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Yugao se perdió en el remolino oscuro de sus ojos. Destellos de la memoria iluminaron la oscuridad. Era una niña en la casa de su familia. Su padre yacía encima de ella; le tapaba la boca con la mano para ahogar sus gritos mientras copulaban. Por la mañana había sangre en su cama. Su madre la maldecía y golpeaba.

Sin embargo, aquellos tiempos y aquella gente que le había hecho daño se habían ido para no volver. Se agarró con fuerza a su amante. Él echó atrás la cabeza, gimió y la penetró a fondo mientras se dejaba ir. El correspondiente climax de Yugao la estremeció en paroxismos de éxtasis. Prorrumpió en gritos incoherentes mientras sentía su espíritu tocar por fin el de él.

Demasiado pronto, antes aun de que sus sensaciones remitieran, él se retiró de ella. Se arrodilló en el suelo al otro lado de la habitación, de espaldas a Yugao, mientras ella temblaba empapada de sudor en el súbito helor de su ausencia. Se le acercó reptando y le puso una mano cautelosa en el hombro. Él miraba el vacío, sin hacerle caso.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó ella.

Pasó un largo intervalo antes de su respuesta.

– Venir aquí ha sido un error.

El tono de reproche de su susurro hirió a Yugao.

– ¿Por qué? És tranquilo, cómodo e íntimo. Tenemos todo lo que necesitamos. -Señaló con un gesto la cama, los mullidos cojines del suelo, el brasero lleno de carbón, el paquete de comida y las jarras de agua y vino.

– No es seguro. Y estaría mejor sin ti. -Se zafó de su mano con un encogimiento del hombro.

A Yugao la asaltó el repentino recuerdo de su padre acariciando a su hermana Umeko sobre el regazo mientras ella los miraba, celosa y abandonada.

– Pero si estamos hechos para estar juntos -le dijo, herida por su actitud-. El destino nos ha reunido.

Él se rió, un sonido como de metales raspándose.

– Esa clase de destino nos matará a los dos. Tú eres una criminal buscada. La policía te andará persiguiendo. Traerás a mis enemigos derechos a mí.

– ¡No es verdad! -A Yugao la horrorizaba que la tuviera por semejante carga mientras ella lo amaba más que a nada en el mundo-. He ido con cuidado. Aquí nunca nos encontrarán. Yo jamás te pondría en peligro. Te quiero. Haría cualquier cosa por protegerte.

Lo escondería, le daría de comer y se entregaría a él por mal que la tratara. Era su esclava a pesar de todo lo que sabía sobre él.

Nada más verlo en el salón de té, se había jurado ganarse su amor. Era diferente del resto de hombres. La mayoría eran más amables que él, pero a ella la dejaban indiferente. Podía seducirlos con una sonrisa, una mirada seductora. ¡Necios débiles y estúpidos! El, sin embargo, se desentendía de sus esfuerzos por atraerlo. Eso hizo que Yugao lo anhelara como no había anhelado nunca a ningún hombre. Por primera vez en su vida sintió deseo físico. Se consagró en cuerpo y alma a tenerlo. Siempre que iba al salón de té, coqueteaba con él como si le fuera la vida en ello. A veces se llevaba a otro hombre al callejón con la esperanza de ponerlo celoso. Nada funcionó.

Él por lo general iba a pie en lugar de a caballo como la mayoría de samuráis de su rango; en una ocasión, cuando se fue del salón de té, salió corriendo detrás de él. El se detuvo, se volvió hacia ella y le dijo:

– Piérdete. Déjame en paz.

Sin embargo, eso no había sino exacerbado el deseo de Yugao. La siguiente vez que lo siguió, tomó precauciones para que no la avistara entre el gentío de las calles. Pasó días siguiéndolo por todo Edo. Desde una distancia segura lo vio encontrarse y charlar furtivamente con hombres extraños. Tenía curiosidad por saber a qué se dedicaba, y una noche lo descubrió.

