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Capítulo 31

– Creo que nos hemos pasado de largo de la casa -dijo el detective Marume mientras él, Fukida y Sano triscaban por la boscosa ladera en mitad de la noche-. Me siento como si estuviera a medio camino del cielo.

Sano tropezó con una roca y se le quedó el pie enganchado.

– Debemos de habernos desviado. -Oyó los roces furtivos de sus hombres bastante a la derecha de donde se encontraban-. Vamos hacia allá.

Cruzaron en zigzag por la pendiente, apartando a tientas las ramas que les obstaculizaban el avance. Pronto los árboles empezaron a clarear. Un pálido claro de luna inundaba un espacio despejado. Sano y sus hombres se detuvieron en el linde de los terrenos de la mansión. Unos jardines descendían en tres bancales hacia la casa; los estanques resplandecían a la luz de la luna entre árboles ornamentales, arriates de flores, arbustos y pequeños edificios decorativos. Los insectos cantaban y chirriaban. La niebla flotaba en un tenue vapor blancuzco por encima de la hierba alta. Sano oyó movimientos sigilosos en la espesa oscuridad verdeante de los jardines y avistó destellos de luz: el reflejo de la luna en los cascos y espadas de sus soldados.

Les hizo una seña a sus acompañantes y emprendió el descenso por el bancal superior. Las sombras de los árboles les ofrecían cobertura. El frío rocío de la hierba le empapaba las sandalias y los calcetines. Captó las figuras agazapadas de sus tropas avanzando hacia el siguiente bancal. La noche estaba en calma salvo por el viento, el canto de los insectos, los aullidos de los lobos, el susurro de la hierba y el follaje y el crujir de ramitas y hojas secas bajo algún pie. Sin embargo, cuando Sano, Marume y Fukida bordeaban un pabellón elevado cubierto con un tejado sostenido sobre postes, un grito ronco resquebrajó el silencio.

Se acuclillaron instintivamente al lado del pabellón.

– ¿Qué ha sido eso? -susurró Marume.

Un segundo grito vibró con una horrenda agonía que erizó los nervios de Sano. Otro grito, y otro más, lo siguieron en rápida sucesión. Se desató el caos. Los hombres cargaron en todas direcciones, olvidada la cautela, a plena vista. Un sinfín de gritos más alarmaron a Sano. El, Marume y Fukida derraparon por la pendiente que bajaba a la terraza inferior, donde se oían escaramuzas entre el follaje y seguían los gritos. Cerca de un estanque, un hombre yacía inerte gimiendo. Sano se acuclilló a su lado y examinó el rostro.

Era el capitán Nakai. Tenía los ojos y la boca abiertos, redondos de terror. Su tez presentaba un blanco espectral.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sano.

– Me ha agarrado por detrás sin que lo oyera -jadeó Nakai-. Creo que me ha roto la espalda.

Sano sintió un acceso de horror mientras se volvía hacia Marume y Fukida, agazapados junto a él.

– Hemos sacado a Kobori de la madriguera. Está acechando y atacando a nuestros soldados. -Oyó nuevos gritos que se interrumpían de golpe como cortados por la mitad y supo que, a diferencia de Nakai, varios de sus hombres no habían sobrevivido a su encuentro con el Fantasma.

Nakai meneó la cabeza débilmente, pero el resto de su cuerpo permaneció inmóvil.

– ¡No puedo moverme! -farfulló-. ¡Estoy paralizado!

Sano sintió una desconsolada compasión por Nakai, el guerrero que había abatido a cuarenta y ocho enemigos en su anterior batalla, derrotado al cabo de meros instantes en ésta. Le perdonó su grosería y exceso de ambición. Nakai ya le había servido mejor de lo que la mayoría de los samuráis jamás servían a sus señores. Lo había conducido al Fantasma y se había sacrificado por su causa.

A su alrededor, los soldados aullaban:

– ¡Está aquí! ¡Cogedlo!

Corrían de un lado para otro. Las espadas tintineaban. Los cuerpos chocaban. Los gritos resonaban con frecuencia atroz y creciente.

Sano se dio cuenta de que, aunque por fin tenía al Fantasma a su alcance, se hallaba en serios problemas. Se obligó a apartarse de Nakai, se puso en pie y gritó:

– ¡Dejad de correr como locos! ¡Retroceded y reagrupaos!

