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Mitchell lo miró a los ojos.

– Supuse que lo habías hecho, aunque sabía que no me culparías.

– Mia, no tenía la certeza de que estabas bien… -Tragó saliva con dificultad-. Me figuré que habías decidido perseguirlos y yo no estaba para cubrirte las espaldas -se sinceró con un tono grave.

La detective rio con pesar.

– Los perseguí, pero no los encontré.

– Te ruego que no vuelvas a hacer lo mismo.

– ¿A qué te refieres? ¿A permitir que te disparen?

– También a eso -replicó Abe secamente-. Kristen dice que esta mañana te ha soltado una buena.

– Espero no tener que enfrentarme con ella en un tribunal. Me sentí como una mierda.

– Habrías sido lo peor de este mundo si Kristen no se hubiese compadecido. Le dijiste que aquella noche no prestabas atención. ¿Por qué? -Abe impidió que Mitchell se explicase-. No digas nada. Hace demasiado que somos compañeros y sabía que algo te preocupaba.

Mia exhaló un suspiro.

– Supongo que mi padre, el funeral… Me derrumbé.

Abe entornó los ojos porque no creyó ni una sola palabra. Mia pensó que ya sabía que no se lo tragaría.

– ¿Es tan malo que no puedes decírmelo?

Mitchell cerró los ojos y vio la lápida contigua a la de su padre y los ojos de la desconocida, que se cruzaron con los suyos.

– Si te digo que sí, ¿te ofenderás?

Abe titubeó unos segundos e inquirió en un tono bajo:

– Mia, ¿tienes problemas?

La detective abrió los ojos de par en par y reparó en la expresión preocupada de su compañero.

– No, los tiros no van por ahí.

– ¿Estás enferma? -Abe hizo una mueca-. ¿Te has quedado preñada?

– No y no.

Abe dejó escapar un suspiro de alivio.

– Tampoco tiene que ver con un hombre porque hace tiempo que no sales con nadie.

– Gracias -repuso Mia con ironía y Abe sonrió-. Casi lo había olvidado.

– Solo pretendía ayudarte. -La sonrisa de Abe se esfumó-. Si necesitas hablar, ven a verme, ¿de acuerdo?

– De acuerdo. -Mia se alegró de cambiar de tema-. Tengo novedades. ¿Te acuerdas de Getts y DuPree?

– Vagamente -respondió y su tono se volvió árido.

– Al parecer, heriste a DuPree antes de que Getts te disparara.

Abe entrecerró los ojos y se centró en el tema.

– Me alegro. Espero que al cabrón le duela hasta el alma.

– DuPree está todavía peor. -Más que sonreír, Mia se limitó a mostrar los dientes-. Hoy lo he detenido. Joanna Carmichael me dijo dónde estaba. -Abe abrió desmesuradamente los ojos y Mia asintió muy a su pesar-. Yo también me he llevado una soberana sorpresa. Supongo que tanto sigilo por su parte por fin da resultados. Lo lamentable es que Getts escapó.

– ¡Maldito sea! -espetó Abe con suavidad.

– Lo lamento.

– Mia, deja de decir tonterías. A ti también te disparó y ahora sabe que conoces el sitio en el que suele estar. Por si eso fuera poco, has detenido a su compinche. Getts desaparecerá una temporada o plantará cara.

– Me la juego a que se esconderá.

– Hasta que te pille por sorpresa. No les vi las caras, pero tú sí. Eres la única que puede identificar a Getts. Los buscábamos por asesinato y ahora se trata del intento de asesinato de un policía. ¿Crees que querrá verte vivita y coleando?

Mia ya lo había pensado.

– Tendré mucho cuidado.

– Dile a Spinnelli que, hasta mi regreso, te asigne un compañero que te cubra las espaldas.

– Ya lo tengo… al menos de forma provisional -se apresuró a añadir Mitchell al ver que Abe enarcaba sus oscuras cejas.

– ¿De verdad? ¿Quién es?

– Me han asignado a la OFI por un caso de incendio provocado con homicidio. Se llama Reed Solliday.

Abe se inclinó.

– ¿Y qué más? ¿Es joven o viejo? ¿Es novato o experimentado?

– Posee bastante experiencia y pocos años más que tú, los suficientes como para tener una hija de catorce años. -Mia se estremeció de forma exagerada-. Lleva los zapatos demasiado brillantes.

