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Reed miró el frankfurt con desagrado y titubeó. Al cabo de unos segundos se encogió de hombros.

– Tengo dificultades para manipular cosas pequeñas.

De repente el bote de monedas adquirió sentido.

– ¿Como la calderilla?

Solliday dio un mordisco y puso cara de resignación.

– Pues sí.

– ¿Y los sobres de mostaza?

– Lamentablemente, así es.

Mia puso los ojos en blanco.

– Solliday, páseme su maldito frankfurt y le pondré mostaza.

El teniente se lo entregó al tiempo que preguntaba:

– ¿Puede ponerle también un poco de salsa?

– Por descontado. -Mitchell meneó la cabeza-. ¿Por qué no lo ha pedido antes?

Solliday volvió a encogerse de hombros.

– Supongo que por orgullo.

– Dada la evaluación que esta mañana ha hecho de mí, habría supuesto que era por vergüenza -replicó y el teniente se echó a reír.

Reed poseía una risa agradable, grave y con matices, y la sonrisa hizo que su cara dejara de parecerse a la del demonio para… bueno, ¡caramba! Durante unos segundos, Mia lo observó con detenimiento. «¡Caramba!» La detective parpadeó con decisión y dirigió la vista hacia la caja de cartón que tenía en su regazo. Resultaba evidente que la señora Solliday era muy afortunada.

– Tocado, Mitchell. Debo reconocer de forma oficial que esta tarde he quedado gratamente impresionado por sus aptitudes. No había visto una jugada parecida desde la escuela secundaria.

Mia le pasó el frankfurt.

– Déjeme adivinarlo. ¿Jugaba de linebacker?

– No, de extremo, pero desde entonces ha pasado mucho tiempo.

Comieron en silencio y, cuando terminó, Mia dobló su caja de cartón.

– Dígame, ¿qué pasó?

Solliday la miró mientras masticaba el último bocado de frankfurt.

– No es asunto suyo.

Mitchell rio.

– Tocada, Solliday. Déme la caja y la tiraré a la basura. -Cuando regresó al todoterreno, Mia lo vio guardarse el móvil en el bolsillo-. ¿Ha habido una emergencia?

– No, solo tenía que llamar a casa.

Mia suspiró y apostilló:

– Le pido disculpas una vez más. Tiene que reunirse con su familia.

– Mi horario es tan flexible como el suyo. Alguien cuida de Beth cuando trabajo por la noche. Tome algo para calmar el dolor del hombro.

Mia se percató de que la señora Solliday no existía. Se dijo que el repentino acelerón de su corazón no fue de alivio, sino de puro interés. Tomó varios calmantes y se preguntó qué había pasado con la esposa del teniente, pero se abstuvo de plantearlo.

– ¿Dónde vamos?

– A Greek Row.

Tardarían un rato en llegar.

– ¿Puedo volver a leer sus notas?

Reed le pasó la libreta.

– ¿Qué ha hecho de bueno por Carmichael? -inquirió.

– El año pasado asesinaron a alguien próximo. Abe y yo fuimos los primeros en llegar. Estaba histérica y le hice compañía hasta que se sobrepuso. Es lo mismo que habría hecho por la familia de cualquier víctima.

– Evidentemente es más de lo que Carmichael esperaba.

– Eso creo. Desde entonces me he convertido en su fuente personal de noticias. Me la encuentro cada vez que me giro. Ahora me ha dado a DuPree. Si así pillo a Getts, Carmichael figurará para siempre en mi lista navideña. -Hojeó las notas del teniente-. ¿Estaba hecha la cama del cuarto de huéspedes?

Solliday se sorprendió.

– Sí. ¿Por qué lo pregunta?

– Cuando iba a la escuela estudiaba en la mesa de la cocina. Estoy segura de que no se me habría ocurrido utilizar la habitación de otra persona. ¿Por qué Caitlin estudiaba en el primer piso?

– Tal vez le entró sueño.

– Por eso he preguntado por la cama. Podría haber dormido en el sofá. Dormir en la cama de otra persona, sobre todo si te dicen explícitamente que no te quedes… me parece… -Buscó la palabra precisa-. Me parece descarado.

El teniente frunció los labios y repitió:

– ¿Descarado?

La detective meneó la cabeza y sonrió.

