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Sin embargo, ese momento de paz y felicidad perfectas no podía durar. Tenía deberes de suma importancia.

– Por hoy es suficiente, Masahiro -dijo.

Envainaron las espadas.

– ¿Mañana otra vez? -preguntó el niño.

– Sí -respondió Sano-, mañana.

Una muchedumbre se congregaba delante de un pequeño santuario encajonado en una calle de cesterías de Ginza. Por la puerta torii salieron los detectives Arai e Inoue, tirando de dos samuráis rebeldes que se habían escondido dentro. Hirata los seguía a caballo con más detectives, cargados con armas de fuego, munición y bombas incendiarias que los fugitivos habían almacenado para atentados contra el régimen del caballero Matsudaira. Mientras pasaba por delante de la multitud de curiosos, Hirata reflexionó sobre la drástica diferencia que podían suponer unos pocos días.

La situación había vuelto a la normalidad una vez muerto Kobori. La posición de Sano estaba a salvo, al igual que la del propio Hirata.

Aun así, para él no había cambiado gran cosa. Seguía prisionero de su maltrecho cuerpo. Seguía sentado al margen mientras otros hombres actuaban, como había sucedido en el enfrentamiento contra Kobori. Su recuerdo de esa noche estaba enturbiado por la vergüenza de su impotencia. Su vida parecía destinada a proseguir de ese modo, porque no había vuelto a ver a Ozuno, aunque había dedicado todos sus momentos libres a buscar al anciano sacerdote. Ozuno era una oportunidad que el destino le había ofrecido fugazmente, para luego llevársela.

Sin embargo, no quería entregarse a la autocompasión y las lamentaciones. Conservaba su posición, su familia y su buen nombre. Todavía tenía sueños en los que podía luchar y siempre triunfaba, además de sus recuerdos de batallas ganadas. Hirata se tenía por afortunado.

Mientras se alejaba con sus hombres y sus prisioneros, vio una figura familiar cojeando hacia él. ¡Ozuno! Se le iluminó la cara con jubiloso asombro. Bajó de su caballo con dificultades y salió al paso del sacerdote.

– ¡Hola! -exclamó.

– ¿Qué? Oh, eres tú -refunfuñó Ozuno.

A Hirata se le antojó cómica su cara de contrariedad. Se rió, tan contento de encontrarlo que no le importó que el sentimiento no fuera mutuo.

– Os he estado buscando por todas partes. Pensaba que habíais abandonado la ciudad. ¿No es asombroso que nos hayamos cruzado por casualidad?

– Aveces encontramos lo que queremos cuando no lo buscamos, -dijo Ozuno, y añadió insidiosamente-: Y a veces topamos con lo que no queremos por mucho que intentemos evitarlo.

A Hirata no le importó el dardo del anciano, tan feliz se sentía.

– Algunos tenemos más suerte que otros, sin más.

Ozuno asintió a regañadientes.

– He oído que el chambelán Sano ha capturado a mi pupilo renegado. Tengo una gran deuda con él por borrar a Kobori del mundo.

– Y él tiene una gran deuda con vos por vuestro consejo -repuso Hirata-. Lo ayudó a derrotar a Kobori.

– Me alegro de haber sido de utilidad. -El malhumor crónico de Ozuno remitió un poco, aunque no mucho.

– ¿Recordáis lo que dijisteis la última vez que nos vimos? ¿Que si volvíamos a encontrarnos os convertiríais en mi maestro?

El viejo esbozó una mueca.

– Sí, sí que lo dije. Después de vivir ochenta años, debería haber aprendido a tener la boca cerrada.

– Bueno, aquí estamos -dijo Hirata, abriendo los brazos de par en par como si pretendiera abrazar al sacerdote, la calle entera y ese día bendito-. He aquí la prueba de que es nuestro destino que me enseñéis las artes marciales místicas.

– Y quién soy yo para desoír una prueba del destino. -Ozuno puso los ojos en blanco-. Los dioses deben de estar gastándome una broma pesada.

Ahora que su sueño estaba al alcance de su mano, la esperanza confería fuerzas a Hirata. Atisbo un vasto manantial de poder del que pronto podría beber.

– ¿Cuándo empezamos mis lecciones?

– No podemos saber cuánto tiempo nos queda en esta tierra -sentenció Ozuno-. Lo único que tenemos seguro es el momento presente. Deberíamos empezarlas en el acto.

Pero ahora que Hirata había alcanzado su anhelo, sentía menos prisa por reclamarlo.

