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Capítulo 24

En una cochambrosa calle del distrito maderero de Honjo, Sano y los detectives Marume y Fukida montaron a lomos de sus caballos delante de un salón de té. Las linternas rojas colgadas de sus aleros resplandecían en el neblinoso crepúsculo; sus reflejos en los charcos de lluvia parecían sangre derramada. Sano vio cómo sus guardias hacían salir al anciano propietario, dos camareras y tres clientes borrachos. Todos parecían confusos y asustados porque los había interrogado y arrestado, cosa que ya había hecho con todo aquel al que había encontrado en cinco lugares más de la lista que le había dado el general Isogai.

– No puedo creer que alguna de estas personas sea el Fantasma -comentó el detective Marume.

– Yo tampoco -dijo Fukida-. No son la clase de gente que conocería los secretos del dim-mak o integraría el escuadrón de élite de Yanagisawa.

Sano estaba de acuerdo. La frustración lo reconcomía porque había dedicado el día a esa búsqueda, y las personas que había atrapado en las otras redadas tenían tan pocos visos de ser el asesino como ésas. Con todo, dijo:

– Imaginemos que el Fantasma se mueve disfrazado. No voy a correr el riesgo de atraparlo y soltarlo. -Se dirigió a los guardias-. Metedlos en la cárcel con la gente que hemos detenido antes.

– ¿Probamos el siguiente sitio de la lista?

Sano echó un vistazo al cielo encapotado, que oscurecía con rapidez. A ese ritmo jamás lograría atrapar al asesino antes de la noche del día siguiente. Podía morir antes de poner freno al reinado del terror del Fantasma y cumplir su deber. Tenía los nervios a flor de piel y un impulso constante y obsesivo de buscar en su cuerpo la contusión con forma de huella, el heraldo de la muerte. No podía permitirse perder un momento. Aun así, si le quedaba poco más de un día por vivir, no quería pasarlo cazando a un espectro por calles mojadas y desoladas cuando ni siquiera podía estar seguro de que el Fantasma era uno de los siete soldados de élite fugitivos de Yanagisawa. Experimentó un anhelo abrumador de ver a Reiko y Masahiro. Las horas previas al día siguiente podían ser las últimas que pasara con ellos.

– Antes pasaremos por casa -dijo.

Cuando llegaron al castillo, la noche había caído sobre la ciudad. Las antorchas de la puerta destellaban y humeaban en la niebla. De vez en cuando el humo de una hoguera pasaba flotando sobre el paseo desierto. Sano y sus hombres recorrieron los pasajes vacíos, salvo por los centinelas de los controles. El castillo era una fortificación bajo asedio de un enemigo invisible, en que la mayoría de sus ocupantes se agazapaban tras puertas cerradas a cal y canto y legiones de guardaespaldas. En su complejo, Sano dejó a los detectives en sus dependencias y fue derecho a sus aposentos privados.

Masahiro se le acercó corriendo por el pasillo, con los brazos tendidos, gritando:

– ¡Papá, papá!

Sano lo levantó y lo abrazó. Apoyó la cara en su pelo suave e inspiró su aroma fresco y dulce. ¿Sería la última vez? El corazón le dolió al decir:

– ¿Dónde está mamá?

– Mama fuera.

– ¿Ah, sí? -Lo inquietó saber que Reiko andaba fuera a esas horas y en los tiempos que corrían, y lo sorprendió que, tras el ataque contra él de la noche anterior, ella hubiera seguido pendiente de sus asuntos como si nada. ¿No debería estar allí esperándolo?

Oyó unos pasos rápidos y ligeros en el pasillo, y apareció Reiko. Llevaba una capa de tono apagado sobre unos ropajes sencillos. Parecía cansada y triste, pero se animó al verlo con Masahiro.

– Cómo me alegro de encontrarte en casa -dijo. Masahiro se estiró hacia ella, que lo tomó de brazos de Sano-. Tenía miedo de que no volvieras.

– ¿Dónde has estado?

La sonrisa de Reiko se desvaneció ante el tono cortante.

– He ido a decirle a mi padre que he terminado con la investigación.

A Sano lo asombró y molestó. ¿Tan importante era esa tarea para dejar la casa? Podría no haber llegado a verla antes de retomar su caza del asesino. Debería haber mandado un mensajero.

– ¿Y has esperado hasta estas horas de la noche?