– No se meta con mis adjetivos -protestó-. Da la impresión de que Caitlin interpretó el papel de Ricitos de Oro y se fue a estudiar y a dormir a una casa a la que no había sido invitada.

– En el cuarto de huéspedes había un escritorio y un ordenador.

– Vaya, tendríamos que haberlo cogido para buscar correos electrónicos y el historial de navegación.

– Hablé con Ben mientras usted se ocupaba de DuPree. Dice que esta tarde Unger se ha llevado el ordenador. Intentará comprobar correos y el resto de las cosas para mañana.

– Me parece bien. Recapitulemos. Caitlin está estudiando, navegando o algo parecido. Oye un ruido, baja y encuentra al pirómano. Forcejean en el vestíbulo. Tal vez él la viola y, en determinado momento, le dispara. Sin embargo, no la quema para destruirla por completo… a menos que pensara que la convirtió en ceniza y solo se trate de un aficionado. ¿Estamos ante un aficionado?

– No lo sé. Atinó con el dispositivo del catalizador sólido. Se me ha ocurrido reflexionar sobre la explosión… Se tomó muchas molestias con tal de conseguir que reparasen en él, lo que me parece una actitud inmadura, casi pueril. Por otro lado, empleó un método complejo. Me sorprendería saber que es la primera vez que lo utiliza. -El teniente vaciló-. También me sorprendería si no volviera a usarlo.

– ¿Estamos ante un pirómano en serie?

– Esa idea ha pasado por mi cabeza -reconoció Reed-. Su modus operandi está perfectamente planificado y es grandioso. Lo imagino pensando que sería una lástima aplicarlo una única vez.

– ¡Mierda! Por lo tanto, lo único que tenemos es una chica muerta y varios fragmentos de un huevo de plástico.

– Más la huella del calzado. Antes de que me olvide, Ben dice que el laboratorio le ha comunicado que corresponde al número cuarenta y cuatro.

– Lo que significa que calza el mismo número que miles de hombres en Chicago -se lamentó Mitchell-. A menos que descubramos algo más o que vuelva a atacar, no tenemos nada.

– A no ser que estemos equivocados y que alguien acudiera a casa de los Dougherty con la intención expresa de matar a Caitlin. En ese caso, las compañeras de la residencia pueden ser útiles.

– Solo podemos abrigar esperanzas -murmuró la detective.

Lunes, 27 de noviembre, 18:00 horas

Judy Walters se balanceó en el borde de la cama y exclamó:

– ¡Ay, Señor!

Mitchell se había arrodillado junto a la compañera de habitación de Caitlin y la miraba a la cara.

– Lo siento, Judy, pero necesito que te tranquilices -afirmó la detective-. Quiero que me ayudes a responder a ciertas cuestiones. Deja de llorar.

El tono delicado suavizó la exigencia implacable contenida en las palabras, por lo que la joven se esforzó por controlar el llanto.

– Lo lamento. ¿Quién le disparó? ¿Quién fue capaz de hacer esa barbaridad?

Mitchell se sentó en la cama, junto a Judy.

– ¿Cuándo viste por última vez a Caitlin?

– El sábado… más o menos a las siete de la noche. Montamos una fiesta y había mucho ruido. Supuse que pasaría el fin de semana en el apartamento de Joel. -Parecía muy afligida-. Ay, Señor, tengo que avisarle.

Judy intentó incorporarse, pero la detective le apoyó una mano en la rodilla.

– Todavía no. El padre de Caitlin dijo que había roto con Joel.

– Es lo que Caitlin les contó para que sus padres la dejasen en paz. Joel no le gustaba a su padre.

– ¿Por qué? -intervino Reed y se sorprendió al ver la mirada furibunda de la muchacha.

– Porque su padre es un policía muy controlador y no deja de decirle a Caitlin lo que tiene que hacer.

Algo iluminó la mirada de Mitchell, pero lo controló rápidamente. Su padre había sido policía. El teniente se preguntó cuánto tenían en común Mia y Caitlin.

– ¿Solía pasar el fin de semana con Joel? -quiso saber Solliday.

– Sí, pero es imposible que Joel le haya disparado, ya que la quiere.

– Judy, ¿recuerdas qué ropa llevaba Caitlin esa noche?