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La ceremonia llegó a un final lento y solemne. La música cesó y los sacerdotes partieron. Los miembros de la procesión se entretuvieron alrededor del santuario, formando grupitos y conversando en voz baja. El general Isogai se acercó a Sano.

– Felicidades por vuestra victoria.

– Gracias -dijo Sano.

– Debo disculparme por el comportamiento deshonroso de mis soldados. -La mortificación atenuaba la habitual jovialidad del general-. En cuando capture a los desertores, serán obligados a hacerse el seppuku.

– A lo mejor es un castigo demasiado severo, sobre todo dadas las inusuales circunstancias -observó Sano-. Eran soldados buenos y valientes. El Fantasma les hizo perder la cabeza. -El había perdonado a Marume y Fukida por abandonarlo. También les había prohibido cometer el suicidio ritual aunque le suplicaron expiar así su deshonra-. No quiero que se pierdan más vidas por su culpa. Y necesitamos a esos hombres.

El general Isogai, testarudo, no parecía muy convencido.

– Tengo que mantener la disciplina. El seppuku es el castigo habitual por la deserción. Las excepciones debilitarían la moral del Ejército. No puede consentirse. Pero ¿si me ordenáis que perdone la vida a los desertores…?

Sano se lo planteó un mero instante antes de responder a regañadientes:

– No. -Aunque tenía el poder de disponer lo que deseara, estaba tan condicionado por el código de honor samurái como el general Isogai. Faltar a él no sólo violaría sus principios, sino que lo expondría a ataques-. Haced lo que deba hacerse. -Aun así, la inminente muerte de los desertores lo apesadumbraba tanto como la de las víctimas de Kobori.

Cuando el general se alejó, Yoritomo se acercó a Sano.

– Por favor, permitidme que os exprese lo mucho que me alegra que hayáis derrotado al Fantasma. -Le resplandecían los ojos de admiración.

El sogún se les unió.

– Aah, Sano-san. Nos has salvado del Fantasma. Ahora me siento más tranquilo. -Suspiró y se abanicó. Luego se le abrieron los ojos de horror al mirar a Sano más de cerca-. Cielos, qué mal aspecto tienes. ¡Con todos esos moretones en la cara! Sólo con verlos me pongo enfermo. Te ordeno que, aah, lleves maquillajes para taparlos.

Sano había pensado que ya no podría sorprenderlo nada que dijera el sogún.

– Muy bien, excelencia.

– Vamos, Yoritomo. -El sogún se alejó como si las lesiones de Sano fueran contagiosas. Yoritomo le dedicó una mirada de disculpa.

A continuación se acercó el caballero Matsudaira.

– Honorable chambelán. Me alegro de veros en plena forma.

– Yo también me alegro de veros. -«En plena forma», añadió Sano en silencio. Durante los cuatro días que había estado ausente de la corte, el primo del sogún parecía haber consolidado su posición.

Matsudaira alzó las cejas y asintió satisfecho como si le hubiera leído el pensamiento. Parecía más tranquilo, más seguro, ahora que su nuevo régimen no se hallaba bajo la amenaza de un magnicida.

– Ciertos problemas son menos agobiantes que hace unos días. -Miró de reojo a los ancianos Kato e Ihara, que charlaban con varios de sus compinches. Ellos le devolvieron la mirada con rencor-. Si ciertos individuos desean atacarme, tendrán que hacerlo en persona en lugar de confiar en Kobori. Además, me he ganado unos aliados nuevos, a la vez que ellos han perdido mucho terreno, porque habéis eliminado a su Fantasma. Buen trabajo, Sano-san.

Sano hizo una reverencia para agradecer la alabanza, aunque la encontrara de mal gusto. Setenta y cuatro hombres habían muerto, y él casi había sacrificado la vida, pero lo único que le importaba a Matsudaira era que el final del Fantasma había apuntalado su régimen.

– Pero no os dejéis llevar por la complacencia -le advirtió el primo del sogún-. Os siguen quedando muchas oportunidades de dar un paso en falso, y sobran hombres ansiosos por ocupar vuestro puesto.