– A mí me iría mejor en un par de días. Tengo trabajo que terminar. Cuando haya acabado, podéis mudaros a mi mansión del castillo de Edo y…

Ozuna lo atajó con un gesto de la mano.

– Ahora eres mi pupilo y yo soy tu maestro. Yo decido cuándo y dónde te entreno. Ven conmigo, antes de que cambie de idea. -Atravesó a Hirata con la mirada-. ¿O te lo has pensado mejor?

Hirata experimentó un cambio interno, como si fuerzas cósmicas estuvieran redefiniendo su vida. La lealtad debida a Sano y el sogún todavía lo gobernaban, pero se había puesto a las órdenes de Ozuno. Hasta ese instante no había pensado en los conflictos de intereses o los desafíos físicos y espirituales que podía conllevar incorporarse a la sociedad secreta de elegidos. Aun así, no era más libre de escoger su destino que Ozuno.

Miró a los dos detectives que se habían detenido para esperarlo y dijo:

– Seguid sin mí. -Se volvió hacia Ozuno, que lo contemplaba con ceño, como si hubiera pasado la primera prueba por los pelos-. Estoy listo. Vámonos.

Dentro del castillo de Edo, una procesión de samuráis avanzaba lentamente por una avenida bordeada de cedros. Todos llevaban vistosas armaduras ceremoniales. Cada uno portaba ceremoniosamente una caja grande envuelta en papel blanco. El sogún encabezaba la comitiva. El caballero Matsudaira caminaba a su derecha, Sano a su izquierda. Por delante de ellos avanzaban diez sacerdotes sintoístas ataviados con vestiduras blancas y gorros negros. Algunos llevaban antorchas encendidas; otros, tambores y campanas. Entraron en un amplio espacio recién despejado en el parque del castillo y cubierto de grava blanca. El cielo encapotado estaba surcado de nubes; la mañana era tenue y fresca como el ocaso. Unos leves temblores sacudían la tierra. La procesión descendía por un camino de losas hacia el nuevo santuario que el sogún había ordenado construir.

Durante su convalecencia Sano había oído hachazos día y noche, procedentes de los numerosos leñadores que talaban los árboles. En ese momento contempló el santuario que honraba el recuerdo de los caídos en el combate contra Kobori. Era un edificio de madera cuyo tejado curvado se tendía en voladizo sobre los escalones que subían a él desde una plataforma elevada de piedra. Una reja cubría la entrada a la cámara que los espíritus de los muertos podían habitar una vez invocados. Junto al santuario había linternas de piedra; delante de él, una mesa baja con una bandeja de conos de incienso al lado de una cuba metálica. El edificio no era grande, pero la elaborada talla de sus soportes y molduras revelaba que no se había escatimado en gastos o esfuerzo para su construcción. Muchos artesanos debían de haber trabajado sin tregua para tenerlo terminado ese día, que los astrólogos de la corte habían calificado de momento propicio para esa ceremonia conmemorativa.

Los sacerdotes encendieron las linternas de piedra y luego el incienso de la cuba. Se elevó un humo fragante. Entonaron oraciones, golpearon los tambores en una cadencia lenta y sonora y tañeron las campanas mientras el sogún se acercaba al santuario. Se detuvo ante la mesa, donde depositó su caja, que contenía cuarenta y nueve pasteles hechos de harina de trigo rellena de pasta de alubias endulzadas: ofrendas a los muertos, simbólicas del número de huesos de un soldado caído. Agachó la cabeza un momento sobre sus manos unidas y dejó caer un cono de incienso en la cuba. El caballero Matsudaira se adelantó y repitió el ritual. Luego le tocó el turno a Sano. Mientras presentaba sus respetos mudos a los hombres caídos en el cumplimiento del deber, sintió un torrente de emociones.

Su alivio por encontrarse vivo estaba teñido de vergüenza. No parecía justo que hubiese sobrevivido cuando tantos habían fallecido, que él estuviera allí en carne y hueso y sus soldados sólo en espíritu. El dolor lo afligía porque la muerte de ellos había precedido a su victoria. Se unió al sogún y al caballero Matsudaira junto al santuario y observó realizar la ceremonia al resto de los hombres de la procesión. Había setenta y cuatro, uno en representación de cada soldado abatido por el Fantasma. Incluían al Consejo de Ancianos, otros funcionarios destacados y parientes varones de los difuntos. Sin embargo, los treinta hombres heridos de gravedad y lisiados -entre ellos el capitán Nakai, todavía paralizado a pesar del tratamiento de los mejores médicos- no estaban representados. La culpa zahirió a Sano, más angustiosa que el dolor de la paliza recibida de Kobori.