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– Los que se produjeron aquí, hará unos seis años. Apuñalaron a tres hombres en cuestión de unos meses.

La atención de Reiko volvió de golpe a su interlocutor.

– ¿Qué? ¿Quiénes eran?

– Soldados Tokugawa. Muchos vienen aquí a divertirse cuando están de permiso.

– ¿Cómo sucedió?

– Al parecer, se emborracharon en salones de té y salieron a los callejones a hacer pis. Los encontraron muertos en un charco de sangre.

Una inquietante sensación recorrió a Reiko. Los asesinatos se habían producido cuando Yugao vivía en el distrito, y las víctimas también habían sido apuñaladas.

– ¿Nunca atraparon al asesino?

– No que yo sepa. Lo último que oí fue que la policía decidió que los había matado un bandido errante. En los cuerpos no hallaron sus bolsas de dinero.

Debía de ser una coincidencia que Yugao y los apuñalamientos se ubicaran en la misma zona durante el mismo período. Los bandidos a menudo mataban para robar. Además, ¿cómo podía una joven asesinar a samuráis fuertes y armados? Con todo, Reiko no se fiaba de las coincidencias.

La lluvia amainó, pero el cielo siguió encapotado. La gente salió en tropel de los puestos a la avenida mojada.

– Ha sido un placer hablar con vos -dijo el Rata-. Si me llega alguna noticia de vuestra prisionera fugada, mandaré un mensaje. -Tiró de la correa de su mono y dijo a los guardias-: Se acabó la diversión.

Reiko pasó una hora interrogando a gente en el distrito del ocio, pero nadie había visto a Yugao. Al parecer era demasiado lista para ir a un sitio donde era probable que la policía la buscara. Aun así, podría haberlo hecho por no tener otro lugar adonde ir. Reiko amplió su búsqueda a los barrios vecinos y al final se encontró en una familiar calle de casas de vecindad y comercios. Vio un salón de té que reconoció. La camarera con la que había hablado el día anterior estaba apoyada en el mismo pilar.

– Vaya, mira quién ha vuelto -dijo la moza, y tendió la mano con la palma hacia arriba-. Me debéis dinero. He descubierto dónde está la tal Tama.

Los porteadores de Reiko posaron su palanquín en un enclave del distrito comercial de Nihonbashi. Lloviznaba sobre unas mansiones de dos pisos; pinos y arces rojos crecían en los espaciosos jardines ocultos tras cercas de bambú. Las calles estaban tranquilas y despobladas, alejadas del ajetreo del comercio presente a dos manzanas de distancia.

– Resulta que vino un antiguo cliente y contó que el padre de Tama se había matado con la bebida y que la hija se quedó sin una moneda para comer -le había contado a Reiko la camarera del salón de té-. Fue a trabajar de criada a casa de un prestamista rico.

Las señas que le había dado la camarera habían conducido a Reiko hasta allí. A lo mejor Tama la ayudaba a localizar a Yugao además de arrojar luz sobre los asesinatos. Miró por la ventanilla del palanquín mientras el teniente Asukai desmontaba, se acercaba a la mansión más grande de la calle y llamaba a la puerta. La abrió un criado.

– Quiero ver a Tama -dijo el teniente Asukai-. Hazla salir.

Al poco apareció una mujer. Tama era tan menuda que parecía una niña, aunque Reiko sabía que debía de tener la edad aproximada de Yugao, más de veinte. Llevaba un sencillo quimono añil, y el pelo recogido bajo un pañuelo de tela blanca. Tenía una cara suave y rechoncha, como de muñeca. Al contemplar a Asukai y los demás guardias, el miedo ensanchó sus ojos inocentes. El soldado la condujo hasta el palanquín de Reiko.

– Hola, Tama-san. Me llamo Reiko. Soy hija del magistrado Ueda, y me gustaría hablar contigo. -Abrió la puerta-. Entra y no te mojarás. -Sintió un impulso de proteger a Tama, que parecía demasiado dulce e indefensa para sobrevivir en el mundo.

La chica obedeció dócilmente. Dentro del palanquín, miró alrededor como si se hallara en otro planeta. Reiko pensó que probablemente nunca había subido a uno: las criadas iban a pie. Se arrodilló a un lado de Reiko y escondió las manos en las mangas.

– No tengas miedo -dijo Reiko-. No voy a hacerte daño.

Avergonzada, Tama evitó su mirada.

