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Lamentablemente, ni ataduras ni dolor equivalía a nada de sexo. Por lo tanto, había prescindido del sexo. No era agradable, aunque tampoco se trataba del fin del mundo. Al fin y al cabo, la disciplina existía. Las lecciones que había aprendido con los militares le resultaron muy útiles. Le gustaba su vida, su vida tranquila, pero esa noche la tranquilidad le resultó más intensa que de costumbre.

Dejó la foto de Christine sobre la mesilla de noche y abrió el cajón en el que durante once años había escondido el libro bajo una pila de tarjetas de felicitación de cumpleaños y del día del padre. Lo retiró con cuidado de su lugar seguro y con el pulgar acarició la cubierta. No era más grande que la palma de su mano y estaba lleno de Christine. El libro se abrió en la página más sobada, la del poema que había titulado, sencillamente, «Nosotros».

Pálida rama verde y dorada,

tallo flexible y hojas tiernas,

demasiado nuevas para ser certeras.

Sujeto en un puño peñascoso

que la sombra protege,

mantiene firmes las raíces como cabellos de ángel,

repele el viento

y suaviza las gotas de lluvia

hasta convertirlas en un beso.

Despliega sus frondas

agazapada en la ladera barbuda de la roca

y absorbe la luz matinal.

Alimentada por su esencia mineral,

se torna florida en la vida que él le ofrece

hasta que no sabes quién salvó a quién.

Su dosel se ha convertido en el tejado que cubre la cabeza del hombre.

Su hendidura pétrea se ha trocado en los cimientos mismos de la mujer.

Alguien llamó delicadamente a la puerta y a Solliday se le disparó el corazón. Guardó el libro bajo las tarjetas y se sintió ridículo. Solo se trataba de un libro y no tenía motivos para ocultarlo como si fuera un secreto terrible.

No, no solamente era un libro, sino un recuerdo. «Es mi recuerdo».

– Adelante.

Lauren asomó la cabeza con expresión de descontento.

– Perdona, Reed, me he pasado.

– No te preocupes. Déjalo estar.

– De acuerdo… Buenas noches.

Lauren cerró la puerta y Solliday soltó un suspiro.

De repente rio porque de la nada evocó la imagen de Mia Mitchell de puntillas y cara a cara con aquel arrogante aspirante a abogado.

– Un rapero matón que quiere que seas su mejor amigo… -musitó.

Supuso que, para la detective, la lectura de poesía no sería su primera cita ideal. Mia Mitchell preferiría una actividad física, como un partido de fútbol o de hockey. «Si la invitara a salir, iríamos a un partido», pensó, y meneó la cabeza al reparar en el serpenteo de sus divagaciones. Jamás la invitaría a salir.

No habría primera cita con Mia Mitchell. No era el tipo de mujer que le gustaba. Miró largamente la foto de Christine y supo que ella sí que era su tipo de mujer. Su esposa había sido pura gracia y elegancia y la mirada se le iluminaba cuando tenía ganas de hacer travesuras o divertirse. Mitchell era desfachatada y descarada, sus movimientos estaban cargados de energía contenida y sus comentarios carecían de matices.

Clavó la mirada en el cajón donde había escondido el libro. Esos versos habían transmitido los sentimientos de Christine y también los suyos. Le pareció imposible que una mujer como Mia Mitchell apreciase el delicado equilibrio entre palabras y emociones. Claro que eso no convertía a Mia en una mala persona; simplemente, no era el tipo de mujer que le gustaba.

Tampoco tenía la menor importancia. Su trato era estrictamente profesional y transitorio. Cuando atrapasen al asesino de Caitlin Burnette, Reed volvería a su rutina, que era exactamente lo que le gustaba. Recogió las sábanas sucias y se dijo que durante el descanso tendría tiempo de poner una lavadora. Vería el partido, se comería la pizza que había sobrado el fin de semana y bebería una cerveza. Era una buena vida.

