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– Habéis venido al lugar indicado.

El general se acercó a una tabla, pegada a la pared, que mostraba una lista de treinta nombres. Dieciocho estaban tachados con rayas rojas; había anotaciones en los márgenes. Sano no reconoció ninguno de los nombres.

– Trataban de pasar desapercibidos -explicó el general-. Usaban alias cuando viajaban de un lado a otro. Era difícil seguir el rastro de sus movimientos. -Señaló los nombres tachados de rojo-. Estos hombres murieron en la batalla cuando asaltamos la casa de Yanagisawa. Mis hombres mataron a la mitad. Los demás prefirieron suicidarse a que los tomáramos prisioneros. Sin embargo, los otros doce no se hallaban en el recinto en ese momento, y escaparon. Capturarlos ha sido una prioridad porque creemos que son cabecillas del movimiento clandestino y responsables de ataques contra el Ejército.

Sano se alegró de tener nuevos sospechosos, pero la perspectiva de localizar a doce implicaba un trabajo muy arduo.

– ¿Habéis atrapado a alguno?

– Estos cinco. -Isogai dio unos golpecitos con el dedo en los nombres-. El invierno pasado tuvimos un golpe de suerte. Pescamos a uno de sus secuaces y lo torturamos hasta que nos reveló dónde encontrarlos. Cercamos su escondrijo, los prendimos y los ejecutamos.

– Eso reduce las posibilidades -dijo Sano, aliviado. Si sólo disponía de dos días para atrapar al asesino antes de morir, tendría que trabajar rápido-. ¿Tenéis alguna pista sobre los demás?

– Estos últimos siete son los más listos. Es como si fueran fantasmas de verdad. Nos acercamos a ellos y… -El general agarró el aire y luego abrió la mano vacía-. Lo único que tenemos últimamente es un puñado de posibles avistamientos, de informadores no demasiado fiables.

Abrió un libro de su escritorio y pasó el dedo por una columna de caracteres.

– Todos fueron vistos en salones de té de la ciudad. Varios eran lugares donde los hombres de Yanagisawa solían beber antes de la guerra. Os haré una copia de los nombres y las localizaciones, junto con los nombres de los siete soldados de élite que siguen dados a la fuga. -Mojó en tinta un pincel y escribió en una hoja, que secó antes de entregar a Sano.

– Muchas gracias -dijo éste, confiando en tener el nombre del asesino y la clave de su paradero.

– Si el Fantasma es un miembro del escuadrón de Yanagisawa, os deseo más suerte para atraparlo de la que hemos tenido nosotros -dijo el general.

Intercambiaron reverencias y, cuando Sano daba la vuelta para partir, Isogai dijo:

– Por cierto, si vos y vuestros hombres os enfrentáis con esos demonios, tened cuidado. Durante el asalto a la casa de Yanagisawa, los dieciocho mataron a treinta y seis de mis soldados antes de ser derrotados. Son peligrosos.

En los ojos del general centelleó una sardónica comicidad.

– Pero a lo mejor eso ya lo sabéis por experiencia propia.

Capítulo 23

Pasaba del mediodía, y el sol había evaporado la niebla, cuando Reiko salió del poblado hinin tras buscar a Yugao. Nadie había visto allí a la mujer desde su detención. Desanimada pero resuelta, fue al distrito del ocio de Riogoku Hirokoji.

Escoltada por el teniente Asukai y sus demás guardias, avanzó por la bulliciosa y abarrotada avenida. Pensó en el comisario Hoshina y miró hacia atrás para ver si alguien la seguía. Mientras dudaba a quién preguntar primero por Yugao, el viento sacudió las linternas de los tenderetes. Las borlas desprendidas de una armadura durante una pelea trazaban remolinos por el suelo con el polvo. Una masa de nubes de tormenta se extendió por el cielo como tinta sobre papel mojado. Una lluvia cálida se abatió sobre Reiko. Ella, sus escoltas y los centenares de transeúntes corrieron a cobijarse bajo los aleros de los puestos. El viento barría la lluvia en láminas que empaparon la avenida vacía; se formaron charcos. El puesto en el que se habían resguardado Reiko y sus guardias ofrecía juguetes baratos como premio por lanzar bolas por una rampa y colarlas en agujeros. Sólo una persona más había hallado cobijo allí: un hombre, y el mono que llevaba atado con una correa.

