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– Oye, viejo -le dijo uno.

Otro le cerró el paso.

– ¿Adonde crees que vas?

El yamabushi se detuvo con expresión impasible.

– Dejadme pasar -dijo con voz ronca y extrañamente resonante.

– No nos digas lo que tenemos que hacer -le espetó el primer samurái.

Él y su panda empezaron a zarandear al sacerdote y a burlarse de él. Le arrancaron el arnés del hombro y el cofre cayó al suelo. Los samuráis lo levantaron y lo lanzaron al cementerio. El yamabushi permaneció impertérrito, apoyado en su bastón.

– Marchaos -dijo con calma-. Dejadme en paz.

Su aparente falta de miedo enfureció a la pandilla. Desenvainaron sus espadas. Hirata decidió que ya se habían divertido bastante. En otro tiempo hubiera rescatado al sacerdote y ahuyentado a los gamberros por su cuenta, pero en ese momento le dijo a los detectives:

– Poned paz.

Arai e Inoue desmontaron de un salto, pero antes de llegar a los bravucones, uno de ellos lanzó una estocada al sacerdote. Hirata se encogió al anticipar el sonido del acero cortando carne y hueso, el chorro de sangre. Sin embargo, la espada del matón se estrelló contra el cayado de madera, que el sacerdote alzó con un movimiento tan rápido que Hirata ni siquiera lo distinguió. El matón lanzó un grito de sorpresa, pues el impacto lo mandó dando tumbos hacia atrás. Cayó cerrando el paso a Inoue y Arai, que corrían en ayuda del sacerdote. Hirata se quedó boquiabierto.

– ¡Matadlo! -chillaron los demás gallitos.

Furiosos, atacaron al yamabushi con sus espadas. El bastón del anciano detuvo hasta el último golpe con una precisión que Hirata rara vez había visto, ni siquiera entre los mejores guerreros samuráis. Un torbellino de cuerpos en brusco movimiento y espadazos rodeó al sacerdote mientras los atacantes trataban de derribarlo. El giraba en el centro, con su brazo y su cayado convertidos en un borrón de movimiento, sus rasgos adustos atentos pero distendidos. Sus oponentes intentaron lanzarse contra el bastón. Uno cayó inconsciente de un golpe en la cabeza. Otro salió despedido hacia el cementerio, donde se estrelló contra una lápida y quedó tumbado entre gemidos. Los otros tres decidieron que aquello era demasiado para ellos y huyeron aterrorizados, magullados y ensangrentados.

Hirata, Inoue y Arai contemplaron la escena estupefactos. De los espectadores congregados para presenciar la pelea surgían murmullos de asombro. Elyamabus entró renqueando en el cementerio para recuperar sus posesiones. Hirata bajó trabajosamente de su montura.

– Llevad a esos samuráis heridos a la puerta de vecindario más cercana. Ordenad a los centinelas que llamen a la policía para que los arresten -le dijo a los detectives. Luego se dirigió hacia el sacerdote-. ¿Cómo has hecho eso?

– ¿El qué? -preguntó el anciano mientras se pasaba el arnés por el hombro y se echaba el cofre a la espalda. Ni siquiera tenía la respiración agitada por la pelea. Parecía más molesto por la intromisión de Hirata que por el ataque recibido.

– ¿Cómo has podido derrotar a cinco samuráis en buena forma? -dijo Hirata.

– No los he derrotado yo. -El sacerdote le lanzó un vistazo rápido con el que pareció calibrarlo, grabarlo en su memoria y luego desentenderse de él-. Se han derrotado solos.

Hirata no comprendió la críptica respuesta, pero reparó en que acababa de presenciar la prueba de que ese yamabushi en verdad poseía los poderes místicos de los que se había reído hacía un momento. También cayó en la cuenta de que tal vez fuera el hombre que andaba buscando.

– ¿Eres Ozuno?

El sacerdote se limitó a asentir.

– ¿Y tú eres?

– Soy el sosakan-sama del sogún -respondió Hirata, y dio su nombre-. Te estaba buscando.

Ozuno no parecía sorprendido, ni siquiera interesado. Daba la misma impresión que otros monjes solitarios y distantes.

– Si no vas a hacer otra cosa que mirarme, proseguiré mi camino.

