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– Lo estaban, mi señor.

Sano le arrebató la lámpara y entró en la habitación. Un hedor a enfermedad y descomposición le asaltó el olfato. En el suelo había un colchón cubierto por una colcha sucia y arrugada. Las moscas zumbaban alrededor de un orinal lleno y una bandeja con una vianda de arroz, té y sopa, todo frío y rancio. Sano se agachó y tocó el colchón.

Hirata apareció en la puerta.

– Los hombres que hemos atrapado son tripulantes de las barcazas del río. Si el Fantasma está aquí, esta habitación tiene que ser la suya. -Echó un vistazo al cuarto vacío y su cara reflejó la misma decepción de Sano-. ¿Se ha ido?

– Estaba aquí hace un momento. La cama todavía está caliente. -Sano sintió una demoledora frustración por haber estado tan cerca y aun así haber perdido a su presa.

– Pero ¿cómo puede haberse escapado? -Hirata escudriñó la habitación-. Sólo hay una puerta; si hubiera salido por ella, lo habríamos visto. Y las persianas están cerradas por dentro. No puede haber…

Sano alzó la mano para interrumpirlo al oír un leve sonido.

– ¿Qué es eso?

Se quedaron los dos inmóviles, escuchando. Sano lo oyó de nuevo, un resuello que acababa en gemido. Miró a Hirata, que asintió.

Esperaron. El jaleo de fuera remitió y Marume y Fukida se asomaron a la puerta. Sano les advirtió con un dedo en los labios. De nuevo oyeron el resuello y el gemido. Sano señaló el armario empotrado en la pared. Marume y Fukida cruzaron la habitación de puntillas. Se plantaron uno a cada lado del armario, empuñando las espadas. Sano casi oía el pulso de sus compañeros acelerándose al compás del suyo, los notaba contener el aliento. Fukida abrió la puerta corredera del armario.

Estaba vacío. Los estantes contenían velas, ropa de cama, prendas dobladas y otros artículos normales. En ese momento se oyó de nuevo la trabajosa respiración, esa vez más nítida. Sano inspeccionó el suelo del armario. Un tablón estaba torcido. Marume lo alzó y lo tiró a un lado. Debajo había un agujero de unos cinco pasos de lado y cuatro de profundidad. Al inclinarse sobre él, los abofeteó una vaharada de hedor a orina, sudor y podredumbre. Sano iluminó el agujero con la lámpara.

Un rostro demacrado les devolvió la mirada con ojos temerosos. Pertenecía a un hombre que yacía aovillado sobre un costado, vestido con ropajes oscuros. Inhalaba resuellos y exhalaba gemidos. En la mano temblorosa sostenía una espada, que blandió hacia los hombres.

– Suelta el arma -dijo Sano, mientras apuntaban al hombre con sus armas-. Sal de ahí.

El hombre tuvo una convulsión. Se estremeció y sus extremidades dieron sacudidas. Cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes y profirió un gritito agónico.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Fukida.

El hombre no respondió. Sus espasmos remitieron; se le quedó el cuerpo inerte y soltó la espada. Se desplomó boqueando.

– Parece muy enfermo -dijo Sano-. No creo que suponga ningún peligro para nosotros. Sacadlo.

Marume y Fukida tiraron del cuerpo con cautela por el borde del agujero. Cuando lo agarraron y empezaron a levantarlo, el hombre chilló:

– ¡No! ¡No me toquéis! ¡Duele!

Estaba consumido, todo huesos y carne marchita. Un vendaje de algodón blanco le envolvía la pierna derecha desde los dedos hasta la rodilla. Estaba manchado de sangre y pus de una herida que Sano identificó como fuente tanto del olor infecto como de la agonía de aquel desdichado. Los detectives lo depositaron sobre la cama, donde quedó postrado, impotente y sollozando.

– ¿Este es el Fantasma? -preguntó Hirata, escéptico.

Sano no podía creer que aquel inválido fuera el asesino que había aterrorizado al régimen. Acuclillado junto a la cama, dejó la lámpara en el suelo y lo examinó más de cerca. Su largo pelo sucio y greñudo estaba despejado en la coronilla, otrora tonsurada: era un samurái. Fukida sostuvo en alto la espada que había sacado del agujero. Era de costosa factura, con la empuñadura envuelta en seda negra y decorada con incrustaciones de oro, un indicio de elevada condición social.

– ¿Quién eres? -le preguntó.