– Tengo que hacerte algunas preguntas sobre tu amiga Yugao.

Tama se puso rígida. Miró la puerta de reojo, como si quisiera saltar pero no se atreviera.

– No… no conozco a ninguna Yugao -respondió con un susurro apenas audible. Su cara, sincera y transparente, desmentía sus palabras.

– Sé que tú y Yugao erais amigas -dijo Reiko con amabilidad-. ¿La has visto?

Tama sacudió la cabeza y suplicó con los ojos que la dejara en paz. Susurró:

– No. No desde hace tres años, cuando se…

– ¿Mudó al poblado hinin? -Tama asintió y Reiko se preguntó si estaría mintiendo de nuevo. El nerviosismo de la chica hacía difícil dilucidar si ése era el caso, o si tan sólo era tímida con los desconocidos o tenía miedo de que su conexión con una asesina la metiera en problemas-. No te preocupes, no te pasará nada malo -la tranquilizó- . Sólo necesito encontrar a Yugao. Ayer se escapó de la cárcel, y es peligrosa. ¿Tienes idea de adónde puede haber ido?

– ¿La cárcel? -preguntó Tama boquiabierta. Sus ojos se llenaron de asombro y horror-. ¿Yugao estaba en la cárcel?

– Sí. Asesinó a sus padres y su hermana. ¿No lo sabías?

Tama se la quedó mirando con atónito espanto: era evidente que no lo sabía. Reiko supuso que los crímenes en el poblado hinin no recibían publicidad. Tama ocultó la cara entre las manos y rompió a sollozar.

– ¡Oh, no, oh, no, oh, no!

Reiko le apartó las manos con suavidad. Tama tenía los ojos y la cara anegados en lágrimas. Miró a Reiko con desconsuelo.

– No sé dónde está Yugao -exclamó-. ¡Creedme, os lo ruego!

– ¿Se te ocurre dónde puede haber ido? ¿Hay algún lugar al que fuerais las dos de pequeñas?

– ¡No! -Tama arrancó sus manos de las de Reiko y se secó las lágrimas con la manga.

– Intenta hacer memoria. Es posible que Yugao haga daño a alguien más si no la atrapan. -Tama se limitó a llorar y sacudir la cabeza. Reiko la agarró por los hombros-. Si sabes cualquier cosa que pueda ayudarme a encontrarla, tienes que decírmela.

– No sé nada-gimoteó la chica-. Soltadme. Me hacéis daño.

Avergonzada por intimidar a aquella chica inocente e indefensa, Reiko la soltó.

– De acuerdo. Lo siento -dijo. Sin embargo, aunque no pudiera descubrir dónde se hallaba Yugao, a lo mejor todavía podía conseguir que su búsqueda de Tama hubiera valido la pena-. Tengo que preguntarte otra cosa -dijo-. ¿Por qué querría matar Yugao a su familia?

La chica se encogió en una esquina del palanquín, quieta y callada como un pajarillo que espera que el gato se aburra y se vaya si aguarda lo suficiente.

– Dímelo -insistió Reiko, amable pero firme.

La voluntad de Tama cedió y al fin susurró:

– Creo… creo que él la empujó a ello.

– ¿Quién? ¿Te refieres a su padre?

Tama asintió.

– Él… cuando éramos pequeñas… se metía en su cama por las noches.

Reiko sintió una punzada de satisfacción ante esa prueba de su teoría sobre el móvil de Yugao.

– ¿Es lo que te dijo Yugao?

– No. No hizo falta. Lo vi.

– ¿Cómo? ¿Qué sucedió?

Con constantes incitaciones de Reiko, la chica explicó:

– Pasé una noche en casa de Yugao. Teníamos diez años. Cuando nos acostamos, su padre vino a la cama y se metió a su lado.

Reiko se imaginó a la madre, el padre, la hermana, Yugao y Tama tumbados en colchones en la misma habitación, como hacían las familias que ocupaban viviendas pequeñas. Vio al hombre levantarse y cruzar de puntillas la oscuridad hacia Yugao. La asombró enterarse de que cometía incesto incluso en presencia de una amiga y toda su familia. El hombre se merecía ser un paria y no había sido acusado en falso por su socio.

– El creyó que yo dormía -prosiguió Tama-. Cerré los ojos y me quedé quieta. Pero los noté moverse en la cama a mi lado y el temblor cuando se tumbó encima de ella. Y la oí llorar mientras él…