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– ¡Podrías haberlo impedido! -chilló Yugao. Atacaba con una energía tan frenética que cada choque de sus hojas estaba a punto de arrancarle a Reiko la suya de la mano-. Pero fingiste que no lo veías. Le dejaste hacerlo. ¡Me trataste como si fuera culpa mía!

Con un corte atravesó la manga de Reiko, que sintió un latigazo de dolor en el antebrazo. Se tambaleó. Yugao era un tornado de brazos, cabello y groseras maldiciones. Su cuchillo le pasó silbando junto a la oreja y Reiko notó que un hilo de sangre caliente le bajaba por el cuello.

– ¡Era mío! -aulló Yugao-. ¡Tú me lo robaste!

Enloquecida, persiguió a su enemiga por la habitación. En su cabeza Reiko vio las imágenes ensangrentadas de la choza. Yugao revivía la noche de los asesinatos. Creía que Reiko era su madre y su hermana.

– Me dejasteis matarlo. ¡Ahora vais a morir!

Capítulo 33

En el tejado inferior, Sano se revolvía y daba manotazos intentando sacudirse a Kobori. Éste aguantó sin dejar de golpear con las manos, hincar dedos y hundir rodillas y codos en puntos sensibles del sistema nervioso de su rival. Su energía se disparaba como fuegos artificiales que estallaran en todo el cuerpo de Sano, que aullaba de agonía entre convulsiones. Se las ingenió para encajar una rodilla entre su cuerpo y el de Kobori. Empujó con todas sus fuerzas.

Kobori salió impulsado hacia atrás. Cayó, dio una voltereta haciendo el pino y se irguió en toda su estatura como si tuviera un resorte. Sano se levantó trabajosamente. Le dolía todo. Se tambaleaba como un espantajo al viento, mientras Kobori aguardaba presto a atacar de nuevo.

– ¿De modo que creéis que podéis conmigo? ¿A qué estáis esperando? -lo azuzó.

A Sano cada aliento le desgarraba los pulmones. El combate cuerpo a cuerpo nunca había sido su fuerte, y seis meses sentado en su despacho no habían ayudado. Recordó lo oxidado que se había sentido al practicar con su amigo Koemon. Combatiendo el pánico, se propuso distraer a Kobori y evitar que concentrara la energía de su cuerpo y su mente en un toque de la muerte.

– ¿Aún no te has dado cuenta de que tu cruzada es inútil? -Le espetó. A lo mejor también podía desmoralizarlo y debilitarlo-. La guerra ha terminado.

– No habrá terminado mientras yo esté vivo -replicó Kobori-. Vos seréis mi mayor victoria.

Se acercaron, Sano cojeando por el dolor, Kobori con paso seguro y parsimonioso. Sano levantó las manos, aprestándose a atacar o defenderse como mejor pudiera. Kobori arqueó la espalda. Se movió con un brazo en alto y el otro suelto, los codos doblados. Sus ojos adoptaron un brillo extraño. La energía irradiaba de él como un zumbido frenético y vibrante. Sano le veía la cara y las manos con nitidez, como si emitieran luz propia, en contraste con sus ropas negras. Sólo los separaban unos pasos cuando Kobori se impulsó y lanzó una pierna en horizontal hacia Sano. La patada lo alcanzó en la barbilla, justo por debajo del labio inferior.

A Sano le entrechocaron las mandíbulas y su cabeza salió despedida hacia atrás. Se tambaleó y cayó de rodillas. Se le nubló la visión como si el impacto, ligero pero poderoso, le hubiera aflojado los ojos. Kobori seguía de pie en el mismo punto que antes. Había golpeado y se había retirado con tanta rapidez que parecía no haberse movido en absoluto, sólo proyectado su imagen y su fuerza contra Sano. Su energía reverberaba; su sonrisa destellaba.

– Os toca -dijo-. ¿O acaso os rendís?

Por desesperada que fuera la situación, Sano se negaba a someterse. Lanzó un golpe contra Kobori, que lo esquivó con un rápido movimiento. Sano probó otra vez, y otra. Kobori parecía saber lo que iba a hacer antes que él mismo. Nunca estaba donde Sano dirigía sus golpes. Desaparecía y luego reaparecía en otra parte, como si discontinuara su existencia a fogonazos. Frenético, Sano le lanzó un puñetazo a las costillas. Kobori paró el golpe y le hundió los nudillos en la muñeca.