Sus ojos hundidos, subrayados por sombras oscuras y húmedos de lágrimas de dolor, ardieron de hostilidad hacia su captor.

– Sé quién sois -susurró entre jadeos y gemidos-. Sois el chambelán Sano, perro amaestrado del caballero Matsudaira. Adelante, matadme. No os diré nada.

Por lo menos se había identificado como miembro de la oposición, pensó Sano. Entonces el prisionero sucumbió a otra convulsión.

– ¡Ayudadme! -gritó-. ¡Haced que pare! ¡Por favor!

Hirata se acuclilló junto a Sano y mostró al prisionero un frasco negro laqueado.

– Esto es opio. Alivia el dolor. Responded a las preguntas del chambelán Sano, y os lo daré.

El hombre miró con furia y anhelo el vial. La pálida piel se le empapó de sudor a medida que remitían los espasmos. Asintió débilmente.

– ¿Quién eres? -repitió Sano.

– Iwakura Sanjuro.

Ese nombre aparecía en la lista del general Isogai.

– Es del escuadrón de élite de Yanagisawa -explicó Sano a sus hombres, antes de seguir preguntando-. ¿Cómo te hirieron?

– Un disparo -respondió él con voz entrecortada-. Durante nuestro último ataque contra las tropas del caballero Matsudaira.

La herida se había infectado y le había extendido el veneno por la sangre, dedujo Sano; en ese momento padecía la fiebre que provocaba convulsiones, consunción y la muerte.

– ¿Cuándo fue eso?

– En el tercer mes de este año.

Hacía un mes.

– ¿Cuánto tiempo llevas enfermo?

– No me acuerdo. -Iwakura hizo un gesto de dolor y gimió-. Una eternidad.

Sano miró a Hirata y dijo:

– No es el Fantasma.

– Está demasiado débil para haber seguido y matado al jefe Ejima o el coronel Ibe -corroboró Hirata-. Y desde luego no podría haber allanado vuestro complejo y escapado anoche.

Con todo, pese al desánimo que invadía a Sano, su cautivo no era necesariamente un callejón sin salida. Le preguntó por el paradero del resto de los soldados fugitivos de Yanagisawa, citando a cada uno por su nombre. Iwakura dijo que uno estaba muerto; cuatro más se habían escondido en las provincias el invierno anterior y no los veía desde entonces.

– ¿Qué hay de Kobori Banzan? -preguntó Sano.

Iwakura gimió y la garganta se le contrajo.

– Aquí.

– ¿Aquí? -repitió Sano, extrañado-. ¿En El Pabellón de Jade -Intercambió miradas con Hirata y los detectives, preguntándose si alguno de los hombres a los que habían retenido era el último de los siete fugitivos, y por fuerza el Fantasma.

– No ahora -aclaró Iwakura-. Nos escondíamos en esta habitación, pero él se fue.

– ¿Cuándo?

– Ayer. O anteayer. -El delirio nublaba los ojos de Iwakura-. No me acuerdo.

Sano rogó que Kobori fuera el Fantasma: de lo contrario, no sabía quién podría ser el asesino ni dónde buscarlo.

– ¿Conoce Kobori la técnica del dim-mak?

Transcurrieron unos instantes en los que Iwakura cerró los ojos con fuerza y libró una silenciosa batalla contra el dolor. Sano le dijo a Hirata:

– Dale un poco de opio.

Hirata vertió unas gotas de la poción en la boca del cautivo. Al poco Iwakura se relajó y el dolor cesó. Sano repitió su pregunta. Iwakura respiró hondo.

– No lo sé -contestó a la pregunta de Sano-. Lo mantenía en secreto. Pero ayer… o cuando fuera… -Se le nubló la vista mientras su mente divagaba-. Antes de irse, le pedí que me matara. Me muero, no sirvo para nada. Quería que me degollara y acabara con mi sufrimiento. Me dijo que no podía hacer eso, que supondría problemas.

Una muerte así hubiese parecido un asesinato, lo que habría despertado las sospechas de la policía en aquella habitación, algo que no interesaba a Kobori.

– Pero dijo que podía ayudarme. Me tocó la cabeza y luego dijo que moriría pronto y que parecería natural.

Sano le acercó la lámpara a la cabeza. Allí, en la piel delgada y cerosa cercana a la sien, empezaba a distinguirse una moradura en forma de huella dactilar. Sano maldijo para sus adentros su mala suerte. ¡El asesino se le había escapado por muy poco!