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– Bueno, pues, buena suerte -dijo Hirata.

Marume le puso una mano en el hombro.

– Cuando acabemos con esto, iremos todos a emborracharnos.

El y Fukida avanzaron hasta el linde del bosque. Sano se volvió hacia Reiko. La luz de la luna le plateaba las facciones. Las siguió con la mirada, guardándolas en la memoria aunque ya tuviera su imagen grabada en el espíritu. Ella le dedicó una trémula sonrisa.

– Ten cuidado -le dijo.

La belleza de Reiko y su propio miedo a que pronto se separasen para siempre lo llenaron de dolor.

– Te quiero -susurró.

– No -dijo ella, con la voz quebrada y apenas audible.

Él sabía que no se refería a que rechazara su amor. Reiko sabía que él lo había dicho por si no sobrevivía a la misión o no tenía tiempo suficiente para decírselo después. Aquellas palabras equivalían a una despedida que ella no quería oír. Sano le tocó la mejilla. Intercambiaron una sentida mirada que los sostuviera hasta su regreso… o hasta que se reunieran en la muerte. Luego Sano dio media vuelta y partió hacia la noche con Marume y Fukida para vengarse del hombre que tal vez lo había asesinado.

Reiko se quedó sentada junto a Hirata en el bosque; sus guardias y los soldados vigilaban en cuclillas allí cerca. Nadie hablaba. Todos estaban absortos contemplando la mansión por entre los árboles y aguzando el oído por si algún sonido les revelaba qué estaba sucediendo. Reiko proyectó su mente hacia Sano a través de la distancia. Poseían una conexión espiritual única que les permitía detectar la presencia, los pensamientos y las sensaciones del otro aunque estuvieran separados. Estaba segura de que se enteraría si él estaba en peligro, herido… o muerto. Sin embargo, esa noche no sentía nada salvo su creciente temor por él. Una terrible soledad se abatió sobre su corazón. Cerró los ojos para escuchar mejor.

La noche tejía un tapiz de sonidos que apagaban los de Sano y sus hombres. Los lobos aullaban y el viento gemía entre los árboles. Reiko oyó el chillido de las aves de presa y el borboteo del arroyo en el valle. Las campanas de los templos tocaron a medianoche. Cuando abrió los ojos, vio la mansión, tan quieta como siempre. La ventana iluminada titiló, como si la linterna de dentro se estuviera quedando sin aceite. La luna alcanzó su cénit y las estrellas giraron en la rueda del firmamento mientras Reiko se preguntaba qué estaría haciendo Sano. El aire se volvió invernal, pero ella no se dio cuenta de que temblaba de frío hasta que Hirata le cubrió los hombros con su capa. Pasó el tiempo, lento como el agua que erosiona la piedra, y la espera se tiñó de tensa incertidumbre.

De repente una voz lejana gritó:

– ¿Quién anda ahí?

Reiko se puso rígida y el pulso se le desbocó. Hirata, sus escoltas y los soldados se pusieron en guardia.

– ¡Responded! -ordenó la voz.

El pánico la hacía estridente, y procedía de la casa.

– Esa es Yugao -dijo Reiko con aprensión-. ¿Qué estará sucediendo?

– Debe de haber oído llegar a nuestros hombres -respondió Hirata con el corazón en un puño-. Ella y el Fantasma saben que están bajo asedio.

– ¡Marchaos! -chilló Yugao, cuya voz sonaba más cercana y nítida-. ¡Dejadnos en paz!

Entonces Reiko oyó el sonido de la puerta al abrirse. Yugao salió a la galería. Tenía la espalda encorvada y semejaba una bestia salvaje acorralada. Se paseó por detrás del pasamanos y gritó:

– ¡Escuchadme, quienquiera que seáis!

Incluso a distancia y con la poca luz disponible, Reiko vio que la chica tenía la cara desencajada de odio y terror. Escrutaba frenética la oscuridad, en busca de enemigos.

– No permitiremos que nos atrapéis. ¡Marchaos o lo lamentaréis!

– Las órdenes del chambelán Sano son que llevemos a los fugitivos vivos o muertos -dijo Hirata-. Aquí tenemos a tiro a uno de ellos. -Los soldados ya habían preparado sus arcos y apuntaban hacia Yugao-. Disparad en cuanto tengáis buen ángulo.

Por más que Reiko supiera que Yugao era una asesina que merecía la muerte, se encogió ante la perspectiva de derramar la sangre de una joven. Además, si Yugao moría, se llevaría sus secretos a la tumba.

