Dana levantó una ceja.
– ¿Has terminado?
– Sí -contestó Mia con tono arisco e infantil, lo que en ese momento era más o menos adecuado.
– Bueno. Escucha, solo quería saber cómo estás y comprobar que no habías muerto. Una malhumorada muerta no le interesa a nadie. Mia, además de evitarme y, por lo que parece, esquivar prácticamente a todo el mundo, ¿qué has hecho las dos últimas semanas?
Mia bebió un generoso sorbo de la botella, se dirigió al armario de la cocina y sacó… sacó la caja. Se trataba de una sencilla caja de madera, sin adornos ni etiquetas. Parecía increíble que un objeto tan pequeño pudiese albergar tanto dolor. Depositó la caja delante de Dana.
– Aquí la tienes.
– ¿Por qué será que me siento como Pandora? -murmuró Dana y abrió la tapa-. ¡Vaya, Mia! -Levantó la mirada tras comprender lo ocurrido-. Al menos ahora lo sabes. Me refiero al niño.
– Encontré la caja en el armario de Bobby cuando retiré la ropa con la que enterrarlo. La abrí cuando volví a casa del cementerio porque quería guardar su placa.
Tras permanecer sobre la bandera que cubría el féretro, al llegar a la sepultura de Bobby Mitchell le entregaron formalmente la placa a la madre de Mia. Annabelle Mitchell estaba ojerosa y agotada, se volvió y depositó tanto la bandera como la placa en manos de su hija. Azorada, Mia las aceptó. Ahora la bandera tres veces plegada se encontraba junto a la tostadora. Probablemente tenía migas de galletas entre los dobleces y, salvo por la reticencia a ensuciar la bandera de su país, lo cierto es que le importaba muy poco.
La detective señaló la caja con la botella y apostilló:
– Me encontré con eso.
Dana retiró la foto de la caja.
– ¡Por favor, Mia! Es igual a ti cuando eras bebé.
La risa de Mia sonó hueca.
– Los genes de Bobby son dominantes. -Rodeó la mesa y, por encima del hombro de Dana, contempló la cara regordeta del crío que estaba sentado en una pequeña mecedora de madera, con un camión rojo en la mano. Se trataba del niño que Mia nunca había visto, aunque sabía su nombre, el día de su nacimiento y el de su muerte-. Seguro que se parece a mi foto de bebé. Esa es nuestra mecedora, quiero decir de Kelsey y mía. Bobby también nos hizo fotos en la mecedora.
– ¡Qué vulgar! -Dana habló con suavidad, pero tensó los labios-. Claro que ya lo sabíamos.
Solo Dana lo sabía; bueno, Dana, Kelsey… y tal vez su madre. Mia no estaba totalmente segura de que su madre lo supiese. Escrutó el rostro del chiquillo.
– Como yo, tiene los ojos azules y el pelo rubio de Bobby. Y también como ella, quienquiera que sea.
– Tal como suponía, has dedicado las dos últimas semanas a intentar encontrarla.
«Ella» era la desconocida que Mia había visto durante el entierro de su padre. Se trataba de una joven de pelo rubio y ojos azules y redondos… «como los míos». Durante un fugaz instante fue como mirarse en un espejo. Luego la mujer bajó la mirada y se mezcló con el montón de policías que presentaban sus últimos respetos. Después del entierro, Dana la buscó en medio del gentío, mientras Mia recibía el pésame de cada uno de los asistentes.
Aquello había sido el aspecto más difícil de esa farsa: asentir serenamente ante cada agente que le estrechaba la mano y con voz baja le aseguraba que su padre había sido un buen policía y un buen hombre. Por favor, ¿era posible que todos fuesen tan falsos?
Cuando el último policía se alejó y se quedó a solas con su madre, Mia buscó con la mirada a Dana, que negó con la cabeza. La mujer se había esfumado. Le bastó echar un vistazo al rostro de su madre para saber lo que quería averiguar: Annabelle Mitchell también la había visto. A diferencia de Mia, su madre no se sorprendió lo más mínimo. Como tantas veces en su vida, la progenitora de la detective cerró los ojos porque no estaba dispuesta a hablar de esa mujer ni del pequeño. La condenada lápida decía: Liam Charles Mitchell, amado hijo.
