Solliday puso mala cara.

– ¿Cómo lo sabes?

– Los telediarios no hablan de otro tema. Por favor, pobre mujer.

– ¿A qué telediarios te refieres?

– Al local. Fue una de las noticias principales. ¿Quieres que te grabe el de las diez?

– Me encantaría. Recuerda que Beth tiene que estar en casa a las nueve.

– Reed, hace mucho tiempo que me ocupo de tu hija -puntualizó Lauren con paciencia-. No deberías preocuparte por mi manera de cuidar a Beth, sino por la posibilidad de que me case.

– ¿Tienes previsto celebrar un gran bodorrio en un futuro inmediato? -bromeó el teniente.

– Hablo en serio. El día menos pensado me iré y tendrás que buscarme una sustituta.

– Vaya, de modo que estás hablando de que salga con alguien.

Lauren era experta en soltar indirectas.

– Encontrar a una buena esposa es mucho más fácil que contratar a una buena niñera. Mi reloj biológico empieza a funcionar y tengo que encontrar marido antes de que los cojan a todos. Hablaremos más tarde.

Reed colgó y frunció el ceño. Se preguntó qué haría con Beth cuando Lauren abandonase el nido. Sabía que no estaba dispuesto a casarse solo para conseguir una criada y niñera que viviese en casa. Ya había tenido un buen matrimonio y nada lo convencería de aceptar algo inferior. Divagó mientras seguía el coche de Mia Mitchell y recordó a Christine. Había sido la esposa perfecta: guapa, inteligente y sexy. Suspiró y se repitió que Christine había sido sexy. Decidió dejar de divagar porque solo acababa pensando en el sexo.

Cuando estaba tan cansado le costaba controlar su mente, por no hablar de su cuerpo. Recordaba todo con gran intensidad, el semblante de la mujer y lo que había sentido al hacer el amor con ella en el silencio de la noche. Recordaba haberle acariciado la piel y el pelo, la forma en la que ella pronunciaba su nombre cuando se pegaba a su cuerpo y le suplicaba que la llevase hasta el sol. También recordaba lo que había sentido cuando ella llegaba a la cumbre y lo arrastraba consigo. Lo que recordó con más claridad fue la sorprendente paz que sentía después de hacer el amor, cuando la tenía pegada a su cuerpo.