Era una fría y húmeda velada de otoño. Yugao lo siguió a través de la niebla que pendía sobre la ciudad, por caminos casi desiertos, hasta un barrio cercano al río. Se paró una manzana más abajo de un salón de té brillantemente iluminado y se ocultó en el umbral de una tienda cerrada para la noche. Ella se escondió doblando la esquina. Temblorosa en la gélida humedad, lo vio vigilar el salón de té. Clientes entraban y salían. Pasaron horas; luego salieron dos samuráis del establecimiento y caminaron calle abajo hasta pasar por delante de Yugao. Él salió del umbral con paso sigiloso en pos de ellos.

A Yugao se le aceleró el pulso porque sabía que estaba a punto de suceder algo emocionante. La niebla era tan espesa que a duras penas veía lo suficiente para seguirlos a él y los samuráis. Eran sombras que se disolvían aunque no le llevaran más de veinte pasos de ventaja. Sus voces le llegaban flotando. No distinguía lo que decían, pero el tono era apremiante, temeroso. Apretaron el paso hasta romper a correr. Yugao se lanzó en su persecución, pero no tardó en perderlos. Luego oyó un grito apagado proveniente de un callejón entre dos almacenes. Se asomó.

Un golpe de brisa que soplaba desde el río despejó la niebla. Un cuerpo yacía en el suelo hecho un ovillo. Más adentro, dos figuras se golpeaban en un violento abrazo. Oyó un grito de dolor. Una figura cayó con un ruido sordo. La otra se quedó inmóvil. Yugao ahogó un grito de asombro. ¡Él había estado al acecho de esos samuráis, y acababa de matarlos a los dos!

En ese momento la vio.

– ¿Qué haces aquí? -exigió saber.

Yugao se dio cuenta de que iba a matarla: no quería testigos. Sin embargo, no huyó. Su fuerza y atrevimiento la sobrecogieron. Su deseo de él floreció en un hambre desenfrenada. Privada casi de pensamiento consciente, avanzó hacia él y se abrió las vestiduras para enseñarle su cuerpo desnudo.

Él dejó caer la espada. La agarró y la tomó contra la pared del almacén, mientras sus víctimas yacían muertas allí al lado. La brutalidad de los asesinatos y el peligro de que los sorprendieran los excitó a los dos hasta una pasión salvaje. Por vez primera Yugao experimentó placer con un hombre. No le importaba que fuera un asesino. Cuando llegaron al climax, soltó un grito de triunfo porque por fin se lo había ganado.

Al día siguiente, le preguntó por qué había matado a esos hombres.

– Eran el enemigo -fue lo único que le sacó.

Más adelante se informó sobre los asesinatos gracias a los cotilleos del salón de té. Los dos samuráis eran vasallos del caballero Matsudaira, que había dictado la orden de que cualquiera que tuviese información sobre los crímenes debía comunicarla. A Yugao no le importaba que buscaran a su amante por un delito tan grave. Si acaso lo admiraba más por atreverse con un enemigo tan poderoso como el caballero Matsudaira. No le importaba el motivo. Le gustaba que combatiera a la gente que lo había agraviado. Se enorgullecía de tener a un hombre tan valiente.

Sin embargo, pronto quedó claro que no lo tenía. Después de aquella noche se encontraron muchas veces, siempre en posadas baratas, y él le enseñó los rituales sexuales que le gustaban, pero fuera del dormitorio le hacía el mismo caso omiso de antes. Nunca le daba muestras de afecto. Desesperada por su amor, Yugao había adoptado medidas extremas.

Pero su actitud lo había enfurecido, en lugar de complacerlo. Entonces él se había marchado sin más. Yugao quedó destrozada. Y después llegaron más calamidades. Su padre fue degradado a hinin y la familia se mudó al mísero poblado. Ella lo había buscado a menudo en vano.

La guerra había cambiado su suerte.

Un mes después de que terminara la batalla, Yugao despertó en mitad de la noche para oír una voz al otro lado de la ventana, siseando su nombre. Era la voz que había anhelado oír. Saltó de la cama y corrió afuera. Lo encontró tumbado en el suelo, sangrando de heridas gravés, medio muerto. Yugao nunca supo qué le había pasado ni cómo la había encontrado; él no se lo contó. Lo que importaba era que había regresado a ella. Lo metió dentro y lo acostó en el cobertizo donde su hermana Umeko entretenía a los hombres. Umeko no estaba nada contenta.

– Esa es mi habitación -dijo-. ¡Saca de ahí a ese matón enfermo y mugriento!