Lunes, 27 de noviembre, 20:00 horas

Beth Solliday se quitó el albornoz que se había puesto a la carrera cuando su padre llamó a la puerta y se situó ante el espejo de cuerpo entero. Analizó críticamente el equilibrio de color y estilo de la ropa que había elegido para el fin de semana. Jenny Q la había encargado por internet. Era imposible que su padre se enterase de que la había comprado. Durante dos meses se había saltado el almuerzo a fin de ahorrar para adquirirla y sabía que valía la pena.

Llamó a Jenny.

– Soy Beth. -Sonrió-. Mejor dicho, Liz.

– ¿Seguimos adelante?

– Ya está todo listo. Le dije que el otoño pasado había conocido a tu madre.

– Perfecto. Le diré a mi madre que lo conoce. Como nunca se acuerda de nada…

– Bueno. Nos vemos mañana por la noche.

– Tráelo todo.

– ¡Ya lo creo!

Beth colgó y giró sobre sí misma. Se puso el pijama y escondió la ropa comprada por internet. No tardaría en empezar a salir y a vivir la vida. Había dejado de ser una cría.

Capítulo 6

Lunes, 27 de noviembre, 20:00 horas

Mia le mostró la placa a la enfermera.

– Vengo a visitar a Abe Reagan.

– Señora, no es horario de visitas.

– Vengo a hablar de la herida de bala del detective Reagan. Tenemos una pista.

La enfermera se mordió los carrillos.

– Vaya, vaya. Detective, ¿qué lleva en la bolsa?

Mia miró la bolsa de papel de estraza donde llevaba baklava, uno de los dulces preferidos de Abe. Levantó la cabeza y repuso con cara seria:

– Fotos de delincuentes.

La enfermera asintió y le siguió la corriente:

– Está en la tercera habitación a contar desde el final. Dígale que la aguja que utilizaré será enorme si esta noche le sube la tensión por comerse las fotos de delincuentes.

– ¡Cuánta maldad! -ironizó Mia al oír que la enfermera reía a sus espaldas.

Con un nudo en el estómago, la detective se dirigió lentamente a la habitación de Abe. Se detuvo ante la puerta y estuvo a punto de darse la vuelta pero, como había dado su palabra, llamó.

– Váyase. No quiero más gelatina, puré de manzana o lo que sea -repuso Abe con tono quejumbroso y, pese a no tenerlas todas consigo, Mia sonrió.

– ¿Qué opinas de esto? -preguntó y le mostró la bolsa al tiempo que entraba.

Abe estaba sentado en la cama y veía el partido por televisión. Le quitó el volumen al televisor y se volvió hacia su compañera con una mirada cautelosa que borró la sonrisa de los labios de Mia.

– Depende. ¿Qué traes? -Abe miró el contenido de la bolsa e irguió la cabeza con expresión inescrutable-. Puedes quedarte.

Incómoda, Mia se metió las manos en los bolsillos y escrutó el rostro del detective. Estaba más delgado y pálido. El corazón de Mia pareció detenerse cuando la invadió una nueva oleada de culpa. Abe no dijo nada y se limitó a observarla con actitud expectante. Mia se llenó la boca de aire y lo expulsó antes de decir:

– Lo lamento.

– ¿Qué lamentas? -preguntó Abe sin inmutarse.

Mia desvió la mirada.

– Todo. Lamento que te disparasen y no haber venido a visitarte. -Se encogió de hombros-. Lamento que te pinchen con una aguja enorme en el caso de que te comas lo que hay en la bolsa.

Abe masculló algo ininteligible.

– Cháchara de enfermeras. No me dan miedo. Siéntate.

Aunque hizo caso, Mia fue incapaz de mirarlo a los ojos. Aguantó el silencio tanto como pudo antes de espetar:

– Dime… ¿Dónde está Kristen?

– En casa, con Kara. -Kara era la hija que Abe trataba como el precioso tesoro que realmente era-. Por favor, Mia, mírame.

Los ojos azules de Abe no revelaron ira, sino pesar al comprobar que Mitchell no sabía si sería capaz de soportarlo. La detective se puso de pie, pero su compañero la sujetó del brazo.

– Mia, haz el favor de sentarte. -Abe aguardó a que tomase asiento y lanzó una maldición en voz baja-. ¿Se te ha ocurrido pensar, aunque solo sea por un instante, que te responsabilizo de lo ocurrido?