Sano perdió el aliento completamente y se le hundió el pecho. Dio un traspiés, doblado sobre sí, boqueando como un pez, asombrado de que el golpe le afectara una zona del cuerpo tan lejos del punto de impacto. Kobori debía de haber canalizado su energía por los nervios que iban de la muñeca a los pulmones. Mientras luchaba por respirar, Kobori le hincó los dedos al lado del ojo derecho. Sano se sintió aturdido por un momento, como si acabara de despertar en un lugar desconocido sin la menor idea de cómo había llegado allí.

Kobori había atacado unos nervios que le ofuscaban el pensamiento.

Sintió un acceso de terror profundo. Cada ataque que lanzaba le era devuelto. Las únicas veces que entraba en contacto con Kobori eran cuando éste paraba sus golpes y a la vez le asestaba otros. Trastabilló mientras recibía patadas en las piernas y puñetazos en la espalda y los hombros. Con cada golpe el asesino exhalaba un aliento explosivo, como un tronco en llamas rociado con queroseno. La náusea y el vértigo se sumaban al dolor que lo asolaba. Arremetió contra Kobori y perdió el equilibrio. Mientras resbalaba tejado abajo, Kobori aferró su muñeca. Le dio media vuelta de un tirón y lo golpeó por debajo del ombligo.

El pulso de Sano se aceleró hasta convertirse en un martilleo frenético. Sintió una intensa presión en la cabeza, como si fuera a estallarle. Gritó por encima del borboteo de la sangre en sus oídos.

Yugao arremetió con su cuchillo. Reiko giraba sobre los talones, saltaba y contraatacaba, pero, pese a haber ganado muchas peleas, nunca había luchado contra alguien así. Comparada con sus anteriores oponentes, Yugao era una aficionada, sin posibilidades ante el adiestramiento y la experiencia de Reiko. Sin embargo, lo que le faltaba en pericia lo compensaba con temeridad y resolución. Reiko le hizo cortes en los brazos y la cara, pero la chica parecía inmune al dolor, ajena a su sangre, que salpicaba el suelo mientras luchaban.

Los golpes y sacudidas contra el techo hacían de contrapunto a sus gritos. Reiko estaba empapada en sudor, jadeante del esfuerzo de agacharse y acometer, girar y lanzar reveses. Yugao la atacó con fuerza maníaca y Reiko pisó un jirón de tela que le colgaba de una manga desgarrada. Se le enganchó el pie, tropezó y cayó de espaldas cuan larga era. Yugao se precipitó hacia ella, con el cuchillo en alto. La cara le brillaba de triunfo salvaje. Se lanzó sobre Reiko mientras el cuchillo hendía un arco descendente apuntado a su cara. Reiko aferró con fuerza su propia arma y acometió hacia arriba para salirle al paso.

Yugao, lanzada, se ensartó en el cuchillo de Reiko, que notó cómo le atravesaba el pecho. La chica emitió un chillido terrible, estridente, agónico. Se le pusieron los ojos como platos; sus manos soltaron el cuchillo y se agitaron frenéticamente. Luego cayó sobre Reiko.

Su peso la aplastó contra el suelo y la hoja se hundió hasta la empuñadura. Reiko soltó una exclamación al notar las manos apretadas contra el cuerpo de su rival, la espantosa sensación de la sangre caliente.

Yugao tendió los brazos para amortiguar su caída. Por un momentó su cara quedó pegada a la de Reiko. La chica la miró fijamente con la expresión transida de estupor, dolor y rabia. Se apartó haciendo fuerza con las manos y se sentó, con las piernas estiradas. Reiko se puso en pie, con el corazón desbocado, dispuesta a correr o luchar otra vez si hacía falta. Recogió del suelo con un gesto rápido el cuchillo que Yugao había soltado.

Al principio la chica no se movió. Contemplaba con la boca abierta el puñal incrustado en su abdomen y su ropa ensangrentada. Agarró la empuñadura. Le temblaban las manos y su respiración era rápida y superficial. Con un ronco gemido, extrajo el cuchillo de un tirón. Brotó un nuevo borbotón de sangre. Yugao alzó la cabeza y cruzó la mirada con Reiko. Su tez había adquirido una palidez mortal y le goteaba sangre de los labios, pero la ira persistía en sus ojos. Con el cuchillo en la mano, se arrastró por el suelo hacia Reiko hasta que, jadeando, se derrumbó. Lanzó el cuchillo hacia Reiko con las pocas fuerzas que le quedaban. El arma aterrizó lejos de su blanco y Yugao se aovilló en torno a su herida.