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El horror de Reiko aumentó al comprender por qué a Yugao no le importaba que estuviera al corriente de sus crímenes contra el caballero Matsudaira. No pretendía que viviera lo suficiente para denunciarlos ante él.

– Ya le he ayudado antes a destruir a sus enemigos -prosiguió Yugao-. Y esta noche destruiré a la que ha traído al Ejército hasta nosotros.

Con un movimiento brusco y convulso, volvió el cuchillo de canto contra la garganta de Reiko.

– Estoy aquí, chambelán Sano.

El susurro de Kobori parecía surgir de todas partes y de ninguna. Sano cayó en la cuenta de que poseía la capacidad de proyectar la voz, como los grandes guerreros de leyenda que dispersaban ejércitos sembrando el miedo entre ellos y nublándoles el entendimiento. El Fantasma irradiaba una fuerza espiritual más vasta, más terrorífica que cualquier cosa que Sano hubiera experimentado en su vida.

Desenvainó su espada. Trazó un círculo y forzó la vista en busca del Fantasma.

– Aquí -susurró Kobori.

Sano giró sobre los talones y lanzó una tajo a una forma que se cernía en la oscuridad. Su hoja partió un arbusto.

– Lo siento, habéis fallado.

Sano golpeó de nuevo, pero su acero hendió sombras vacías.

Kobori rió, un sonido como de metal fundido y caliente derramado sobre agua.

– ¿No me veis? Yo os veo. Estoy detrás mismo de vos.

Su siseo sopló un aliento caliente al oído de Sano. Este soltó un alarido, se revolvió y lanzó un espadazo. Pero Kobori no estaba allí. O se había acercado y alejado con velocidad sobrehumana, o su presencia había sido una ilusión conjurada por él. Su carcajada surgía flotando del bancal más cercano a la mansión.

– Aquí abajo, honorable chambelán -susurró.

El miedo cobró forma como un tumor monstruoso en Sano, porque sabía que Kobori ya podría haberlo matado. Sintió un abrumador impulso de huir corriendo tal como habían hecho sus hombres. Sin embargo, lo enfurecía que Kobori jugase con él. Además, era el único que quedaba para plantarle cara al Fantasma. Abandonando la cautela, espada en mano, bajó a trompicones por la pendiente.

El bancal de abajo estaba decorado con pinos que emitían un intenso aroma, y un estanque cuyas aguas reflejaban el puente que lo sorteaba trazando un arco. Sano se detuvo junto al estanque. Alzó la espada en señal de desafío.

– Te reto a salir y luchar conmigo.

– Oh, pero eso echaría a perder el juego.

Cada palabra pronunciada por Kobori parecía originarse en un punto distinto. Su voz rebotaba de los árboles al estanque y hacia el cielo. Sano giraba y ladeaba la cabeza en un vano intento de rastrearla. Le corría un sudor frío por debajo de la armadura.

– Estoy aquí -siseó Kobori.

En esta ocasión su voz parecía provenir de la casa. La galería estaba vacía bajo el saliente de los aleros. Las persianas sellaban las ventanas. Sin embargo, la puerta estaba abierta, un rectángulo de espacio negro que llamaba a Sano. De él surgía la voz de Kobori:

– Entrad y atrapadme si podéis.

Sano se quedó inmóvil, presa de impulsos contradictorios. Su raciocinio le desaconsejaba entrar en la casa. Kobori pretendía arrinconarlo, atormentarlo y luego acabar con él. Por severo que fuera el castigo de Matsudaira por abandonar su misión, en ese momento era preferible a meterse en una trampa mortal. El instinto de supervivencia lo sujetaba.

Sin embargo, un samurái honorable no se acobardaba ante un duelo por estúpido o insensato que pareciera. Si lo hacía, jamás podría volver a llevar la cabeza alta en público, aunque nadie más se enterara de su cobardía. Pensó en Reiko, en Masahiro. Si perdía ese duelo, nunca volvería a verlos. Si lo rehusaba, su deshonra sería tan atroz que jamás podría volver a mirarlos a la cara.

Ieyasu, el primer sogún Tokugawa, había dicho que sólo había dos formas de volver de una batalla: con la cabeza del enemigo, o sin la propia.