Antes de alejarse, su mirada dirigió la atención de Sano hacia la otra punta del santuario. El comisario de policía Hoshina deambulaba entre un grupo de gente que rodeaba al sogún. La ira inflamó sus facciones cuando se encaminó hacia Sano. Antes de que llegara, Sano se vio rodeado de funcionarios que lo saludaron, se interesaron por su salud y le dieron la bienvenida de regreso a la corte. Algunos eran hombres de los que Hoshina había reclutado para sus innobles fines. Sano notaba lo ansiosos que estaban por compensar su espantada al verlo peligrar, su preocupación porque ahora les echara en cara su deslealtad. Era evidente que la campaña de Hoshina contra él había fracasado.

El comisario se abrió paso a codazos entre la multitud. Se detuvo junto a Sano y murmuró:

– Por esta vez habéis ganado. Pero todavía no he acabado con vos. -Luego se alejó hecho una furia.

Sano sintió que el mundo se asentaba en su familiar y precario equilibrio. Los temblores de tierra vibraban bajo sus pies. Se imaginó grietas que se ramificaban en el subsuelo, hacia su casa, donde había reparado en que Reiko parecía inquieta y distante. No le había confiado qué le pasaba y él había percibido que no quería agobiarlo con sus problemas durante la convalecencia, pero sabía que estaba contrariada por el modo en que había concluido su investigación. Sintió una necesidad repentina de hablar con ella, antes de que su torbellino de tareas lo reclamara.

– Disculpadme -dijo a los funcionarios.

Hizo una seña a los detectives Marume y Fukida, que le despejaron el camino hacia la puerta.

Unos nubarrones se acumulaban sobre los pinos que daban sombra a un cementerio del distrito del templo de Zojo. Hileras de pilares de piedra señalaban las tumbas adornadas con retratos de los difuntos y ofrendas de flores y comida. El cementerio estaba desierto salvo por un pequeño grupo reunido en torno a un claro de tierra desnuda.

Reiko, el teniente Asukai y sus demás escoltas observaban a un trabajador que cavaba una nueva tumba. Su pala removía la tierra oscura y húmeda por la estación de lluvias, que se había adelantado ese año. El fresco aroma de la tierra y los pinos no lograba aliviar el dolor que consumía a Reiko.

Retumbó un trueno en la distancia. El sepulturero finalizó su trabajo. Reiko se agachó y levantó una vasija negra de cerámica que se hallaba al lado de la tumba y contenía las cenizas de Tama. La depositó con delicadeza en la fosa. Se hincó de rodillas, agachó la cabeza y murmuró una plegaria por el espíritu de la chica.

– Que renazcas a una vida mejor que la que has dejado.

Sus escoltas esperaban silencios y taciturnos. Reiko susurró a la tumba:

– Lo siento. Perdóname, por favor.

Se levantó y el sepulturero rellenó el agujero y aplanó la tierra. El teniente Asukai colocó el pilar conmemorativo de piedra con el nombre de Tama. Reiko depositó ante él el pastel de arroz, la jarra de sake y el ramillete de flores que había llevado. Empezó a llover. Asukai abrió un paraguas sobre la cabeza de su señora y se lo entregó. Reiko vaciló un momento, reacia a marcharse. Nunca había esperado llorar tanto por alguien que hubiera conocido tan brevemente. Qué extraño que la muerte de una práctica desconocida pudiera cambiarle la vida a alguien.

Oyó cascos de caballos delante del cementerio. Al alzar la cabeza vio que Sano entraba por la puerta, seguido de Marume y Fukida. Su marido se colocó a su lado ante la tumba mientras los detectives se unían a los escoltas de Reiko bajo los pinos. La lluvia arreció hasta empapar la tumba y las ofrendas. Reiko obtenía magro consuelo de Sano, apretado contra ella bajo el escaso cobijo seco de su paraguas.

– Las criadas me han dicho que te encontraría aquí. -Sano la observó con preocupación-. ¿Qué pasa?

– Acabo de enterrar las cenizas de Tama. No había nadie más para hacerlo -explicó Reiko-. Fui a la casa donde trabajaba para preguntar si tenía algún pariente. Sus patrones me dijeron que no. Y no les interesaba lo que pasara con su cuerpo. De modo que celebré un funeral por ella el día después de su muerte. No asistió nadie excepto mi padre. -Reiko sentía pena por Tama, que había estado tan sola en el mundo, y por el magistrado Ueda, que tenía sus propios remordimientos por el desenlace del caso-. Y no había nadie para ofrecerle una tumba como corresponde, sólo yo.