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– De acuerdo -dijo Hirata. Edo era lo bastante pequeño para saber que volvería a ver al sacerdote.

Ozuno sonrió con sorna al adivinarle el pensamiento.

– Pero no si yo te veo primero -dijo, y sin más salió cojeando del cementerio. En la calle, se mezcló con un grupo de peregrinos y desapareció.

Capítulo 28

Reiko llamó a la puerta de la mansión donde trabajaba Tama, la amiga de Yugao. Abrió una mujer de pelo gris y cara de pocos amigos.

– ¿Qué queréis?

– Quiero ver a Tama -dijo Reiko, con tanta premura que le tembló la voz.

– ¿Os referís a la doncella de la cocina? -La curiosidad agudizó la mirada de la mujer-. ¿Quién sois? -Después de que Reiko se presentara, se mostró más cortés y dijo-: Lo siento, Tama no está.

Reiko sintió una terrible decepción. Si Sano estaba condenado a morir pronto, encontrar a Yugao tal vez fuera lo último que pudiera hacer por él.

– ¿Dónde está?

– La cocinera la ha mandado al mercado del pescado. Yo soy la gobernanta. ¿Puedo ayudaros?

– No lo creo. ¿Cuándo volverá Tama? -Jamás lograría encontrar a la chica en el enorme y abarrotado mercado, así que trató de no perder la calma. Viniéndose abajo no ayudaría a Sano.

– Oh, lo más probable es que tarde horas -dijo la gobernanta mientras estudiaba a Reiko con ávido interés-. ¿Por qué tenéis tanta necesidad de verla? ¿Qué ha hecho?

– Puede que nada -dijo Reiko. Su corazonada de que Tama le había escamoteado información importante tal vez fuera una mera ilusión. Aun así, no podía rendirse; Tama era su única vía hacia Yugao-. Bien pensado, es posible que puedas ayudarme. ¿Has notado algo raro en Tama últimamente?

La gobernanta arrugó la frente en gesto meditabundo y luego respondió:

– A decir verdad, sí. Anteayer salió de la casa sin permiso. La señora la riñó y le pegó. Eso es impropio de Tama. Por lo general es una criatura dócil y obediente, que nunca se salta ninguna norma.

Reiko se obligó a no lanzar las campanas al vuelo.

– ¿Sabe por qué motivo salió Tama?

– Fue por esa chica que vino a verla.

– ¿Qué chica? -Contuvo el aliento mientras sus esperanzas se desbocaban y el corazón se aceleraba.

– Dijo que se llamaba Yugao.

Reiko sintió tal alivio que el aliento se le escapó en una sola bocanada; se agarró a la jamba para no caer.

– Cuéntame todo lo que pasó cuando vino Yugao. ¡Es muy importante!

– Bueno, se presentó en la puerta de atrás -dijo la gobernanta, complacida por la atención de Reiko-. Preguntó por Tama. Sólo me dijo su nombre y que era una vieja amiga de Tama. Se supone que los criados no deben tener visitas, pero me dio pena por Tama, porque está sola en el mundo. Pensé que no haría daño a nadie dejarle ver a una amiga por una vez. De modo que fui a buscarla. Al principio se alegró mucho de ver a Yugao. La abrazó, lloró y dijo lo mucho que la había echado de menos. Pero luego empezaron a hablar y a Tama se le fue poniendo cara de preocupación.

– ¿Qué dijeron? -Reiko se hincó las uñas en las palmas.

– Yugao hablaba en susurros y no oí lo que decía. Tama dijo: «No, no puedo. Si lo hago me meteré en líos.»

Por fin Reiko comprendía por qué se había mostrado tan alterada cuando le contó que su amiga de la infancia era una asesina fugitiva. Yugao debía de haberse inventado alguna historia para explicar por qué se presentaba necesitada de su ayuda.

– Pero Yugao siguió hablando -continuó la gobernanta- y al final la convenció, porque dijo: «Vale. Ven conmigo.» Salieron corriendo juntas.

– ¿Las acompañaba un hombre? -preguntó Reiko con ansia.

– No, que yo viera.

Aun así, Reiko estaba segura de que el Fantasma había acechado en algún lugar de las inmediaciones. Al partir del Pabellón de Jade, él y Yugao necesitaban otro lugar donde esconderse. La chica debió de pensar en Tama, la única persona a la que podía pedirle un favor.