El mono lanzó un grito a Reiko. Llevaba armadura, casco y espadas en miniatura. Los guardias rieron. El mono la sorprendió tanto que apenas reparó en el amo hasta que éste dijo:

– Disculpad los malos modales de mi amigo.

En ese momento Reiko vio que era tan llamativo como su acompañante. No era más alto que ella, con una mata de pelo crespo y enmarañado, así como un profuso vello corporal. Unos ojos como cuentas devolvieron la mirada estupefacta de Reiko; unos dientes afilados sonrieron por debajo de su bigote. Para mayor asombro, lo reconoció.

– ¿Eres el Rata? -preguntó.

– El mismo. A vuestro servicio, bella dama.

– Tenemos un conocido mutuo -dijo Reiko-. Se llama Hirata, y es el sosakan-sama del sogún. -Hirata le había contado que el Rata procedía de la norteña isla de Hokkaido, famosa por el hirsuto vello corporal de sus nativos. Mercadeaba con la información que recogía en sus viajes a lo largo y ancho de Japón en busca de nuevos monstruos para su espectáculo en el distrito del ocio del otro lado del río, y era confidente de Hirata.

– Ah, sí -dijo el Rata. Hablaba con un extraño y rústico acento bronco-. Oí que habían herido a Hirata-san en una pelea. ¿Cómo está?

– Mejor -respondió Reiko.

Sus guardias intentaron acariciar al mono, pero este desenvainó su minúscula espada y los atacó. Retrocedieron entre carcajadas. El Rata examinó a Reiko con curiosidad.

– ¿Quién sois? -Ella recordó que debía ser discreta, pero antes de que acertara a inventarse una identidad falsa, él la señaló con un dedo peludo-. No me lo digáis. Tenéis que ser la dama Reiko, la mujer del chambelán.

– ¿Cómo lo has sabido?

– El Rata conoce gente -repuso él con una mirada sagaz.

– Por favor, no le cuentes a nadie que me has visto aquí.

El Rata le guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios.

– Yo no cuento nada sobre mis amigos, y cualquier amigo de Hirata-san es amigo mío. ¿Qué hace una distinguida dama como vos por aquí?

Reiko se animó.

– Estoy buscando a alguien. A lo mejor puedes ayudarme.

– Me encantaría; y, por ser vos, renunciaré a mis habituales honorarios. ¿De quién se trata?

– De una mujer llamada Yugao. Escapó ayer de la cárcel de Edo. -Reiko la describió-. ¿La has visto?

El Rata sacudió la cabeza.

– Lo siento. Pero mantendré los ojos abiertos. -El mono chilló y blandió su espada hacia los guardias de Reiko, que habían desenvainado las suyas y libraban contra él una batalla de mentirijillas-. ¡Eh, no le hagáis daño! -dijo el Rata, y le preguntó a Reiko-: ¿Por qué encarcelaron a Yugao?

– Mató a su familia. Los apuñaló.

La expresión del hombre se animó de interés.

– Me sorprende no haber oído nada. ¿Dónde pasó?

– En el poblado hinin.

– Ah. -El interés del Rata se esfumó, como si los crímenes entre hinin fueran rutinarios e irrelevantes-. ¿Por qué busca la esposa del chambelán a una paria fugada?

Antes que explicarle la triste historia, Reiko prefirió decir:

– Mi padre me ha pedido que la encontrara. Es el magistrado que la juzgó por los asesinatos.

El Rata enarcó sus pobladas cejas, insinuando que quería más explicaciones. Reiko no añadió nada. El mono atizó al teniente Asukai en la pierna con su espada. El agredido lanzó un grito de dolor y sus camaradas se deshicieron en carcajadas.

– Os lo merecéis, por incordiar a un pobre animalito -gruñó el Rata; luego dijo-: La ley se mueve por caminos extraños, ¿y quién soy yo para cuestionarla? Pero, ya que tengo el privilegio de hablar con la hija del magistrado, tal vez sabréis decirme si esos otros asesinatos llegaron a esclarecerse.

– ¿Qué otros asesinatos? -preguntó Reiko, impaciente porque dejara de llover para continuar con su búsqueda. Su pensamiento derivó hacia Sano, y el miedo la atenazó. ¿Haría efecto el toque de la muerte antes de que pasaran dos días?