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Esa certeza lo dejó… lo dejó desconsolado.

– Reed, ya no es una niña.

– No dejas de decírmelo. -Solliday miró el techo con actitud nostálgica. Pocos meses antes nada habría apartado a Beth del partido del lunes por la noche. Últimamente se disculpaba después de cenar y aseguraba que tenía que estudiar-. Jamás imaginé que al crecer comenzarían a disgustarle las cosas que nos encantaban.

Lauren lo miró comprensivamente.

– Hasta ahora lo has tenido fácil. Tu niña placaba, saltaba y paraba la pelota con la misma habilidad que los niños. Has de tener en cuenta que los marimachos crecen y empiezan a gustarles las ropas con muchos adornos.

La palabra «marimacho» lo llevó a pensar en Mia Mitchell y en el sombrero «cómodo».

– No a todos los marimachos les ocurre lo mismo. Deberías ver a mi nueva compañera.

Sorprendida, Lauren abrió desmesuradamente los ojos.

– ¿La OFI ha contratado a una mujer?

– No, es detective de Homicidios.

Su hermana hizo una mueca.

– Vaya, qué horror.

Reed pensó en Caitlin Burnette, que yacía en el depósito de cadáveres.

– No te lo puedes ni imaginar.

– Cuéntame algo más. ¿Qué tal es la nueva tía?

Reed la censuró con la mirada.

– Si yo la llamara «tía» me pegarías.

Lauren sonrió.

– Eso es lo que más me gusta de ti. Eres un hombre muy listo y atractivo.

– Mi nueva compañera es del tipo atlético. -Su nueva compañera había sido capaz de responder a todos los desafíos que se le plantearon, ya fuese un padre desconsolado, un drogata de noventa kilos o un arrogante abogado en pañales. Los había afrontado con gran habilidad-. Eso es todo.

Lauren puso los ojos en blanco.

– ¿Eso es todo? ¿Cómo se llama?

– Mitchell.

Su hermana volvió a poner los ojos en blanco.

– Me refiero a su nombre de pila.

– Mia. -Reed descubrió que la sonoridad del nombre le agradaba y que iba con ella-. Es realmente imprevisible.

– ¿Y qué más? ¿Es rubia, morena o pelirroja? ¿Es alta o baja?

En ese momento le tocó a Solliday poner los ojos en blanco.

– Es rubia y menuda.

El teniente recordó que la coronilla de Mitchell apenas le llegaba al hombro. Dio un respingo cuando por su mente pasó la imagen de la rubia cabeza de Mia apoyada en su hombro. «Como si alguna vez pudiera pasar». Por alguna razón, fue incapaz de imaginar a Mia Mitchell apoyada en alguien. El mero hecho de haber tenido esa idea lo perturbó. «Solliday, ni se te ocurra meterte en honduras. Esa mujer no es para ti».

Lauren se había puesto seria.

– ¿Es demasiado menuda para cubrirte las espaldas?

Reed evocó la forma en la que Mitchell había dominado a DuPree.

– Está bien.

Lauren lo observaba con suma atención.

– Está claro que te ha impresionado.

– Lauren, es mi compañera, eso es todo.

– Eso es todo -se burló su hermana-. Nunca tendré más sobrinos.

Reed se quedó boquiabierto.

– ¿Qué has dicho? ¿Qué te ha hecho pensar que los tendrías? -Solliday meneó la cabeza-. Ten tus propios hijos. Yo no quiero más. Soy demasiado viejo.

– No eres viejo, simplemente actúas como si lo fueras. ¿Cuándo tuviste por última vez una cita de verdad? No me refiero a una reunión con una profesora de Beth ni a la visita a la higienista dental.

– Gracias por recordármelo. Tengo que pedir hora para la limpieza bucal.

Lauren sacó la mano del agua enjabonada y le pegó a su hermano en el brazo.

– Hablo en serio.

– ¡Ay! Esta noche no haces más que golpearme -se quejó él y se frotó el brazo.

– Y tú te dedicas a fastidiarme. Reed, ¿cuánto hace? ¿Cuándo fue tu última cita?

Reed se preguntó si su hermana se refería a una cita a la que había acudido de buena gana. Había sido hacía dieciséis años, cuando llevó a Christine a tomar café después de la clase de poesía clásica que tanto temía hasta la noche en la que la conoció. Al cabo de un rato, Christine le leyó sus poemas y fue entonces cuando bebió los vientos por ella.