La gobernanta se acercó más y susurró:

– No le conté a la señora que Tama robó una cesta de comida de la despensa antes de que se fueran.

– ¿Sabes adonde iban? -preguntó Reiko.

– No. Cuando Tama llegó a casa se lo pregunté, pero no quiso contármelo.

– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

– Dejadme pensar. -La gobernanta se dio unos golpecitos con el dedo en la mejilla marchita-. Se fue al atardecer y al volver le faltó muy poco para encontrarse cerradas las puertas del barrio.

Las esperanzas de Reiko se hundieron; Tama podría haber recorrido una distancia considerable, aun a pie y cargada de provisiones, entre el atardecer y esa avanzada hora de la noche. El lapso de tiempo dejaba una zona frustrantemente amplia para buscar el lugar donde había escondido a Yugao y el Fantasma.

– Gracias por tu ayuda -dijo Reiko, mientras se daba la vuelta para partir.

– ¿Le digo a Tama que habéis venido? -Preguntó la gobernanta-. ¿Le digo que volveréis?

De la necesidad brotó la inspiración. Reiko pensó en la comida que Tama había robado y una nueva estrategia avivó sus esperanzas.

– No -respondió mientras se apresuraba hacia el palanquín y sus guardias-, por favor, no le digas nada a Tama.

Sin embargo, volvería. Y entonces descubriría dónde se escondían Yugao y el Fantasma.

Sano paró en el cuartel general de la metsuke para recoger la ficha de Kobori; incluía su estatura y peso aproximados y un dibujo muy rudimentario de su cara. Tras una visita al general Isogai, al que reclamó tropas del Ejército para implementar la búsqueda, se encaminó a toda velocidad hacia el palacio.

En cuanto entró en la cámara de audiencias supo que afrontaría más problemas de los que había previsto. El caballero Matsudaira, sentado en su lugar de costumbre, lucía un ceño tan iracundo que parecía el relieve de un demonio de un templo. Por encima de él, en la tarima, se encogía el sogún, asustado y perplejo. Yoritomo, sentado a su lado, dirigió una mirada de advertencia a Sano. Los guardias apostados a lo largo de las paredes estaban perfectamente inmóviles, con la mirada fija al frente, como si les diera miedo moverse. Los ancianos no estaban. En su lugar, sobre el suelo elevado, se encontraba el comisario de policía Hoshina, que observó a Sano con serena y medio sonriente compostura.

A Sano lo descolocó encontrarse allí a su enemigo. Mientras se arrodillaba en la tarima a la izquierda del sogún y hacía una reverencia, Matsudaira preguntó con aire autoritario:

– ¿Por qué demonios habéis tardado tanto?

– Tenía asuntos urgentes que atender -respondió Sano, aunque sabía que eso no era excusa suficiente para el caballero. ¿Qué había pasado en menos de dos días para hundirlo en la estima del primo del sogún y elevar a Hoshina? Dudaba que el único motivo fuera que Matsudaira estaba al corriente de su fracaso en capturar al Fantasma la noche anterior; al fin y al cabo, Hoshina no tenía nada mejor que ofrecer-. Mil disculpas.

– Hará falta más que eso -dijo el caballero con ira creciente-. ¿Hago bien al entender que asignasteis centenares de soldados del Ejército a misiones de escolta?

– Sí -reconoció Sano. Con el rabillo del ojo vio que Hoshina disfrutaba con su apuro-. Con un asesino suelto y los funcionarios con miedo de salir de casa, parecía el único modo de mantener en marcha el gobierno.

El sogún asintió en tímida conformidad, pero su primo no le hizo caso y dijo:

– Bueno, es evidente que no previsteis que la seguridad se veria drásticamente reducida cuando retiraseis a esos hombres de sus puestos habituales. Mientras ellos hacían de niñeras de un hatajo de cobardes, ¿quién se suponía que iba a mantener el orden en la ciudad? -Tenía la tez tan amoratada de ira que parecía a punto de reventársele una vena-. ¿Creéis que tenemos una reserva ilimitada de tropas?

– He mandado traer más de las provincias -dijo Sano en un fútil intento de defenderse. Yoritomo se retorció las manos-. He ordenado que los daimios nos presten a sus vasallos para patrullar las calles.