– Estoy investigando un crimen -dijo Hirata por fin-. Tu nombre salió a colación como alguien que tal vez pudiera ayudarnos. ¿Conoces a Kobori Banzan?

Una emoción se agitó tras la imperturbable mirada de Ozuno.

– Ya no.

– ¿Pero lo conociste?

– Fue mi discípulo.

– ¿Tú le enseñaste el arte del dim-mak?

Ozuno sonrió con desdén.

– Le enseñé a luchar con la espada. El dim-mak es sólo un mito.

– Eso creía yo. Pero recientemente cinco hombres han sido asesinados por el toque de la muerte. -Seis, si Sano era la próxima víctima, pensó Hirata-. He visto pruebas. Tu secreto ha sido desvelado.

El desdén desapareció del rostro de Ozuno, que adoptó la expresión del samurái herido en la batalla que mantiene la compostura a fuerza de voluntad.

– ¿Crees que Kobori es el asesino?

– Sé que lo es.

Ozuno se hincó de rodillas ante una lápida. Por primera vez parecía tan frágil como cualquier anciano. Con todo, pese a su visible agitación, no aparentaba sorpresa ni desconcierto, como si una predicción se hubiera cumplido.

– Tengo que atrapar a Kobori -dijo Hirata-. ¿Sabes dónde está?

– No lo he visto en once años.

– ¿No habéis tenido ningún contacto desde entonces? -Hirata le sintió decepcionado, pero pensó que encontrar a Ozuno había sido un golpe de suerte, aunque no fuera para la investigación.

– Ninguno. Repudié a Kobori hace mucho tiempo.

El nexo entre maestro y discípulo era casi sagrado, e Hirata sabía que el repudio era un acto extremo de censura por parte del maestro y una tremenda deshonra para el pupilo.

– ¿Por qué?

Ozuno se levantó y miró a lo lejos.

– Corren muchas ideas falsas sobre el dim-mak. Una es que se trata de una única técnica. Sin embargo, pertenece a un amplio abanico de artes marciales místicas que incluyen el combate con armas y el lanzamiento de hechizos. -Su estupor al enterarse de que su antiguo discípulo era un criminal buscado había disipado su reserva. Hirata comprendió que le estaba revelando cosas que muy pocos mortales habían oído-. Otra idea falsa es que el dim-mak es una magia maligna inventada para que la usaran asesinos. Esa no era la intención de los antiguos que la desarrollaron. Pretendían que el toque de la muerte se usara de forma honorable, en defensa propia y en la batalla.

– Tenían que haber supuesto que podría usarse para matar con fines ilícitos -objetó Hirata.

– Ciertamente. Por eso sus herederos han conservado el secreto de su conocimiento con tanto celo. Formamos una sociedad secreta cuyo objetivo es preservarlo y transmitirlo a la siguiente generación. Hacemos un voto de silencio que nos prohibe usarlo salvo en casos de extrema emergencia o revelarlo salvo a nuestros discípulos cuidadosamente seleccionados.

– ¿Cómo los seleccionáis? -preguntó Hirata.

– Observamos a los jóvenes samuráis entre los vasallos de los Tokugawa, los séquitos de los daimios y los ronin. Deben poseer un carácter firme además de talento natural para el combate.

– ¿Pero a veces se cometen errores? -dedujo Hirata.

Ozuno asintió apesadumbrado.

– Encontré a Kobori en una escuela de artes marciales de la provincia de Mino. Era el hijo de un clan respetable pero empobrecido. Poseía una habilidad superior para las artes marciales y una déterminación fuera de lo común. Nuestro adiestramiento es extremadamente riguroso, pero Kobori parecía la reencarnación de un antiguo maestro.

– ¿Qué salió mal?

– Yo no era el único que se había fijado en su talento para el combate. Llegó a conocimiento del chambelán Yanagisawa, que también buscaba buenos guerreros entre la clase samurái. Mientras Kobori se estaba entrenando conmigo, le ofrecieron un puesto en el escuadrón de élite de Yanagisawa. Al cabo de poco llegó el incidente que provocó la ruptura entre nosotros.

Un doloroso recuerdo cruzó las facciones de Ozuno.

– Es de sobras conocido que esos soldados de élite eran asesinos que mantenían a Yanagisawa en el poder. ¿Habéis oído hablar de rivales que fueron oportunamente asaltados y asesinados por salteadores de caminos?