– Lauren, estoy cansado. El día ha sido muy largo. Déjame en paz.

Su hermana no se dejó intimidar.

– No has tenido una cita desde… desde las navidades de hace tres años.

Solliday se estremeció.

– ¡Ni me lo recuerdes! A Beth le cayó fatal.

«Y a mí», se dijo el teniente.

– El apoyo de Beth es importante y eres joven. Cualquier día Beth será adulta y te quedarás solo. -Lauren adoptó expresión de pena-. No quiero que estés solo.

Las palabras de su hermana le afectaron, ya que la imagen de Beth adulta y fuera de casa resultó sumamente real. Como Lauren se preocupaba por él, Reed se tragó el comentario tajante de que se metiera en sus asuntos y la besó en la coronilla.

– Lauren, mi vida me gusta. Cómprale a Beth unos tejanos que no le hagan parecer una mujer de veinticinco años, ¿de acuerdo?

Reed retrocedió y su hermana le taladró la espalda con la mirada.

Una vez arriba, el aporreo de la música que Beth oía llegó hasta sus oídos a través de la puerta del dormitorio. Solliday supuso que eso también tenía que ver con crecer. Le habría gustado que no ocurriera tan rápido. Llamó a la puerta con energía y preguntó:

– ¿Beth?

La música cesó bruscamente y el perro ladró.

– Dime.

– Cielo, quería hablar contigo.

La puerta se entreabrió y la cabeza morena de su hija asomó por arriba, al tiempo que la del cachorro aparecía debajo.

– Dime -repitió Beth. Reed parpadeó y de pronto no supo qué decir. La adolescente levantó las cejas, las bajó y las frunció-. Papá, ¿estás bien?

– Me acabo de dar cuenta de que hace tiempo que no hacemos algo juntos. Este fin de semana podríamos ir… podríamos ir al cine o a otro espectáculo.

Beth entornó los ojos con actitud recelosa.

– ¿Por qué?

Solliday rio.

– Porque te echo de menos.

La adolescente parpadeó.

– Una amiga me ha invitado a pasar el fin de semana en su casa.

Reed intentó disimular el chasco que acababa de llevarse.

– ¿Quién es?

– Jenny Q. El pasado mes de septiembre conociste a su madre en el día de la escuela.

Reed arrugó el entrecejo.

– No me acuerdo. Tendré que verla de nuevo antes de que vayas.

Beth puso los ojos en blanco.

– Me parece bien. Jenny Q y yo estamos haciendo un trabajo de ciencias. Mañana por la noche me llevas en coche y así verás a su madre.

– ¿Has dicho «me llevas»? ¿Qué tal si le añadimos «por favor, papá»? No pongas los ojos en blanco cuando te hablo -espetó al ver que Beth lo hacía. Lanzó un suspiro. No había ido a discutir con su hija, aunque últimamente era lo que más hacía-. Mañana me la presentarás.

Beth suavizó su mueca de contrariedad.

– Gracias, papá.

La adolescente cerró la puerta con delicadeza y Solliday permaneció quieto durante unos instantes antes de dirigirse a su dormitorio.

En cuanto entró se detuvo y bufó. Sus sábanas seguían cubiertas de pisadas embarradas. Deshizo la cama, se sentó en el colchón y cogió la foto de Christine. Christine había sido… había sido la única. La echaba de menos. «De todas maneras, me gusta mi vida tal como es». Le agradaba en lo que la había convertido, aunque en ocasiones añoraba tener a alguien con quien charlar en los momentos de tranquilidad. Reconoció que también debía tomar en consideración los aspectos físicos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer. No hacía falta que Lauren se lo recordase.

Jamás había buscado a una sustituta de Christine. Nadie podía suplantarla. Christine había llenado su mundo de belleza y alimentado su alma. Claro que su cuerpo también tenía necesidades. En los primeros años posteriores a su muerte, pensó que podría… que podría cubrir discretamente sus necesidades con mujeres a las que no les interesasen las relaciones con futuro. No tardó en descubrir que en este planeta esos seres no existen. Cada mujer que se comprometió a que no habría ataduras acabó por necesitarlas. Cada una se sintió herida porque Reed era un hombre que cumplía su palabra.