La chica se detuvo. Se oyó el susurro de tres arcos. Tres flechas surcaron la oscuridad con un silbido. Se clavaron contra el pasamanos de la galería y la pared de madera de la mansión. Yugao soltó un chillido. Se llevó las manos a la cabeza para protegerse mientras se agachaba y miraba a un lado y otro para ver quién la atacaba. Los arqueros dispararon más flechas. Yugao aulló y cayó de bruces. Reiko pensó que la habían alcanzado, pero luego la vio reptar rápidamente hacia la puerta. Entró arrastrándose y la puerta se cerró tras ella, acribillada por otra descarga de flechas.

Los arqueros bajaron sus armas y farfullaron maldiciones. Hirata sacudió la cabeza. Reiko oscilaba entre la decepción porque Yugao hubiera escapado y el alivio de no ver segada otra vida por la violencia.

Yugao gritó a través de la puerta:

– ¡No podéis matarme! Si lo intentáis siquiera… -salió un paso fuera con Tama agarrada por delante, apretada contra su cuerpo como un escudo- ¡ella morirá!

Tama estaba rígida, con su cara de muñeca convertida en una máscara de terror. Agarraba con las manos el brazo con que Yugao la sujetaba por el pecho. Reiko se horrorizó al ver que ésta blandía un cuchillo cuya hoja centelleó a la luz de la linterna. Los arqueros apuntaron.

– ¡No! -susurró Reiko. El pánico la hizo levantarse.

Los soldados miraron a Hirata en busca de órdenes. Uno dijo:

– Si disparamos a Yugao, alcanzaremos a la otra chica, seguro.

Pasó un instante antes de que Hirata hablase:

– No disparéis. Hablaré con ella.

Mientras Reiko respiraba aliviada, Hirata salió de los árboles. Cojeó por el sendero que llevaba a la mansión.

– ¡Yugao! -llamó.

La chica se volvió precipitadamente en la dirección de la voz, desplazando a Tama con ella. Su mirada hostil recorrió la oscuridad, y gritó:

– ¿Quién eres?

– Soy el sosakan-sama del sogún.

– No des ni un paso más. ¡O ésta muere!

Yugao llevó el cuchillo al cuello de Tama con un movimiento brusco. Tama chilló. Reiko ahogó un grito y se tocó su propia garganta. Hirata se paró en seco sobre la senda, a medio camino de las escaleras.

– De acuerdo -dijo con tono calmo-. Me quedaré aquí… si tú sueltas a Tama y vienes conmigo pacíficamente.

– ¡No! -La voz alarmada de Yugao sonó más estridente-. ¡Vete o le rebano la garganta, te lo juro!

– Matarla no te servirá de nada -dijo Hirata-. La casa está rodeada de soldados.

– ¡Retíralos!

– No puedo. Rendirte es tu única oportunidad de vivir.

– ¡Nunca me rendiré! ¡Nunca!

– Entonces suelta a Tama -insistió Hirata. Reiko notó que se le acababa la paciencia-. Si me haces caso no te haremos daño, te lo prometo.

– ¡Mentiroso! ¡No te creo! -chilló Yugao.

Ansiosa por ayudar, Reiko le dijo a Hirata en voz baja:

– Dile que Tama es su amiga. Tama no se merece morir.

Hirata repitió las palabras en alto para Yugao. Ella respondió a gritos:

– Tama ya no es mi amiga. Se ha chivado a la policía y me ha traicionado. -Tenía la voz amarga de ira y rencor-. Tiene la culpa de que estéis aquí.

– No es verdad -gimoteó Tama, sollozando mientras intentaba alejarse del cuchillo-. ¡Tienes que creerme!

– Sí que es verdad. -Yugao la agarró con más fuerza. La crueldad le retorcía las facciones-. Eres una traidora. ¡Te mereces un castigo!

Reiko perdió toda esperanza de que Hirata pudiera hacerla entrar en razón o salvar a Tama. Yugao estaba desquiciada. Aunque le había prometido a Sano que no interferiría, no podía quedarse de brazos cruzados. Salió corriendo del bosque y remontó el sendero hasta situarse delante de Hirata.

– ¡Yugao! -llamó, a la vez que lamentaba faltar a la palabra dada a Sano.

– ¿Qué hacéis? -dijo Hirata, consternado-. ¡Volved atrás! -Y le dio un tirón del brazo.