– Deberían azotarlo.

Mitchell rio entre dientes.

– Al principio me resultó desagradable, pero creo que es un buen tipo.

Abe abrió la bolsa y Mia supo que estaba todo perdonado.

– ¿Quieres? -preguntó el detective.

– Me he comido mi ración cuando venía para el hospital. Si la enfermera pregunta algo, la bolsa contiene fotos de delincuentes.

Abe miró furtivamente en dirección a la puerta e inquirió:

– ¿La oyes?

Mia disimuló la sonrisa.

– Me parecía que no le tenías miedo a las enfermeras ni a su cháchara.

– Te he mentido. La enfermera de noche es el anticristo. -Abe cogió un trozo de baklava y se recostó en la almohada-. Háblame del incendio provocado y no te saltes ni una coma.

Lunes, 27 de noviembre, 23:15 horas

Penny Hill no estaba en casa. ¿Por qué no estaba?, se preguntó. Miró la hora y volvió a observar la casa que la noche anterior había examinado meticulosamente. La víspera, la mujer estaba y a las once ya se había acostado. Esa noche él había regresado dispuesto a actuar, pero la mujer no estaba. Oculto por los frondosos árboles de hoja perenne, miró por la ventana hacia el interior y solo vio un perro que dormía en el suelo de la sala. Apretó los dientes.

Tenía tres opciones: la primera, regresar al día siguiente por la noche; la segunda, incendiar la vivienda en ausencia de la mujer y, la tercera, tener paciencia y esperar. Evaluó las posibilidades y los riesgos de la espera y de que lo viesen. Pensó en las recompensas de la cacería. La última vez había renunciado a la presa debido a su ansiedad por las llamas. Esa noche quería algo más. Se acordó de la pequeña Caitlin y experimentó un estremecimiento de inquietante placer. Recordó la energía que había discurrido por su cuerpo y ese ímpetu indescriptible.

Deseaba volver a sentir el mismo ímpetu, el poder total y absoluto de la vida y la muerte.

Por no hablar del dolor… Quería que la muy zorra sintiese un gran dolor y pidiera clemencia.

Quería que Penny Hill pagase. Tensó los labios con actitud lobuna y decidió esperar. Al fin y al cabo, tenía tiempo, todo el tiempo del mundo, lo que lo diferenciaba de Penny Hill. Penny Hill contaría hasta diez y se iría al infierno.

Lunes, 27 de noviembre, 23:25 horas

Mia subió la escalera y llegó a su apartamento. Suponía que correr una hora le serviría para quemar energía y nerviosismo, pero solo había conseguido acabar bañada en sudor y con dolor en el hombro cubierto de esparadrapo. En cuanto abrió la puerta del piso reparó en la diferencia. El ambiente era cálido y olía a… ¿tal vez a mantequilla de cacahuete?

– ¡No dispares, soy yo!

Mia vació de aire los pulmones.

– Maldita sea, Dana, podría haberte herido.

La mejor amiga de la detective estaba sentada a la mesa de su pequeño comedor y había levantado los brazos.

– Te devolveré la mantequilla de cacahuete.

Mia cerró la puerta del apartamento y echó los cerrojos.

– ¡Ja, ja, ja! Una cómica muerta no le interesa a nadie. ¿Cuándo has llegado?

Dana y su marido habían llevado a sus hijos adoptivos a pasar Acción de Gracias en la costa oriental de Maryland con unos viejos amigos de Ethan.

– Ayer a medianoche. Esta mañana ha sido muy divertido levantar a los niños para que fuesen a la escuela. Los acompañamos al autobús y volvimos a la cama.

Mia sacó dos cervezas de la nevera.

– Y meterte en la cama con Ethan es tan desagradable… -se burló.

Dana sonrió.

– Sobreviviré. -Meneó la cabeza e hizo una mueca a la cerveza que su amiga le ofrecía-. Gracias, pero no. Combina mal con la mantequilla de cacahuete. -Dana esperó a que Mia se sentara-. No respondiste a mis llamadas telefónicas y estaba preocupada.

– Ponte a la cola. -Mitchell suspiró al ver la expresión irritada en los ojos castaños de Dana-. Lo lamento. Por favor, me siento como un disco rayado. Hoy no he hecho más que repetir que lo lamento.