Además, había en juego algo más que el orgullo de samurái de Sano. Esa tal vez fuera la mejor oportunidad que nadie tendría de atrapar al Fantasma y evitar que siguiera cobrándose víctimas. Y si ya le había asestado el toque de la muerte, por el mismo precio bien podía enfrentarse a él. Morir esa noche en lugar de al día siguiente no supondría una gran diferencia. Por lo menos pondría fin a su vida con el honor intacto.

Así pues, Sano recorrió con paso firme y la osadía de los condenados el sendero que llevaba a la casa. Subió la escalera de la galería y se detuvo en el umbral, concentrado en la oscuridad del interior. Su vista era incapaz de penetrarla; su oído no detectaba ningún sonido humano. Sin embargo, percibía la presencia de Kobori, expectante y preparado.

El coro de insectos creció hasta una estridente cacofonía.

Los lobos aullaron.

Un viento gélido agitó el estanque.

Sano traspuso la puerta.

Capítulo 32

– No puedes matarme -dijo Reiko al tiempo que se apartaba del contacto de la hoja contra su cuello y veía la intención asesina en los ojos de Yugao-. Me necesitas para protegerte. -Aunque la muchacha estaba lo bastante loca para matarla de todas formas, intentaba disuadirla-. Los soldados llegarán en cualquier momento. Sin mí viva, estás muerta.

Yugao rió, temeraria y eufórica.

– Yo no los oigo llegar, ¿y vos? Él acabará con todos ellos. No os necesitamos.

Reiko oyó carreras que se alejaban corriendo de la casa: los soldados desertaban. ¿Y Sano? Aunque no estuviera muerto, aunque Hirata le contara que ella estaba allí dentro, ¿podría derrotar al Fantasma y rescatarla? La desesperanza la abrumaba.

– Me necesitas para salir de Edo. Se ha montado un gran dispositivo para impedir vuestra huida. Si voy contigo, mi marido y mi padre querrán salvarme. Podrás negociar con ellos: tu libertad a cambio de mi vida.

Yugao sacudió la cabeza.

– El puede moverse como el viento. Cuando vamos juntos es como si fuéramos invisibles. -Su mirada se desvió para atender a la acción del exterior. Los temblores nerviosos de su cuerpo sacudían el cuchillo contra la piel de Reiko-. Nos escurriremos entre los dedos mismos de vuestro ejército. No seríais más que un lastre.

Reiko veía acercarse la muerte inexorablemente. El cuello se le tensaba bajo el cuchillo. Con todo, al menos tal vez lograría atar un cabo suelto de su investigación.

– Si voy a morir, antes respóndeme a una pregunta. ¿Por qué mataste a tu familia?

Vio admiración mezclada con sorna en los ojos de Yugao.

– No os rendís nunca, ¿verdad?

– Después de todo el trabajo que he hecho por ti, lo mínimo que puedes ofrecer a cambio es satisfacer mi curiosidad. -Además, cuanto más tiempo hablaran, más oportunidades tendría Reiko de salvarse.

Yugao reflexionó y luego se encogió de hombros.

– De acuerdo. -Reiko notó que anhelaba la satisfacción de mostrar lo errada que había estado acerca de sus motivos-. Supongo que ahora no importa que os lo cuente.

La luz de la luna se colaba en el interior de la casa apenas lo suficiente para mostrarle a Sano un pasadizo que se extendía hacia un vacío negro. Pegó la espalda a una pared, tanteando por delante con la mano izquierda mientras la derecha aferraba la espada. Engullido por la penumbra, la vista lo abandonó, pero el resto de sus sentidos se agudizaron. Oía hasta el menor crujido del suelo bajo su peso; sus pies notaban las estrechas rendijas entre tablones. Sus dedos seguían el dibujo de un panel de celosía. Captó un dejo de sudor masculino en el olor mohoso del espacio cerrado y viciado.

Kobori había pasado por allí hacía muy poco. Había dejado su rastro.

Sano proyectó su mente hacia fuera, en busca de su enemigo, mientras avanzaba palmo a palmo. Percibió habitaciones vacías tras el panel y al otro lado del pasillo, sintió que el Fantasma lo esperaba no muy lejos. Si podía oler a Kobori, Kobori podía olerlo a él. Su corazón latía con tanta fuerza que debía de oírlo. Y era probable que Kobori hubiera memorizado tan bien hasta el último rincón de la casa que pudiese orientarse en la más completa oscuridad. A Sano se le tensaban los músculos en anticipación de un ataque repentino. Aún podía desistir y escapar de aquella trampa, pero el valor se imponía al sentido común. Siguió avanzando.