– Bueno, no. -Reiko vaciló, y añadió con tiento-: He ido esta mañana. Pero entonces mi padre me contó que había habido un incendio en la cárcel y Yugao se había fugado. Pensé que valía más que la buscara. Eso es lo que he estado haciendo todo el día.

– Espera. ¿Quieres decir que te has enredado todavía más en ese asunto de esa paria asesina? ¿Después de decirme que habías acabado con el asunto?

– Sí, te lo dije. Pero tenía que buscarla -repuso Reiko a la defensiva-. Es culpa mía que se escapara. No podía quedarme de brazos cruzados.

Aunque su explicación era razonable, el dolor de Sano estalló en cólera porque se había desentendido de sus deseos.

– Ya sabes lo difícil que es la posición en que me encuentro -gritó-. ¡No puedo creer que seas tan egoísta y testaruda!

Los ojos de Reiko destellaron.

– No me grites. Eres tú el egoísta y testarudo. Preferirías que dejara suelta a una asesina en lugar de hacer lo posible por atraparla, sólo porque tienes miedo del comisario Hoshina. ¿Dónde está tu valor de samurái? ¡Empiezo a pensar que lo perdiste al hacerte chambelán!

Sus palabras contenían suficiente verdad para clavársele a Sano en el corazón.

– ¿Cómo te atreves a insultarme? -dijo, levantando aun más la voz-. Durante cuatro años no me has dado más que problemas. ¡Ojalá nunca me hubiera casado contigo!

Reiko se lo quedó mirando, petrificada por el estupor, como si le hubiera pegado. Luego se le demudaron las facciones y le resbalaron lágrimas por las mejillas. Abrazó a Masahiro, que berreaba, alterado por la riña. La cólera de Sano se disolvió en horror ante la crueldad con que había hablado.

– Lo siento -musitó avergonzado. La actividad constante, la falta de sueño, el miedo y la desesperación lo habían llevado a explotar con Reiko-. No hablaba en serio.

Ella meció a Masahiro para calmarlo mientras se secaba torpemente las lágrimas con la manga.

– Yo tampoco -dijo con un susurro ahogado-. Perdóname, por favor.

Sano la estrechó entre los brazos y ella se apretó contra él, que sintió cómo se le estremecía el cuerpo con el llanto.

– Te perdono si tú me perdonas.

– No tendría que haberte dicho esa barbaridad -gimoteó Reiko-. Estoy asustada, alterada y preocupada, pero eso no es excusa.

– Yo me he pasado todo el día corriendo de un lado para otro intentando atrapar al asesino y fracasando, pero eso tampoco es excusa. Digamos que estamos iguales.

Si tan sólo le quedaba un día de vida, no quería que lo perdieran tirándose los trastos a la cabeza. Reiko asintió; sus ojos rebosaban amor, remordimiento y aprensión. Juntos acostaron a Masahiro y luego fueron a su dormitorio. Sano se derrumbó en la cama preparada por los sirvientes. Le dolían el cuerpo y la mente de fatiga. Intentó no pensar en la larga noche de trabajo que lo esperaba ni imaginarse qué sentiría si la muerte lo fulminaba al día siguiente o qué sería de su familia.

Reiko se arrodilló a su lado.

– Dejaré de buscar a Yugao. Será un problema menos del que tengas que preocuparte.

– No. -Sano no podía aceptar su ofrecimiento-. He cambiado de idea. Creo que debes seguir buscando. -Necesitaba algo que la distrajera de sus preocupaciones-. Es lo correcto. -Toda situación aciaga tenía su lado bueno, pensó Sano. Si moría al día siguiente, las tretas de Hoshina no podrían hacerle daño.

– ¿Estás seguro?

Oyó esperanza en la voz de Reiko y vio incredulidad en sus ojos.

– Sí. -Aunque tenía trabajo de sobra con su propia investigación para interesarse por la de Reiko, quería reparar el daño que le había hecho-. ¿Cómo ha ido tu búsqueda hoy? -preguntó, aparentando interés.

Ella sonrió, agradecida.

– He encontrado a la amiga de la infancia de Yugao, Tama. -Mientras le refería lo que ésta había explicado sobre aquella siniestra historia familiar que según Reiko había empujado a Yugao al asesinato, Sano intentó prestar atención, pero el cansancio lo superó; se adormiló-. Tama me ha hablado de un lugar al que podría haber acudido Yugao. Se trata de una posada llamada El Pabellón de Jade.