– Me alegro de que tú también la vieses porque, de lo contrario, ahora estaría tumbada en el diván del psiquiatra.
– Mia, no te la inventaste, estuvo presente.
Mia se terminó la cerveza.
– Así es. Lo sé. Estuvo presente entonces y también después.
Dana abrió desmesuradamente los ojos.
– ¿Regresó?
– Varias veces. No habla, se limita a mirarme. Nunca estoy lo bastante cerca como para cogerla. Dana, te aseguro que me vuelve loca. Por si eso fuera poco, sé que mi madre la conoce.
– Pero no quiere decírtelo.
– Exactamente. Es la Annabelle de siempre. De todos modos, logré que me hablase del crío. -Dejó la botella sobre la mesa y de repente notó el sabor amargo de la cerveza-. Debo decírselo a Kelsey, tiene que saberlo.
La última vez que había hablado con su hermana fue el día de la muerte de su padre y, como siempre, lo hizo a través del plexiglás. Mia nunca solicitaba un encuentro especial con su hermana. Sería contraproducente que las demás reclusas supiesen que la hermana de Kelsey Mitchell era policía.
Kelsey tenía que enterarse de lo que Mia había averiguado. Tal vez así encontraría finalmente la paz.
– Puedo ir a decírselo -propuso Dana.
– No, es mi responsabilidad. De todas maneras, te lo agradezco. Todavía tengo que asimilarlo. Hoy me han asignado un nuevo caso.
– ¿Con quién?
Mia observó atentamente la botella.
– Con Reed Solliday. Se trata de un incendio provocado.
Dana enarcó las cejas pues conocía al dedillo las actitudes de su amiga.
– Sigue.
– Parece agradable. No está casado y tiene una hija de catorce años. Se mueve como un bailarín.
– Nunca he comprendido por qué eso te excita tanto.
Mia rio muy a su pesar.
– Yo tampoco. Lo bueno es que está fuera de mi alcance.
– Acabas de decir que no está casado.
La detective se puso seria.
– También he dicho que es agradable.
Dana soltó una expresión de contrariedad.
– ¡Mia, no dejas de desconcertarme!
– No es lo que pretendo.
Dana suspiró.
– Ya lo sé. Dime… ¿Qué vas a hacer con la caja?
– No tengo ni la más remota idea. -Torció la boca-. Guardaré las placas de identificación.
Dana bajó la mirada hasta el pecho de su amiga y preguntó:
– En ese caso, ¿por qué las llevas puestas?
Mia acarició la cadena que rodeaba su cuello.
– Porque la vez que las guardé en la caja no pude dormir. No sé muy bien qué me pasó, fue una especie de ataque de pánico, así que me levanté y volví a ponérmelas. -Arrugó el entrecejo-. Sucedió la noche antes de que disparasen a Abe.
– Mia, a ti también te dispararon.
– Pues mira cómo estoy. -Abrió los brazos con expresión irónica-. He quedado como nueva.
– Me cuesta entender que una mujer tan inteligente sea tan supersticiosa.
Mia se encogió de hombros.
– Prefiero ser supersticiosa y seguir viva que ser lógica y acabar muerta.
– Si se tratara de una pata de conejo, diría que no pasa nada, que no es grave, pero son las placas de Bobby y, a menos que te las quites, sigues conectada con él. -Dana lanzó un suspiro de impotencia, se incorporó y se puso el abrigo-. Si no me voy, Ethan se preocupará. Ven mañana a casa. Te prepararé una cena especial. Los niños te han traído un regalo.
– Por favor, dime que no se trata de otro pez de colores -suplicó Mia y su amiga sonrió.
– Pues no, no es un pez de colores. -Dana la abrazó con fuerza-. Descansa.
Lunes, 27 de noviembre, 23:35 horas
Penny Hill exhaló un suspiro de alivio. La puerta del garaje estaba cerrada varios centímetros más que de costumbre. «No debería haber tomado ponche. Bueno, al fin y al cabo, era mi fiesta de despedida. ¡Por fin me jubilo! Tendría que haber llamado a un taxi». Por suerte no había chocado con otro coche ni la policía la había parado por conducir bajo los efectos del alcohol. Pensó que, de haberle ocurrido, habría quedado muy bonito en su expediente.