Sabía lo que Kobori estaba haciendo: dispersar a sus hombres para luego atraerlos uno por uno a las sombras y liquidarlos.

– ¡Rodead la zona! -ordenó-. ¡Atrapad a Kobori!

La habitación estaba desnuda, con sus muebles y colchonetas almacenados hasta el verano. Una capa de polvo cubría el suelo de tablones. En la hornacina vacía colgaba una telaraña adornada con insectos muertos. Reiko estaba de rodillas en un rincón, temblorosa y destrozada por la muerte de Tama. La sangre de la chica, ya fría y pegajosa, le había calado en la ropa y le humedecía la piel. Con cada aliento inhalaba su olor crudo y metálico; contuvo las náuseas. Los reproches la torturaban.

Yugao estaba de pie por encima de ella, con el brazo del cuchillo extendido hasta casi tocarle los labios con la punta. Tenía el cuchillo, las manos y la ropa empapados de sangre, y los ojos desorbitados. La luz de la linterna le titilaba en las facciones, animándolas como si tuviera tics nerviosos.

El miedo se acumulaba en Reiko como una charca de ácido que le corroyera el espíritu. Yugao ya había matado cuatro veces y no vacilaría en hacerlo una quinta. Completamente a merced de aquella posesa, de poco le serviría el cuchillo que Hirata le había dado. Presentía los pensamientos homicidas que se agitaban en la cabeza de Yugao, veía el atisbo de una sonrisa maliciosa curvarle la boca, notaba lo rápidos que eran sus reflejos. Si Reiko se llevaba la mano a la espalda y sacaba el cuchillo, la chica la mataría antes de que pudiera defenderse.

– No tienes por qué hacer esto -probó a convencerla-. Podemos salir caminando tranquilamente de aquí. -Su supervivencia dependía de que la manipulara-. Estarás segura.

– No digáis idioteces -replicó Yugao-. Me entregaréis a vuestro padre, y él hará que me ejecuten.

No parecía el momento oportuno para recordarle que ella había exigido con anterioridad que el magistrado Ueda la ejecutara. Yugao había cambiado de parecer y no parecía dispuesta a volver a su opinión anterior.

– Eso no pasará. Le he dicho a mi padre que creo que eres inocente, que no asesinaste a tu familia. Él me creyó. Si no hubieras huido te habrían absuelto -mintió Reiko.

Yugao la miró con aire burlón.

– No le dijisteis nada de eso. Me considerasteis culpable desde el primer momento.

– No, no es verdad. He intentado ayudarte todo el tiempo. -Reiko tenía el cuchillo tan cerca de la cara que notaba el olor a hierro; la piel le hormigueaba al imaginar el tajo, el dolor y la hemorragia-. Deja que te ayude ahora.

– ¡Oh, claro, cuando vuestro padre sepa que he matado a Tama seguro que me pone en libertad!

– Le diré que no querías matarla; ha sido un accidente -improvisó Reiko-. Lo único malo que has hecho ha sido escapar de la cárcel y asociarte con un criminal. Tú vuelve conmigo a Edo y todo se arreglará.

– ¿Por qué querría hacer eso? -replicó Yugao con desdén-. Allí no me espera nada.

– Mi padre te indultará. Podrás empezar una nueva vida y dejarás de ser una paria. -Reiko tendió la mano con cautela-. Dame el cuchillo.

Una súbita furia prendió en los ojos de Yugao.

– ¿Tanto queréis el cuchillo? ¡Pues bien, os lo daré!

Le asestó un corte en la mano. Reiko gritó cuando la hoja le rajó la palma. Manó sangre de una profunda brecha.

– Eso debería enseñaros a no intentar engañarme -dijo Yugao con malévola satisfacción-. Y ahora mantened la boca cerrada mientras decido qué hacer.

Sano ordenó a sus hombres que se agruparan y cerraran a Kobori cualquier vía de escape. Sin embargo, reinaba la anarquía, como si el Fantasma hubiera lanzado un hechizo que enloquecía a las tropas. Sano notaba crecer la histeria de sus soldados con cada grito que señalaba otra muerte a manos de Kobori. Se sobrepuso a su propio deseo de echar a correr como un poseso. Había cadáveres desperdigados entre los árboles y matorrales. En ese momento, tres soldados huyeron de los jardines y desaparecieron en el bosque. Los siguió una estampida general.