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Hirata lo recibió delante de la mansión. La noche anterior Sano le había mandado un mensaje para informarle del ataque del asesino, y parecía destrozado por la noticia.

– Sano-san, yo… -La emoción ahogó sus palabras. Se hincó de rodillas ante Sano y agachó la cabeza.

A Sano lo conmovía que Hirata pudiera sentirse apesadumbrado por él, que había sido la causa de su atroz herida. Se dirigió a él con un tono falsamente animado:

– Levanta, Hirata-san. Todavía no estoy muerto. Ahorra tus lamentos para mi funeral. Tenemos trabajo que hacer.

Hirata se levantó, confortado por la actitud de Sano.

– ¿Todavía queréis que localice al sacerdote, al aguador y quien sea que haya acechado al coronel Ibe?

– Sí. Y seguiremos adelante con el resto de los planes que trazamos ayer.

– Marume y yo ya hemos organizado la búsqueda del sacerdote Ozuno -terció Fukida.

– Haré todo lo que esté en mi poder por atrapar al asesino -declaró Hirata-. Ahora se trata de algo personal.

– Si vengas el asesinato de tu señor antes de que éste muera, te ganarás un lugar en la historia -dijo Sano.

Hirata y los detectives rieron de la broma. Sano acusaba la tensión de tener que mantenerlos animados a ellos además de a sí mismo.

– Tomémoslo por el lado bueno. Toda desdicha trae beneficios inesperados. Lo que pasó anoche ha aportado nuevas pistas que me dispongo a seguir ahora mismo.

El cuartel general del Ejército Tokugawa estaba situado en el interior del castillo de Edo, en una torrecilla que brotaba de un muro ubicado en las alturas de la colina. Se trataba de una estructura elevada y cuadrada revestida de yeso blanco. Por encima de cada uno de sus tres pisos sobresalía un tejado. El general Isogai, comandante supremo de las fuerzas militares, tenía un despacho en la parte más alta. Sano y los detectives Marume y Fukida llegaron a la torre por un pasillo cubierto que corría paralelo al muro. Mientras lo recorrían echaron un vistazo entre los barrotes de las ventanas hacia los pasajes que quedaban por debajo. A Sano le sorprendió ver tan sólo a los guardias de patrulla y los centinelas de los puestos de control. Los funcionarios que por lo general abarrotaban los caminos estaban ausentes.

– El lugar está tan desierto como vuestro complejo -observó Marume.

– Por algún motivo no puedo creer que el comisario Hoshina sea también responsable de esto -dijo Fukida.

Tampoco Sano, que tenía un mal presentimiento al respecto. Entraron en la torre y subieron por las escaleras, donde se cruzaron con varios soldados que les hicieron reverencias. Sano se plantó en el umbral del despacho de Isogai, donde el general presidía una reunión de oficiales. El humo de sus pipas enturbiaba el ambiente y escapaba por las ventanas hacia la niebla. El general reparó en Sano, lo saludó con un gesto de la cabeza y despidió a sus hombres.

– Saludos, honorable chambelán. Entrad, por favor.

Sano le dijo a Marume y Fukida que esperaran fuera y entró. Espadas, lanzas y arcabuces colgaban de soportes en la pared, al lado de mapas de Japón que mostraban las guarniciones militares.

– ¿Puedo seros de utilidad? -preguntó el general Isogai.

– Podéis, pero, antes, os ruego que aceptéis mis condolencias por la muerte del coronel Ibe.

La expresión jovial del general devino sombría.

– Ibe era un buen soldado. Un buen amigo, también. Ascendió desde abajo conmigo. Lo echaré de menos. -Profirió una carcajada sin humor-. ¿Recordáis nuestro último encuentro? Estábamos muy satisfechos porque teníamos las cosas bajo control. Ahora han asesinado a uno de mis hombres más importantes y vos tenéis de malas al caballero Matsudaira porque no lográis atrapar al culpable.

Se acercó a la ventana.

– ¿Veis lo vacío que está el castillo? -Sano asintió-. Todo el mundo se ha enterado de que el asesino os tuvo a tiro anoche. Aquí, en el único lugar que todos creíamos seguro. La gente tiene miedo de salir. No quieren ser los próximos en morir. Están escondidos en sus casas, rodeados de guardaespaldas. El bakufu entero se ha parado en seco.

Sano se imaginó cortada la comunicación entre Edo y el resto de Japón y al régimen Tokugawa perdiendo su control de las provincias. La anarquía engendraría rebeliones. No sólo aprovecharían los restos de la facción de Yanagisawa la oportunidad de recobrar el poder, sino que los daimios quizá se alzaran contra el dominio Tokugawa.

– Esto podría ser desastroso. Asignad soldados para escoltar y proteger a los funcionarios mientras cumplen con sus cometidos -dijo Sano.

El general frunció el entrecejo, poco convencido. -El Ejército ya anda metido en demasiadas cosas a la vez.

– Pues tomad prestadas tropas a los daimios. Traed a más de las provincias.

– Como deseéis -dijo el general, aunque todavía a regañadientes-. Por cierto, ¿os habéis enterado de que el asesino tiene mote? La gente lo llama «el Fantasma», porque acecha a sus víctimas y las mata sin que nadie lo vea. -Hizo un gesto hacia la ventana-. Dadme un enemigo al que pueda ver, y mandaré todos mis arcabuceros, arqueros y espadachines contra él. Pero mi ejército no puede combatir a un fantasma. -Se volvió hacia Sano-. Vos sois el detective. ¿Cómo lo encontramos y atrapamos?

– Con la misma estrategia que usaríais para derrotar a cualquier enemigo. Analizamos la información de la que disponemos. Luego vamos por él. Isogai parecía escéptico.

– ¿Qué sabemos de él salvo que tiene que ser un loco? -Su ataque contra mí me ha enseñado dos cosas -explicó Sano-. Primero, su motivación es destruir el régimen del caballero Matsudaira matando a sus funcionarios clave.

– ¿No lo sospechabais ya desde que el jefe de la metsuke murió en la carreras de caballos?

– Sí, pero ahora es una certeza. No conocía bien a ninguna de las víctimas; no compartíamos amigos, asociados, lazos familiares ni enemigos personales. No teníamos nada en común salvo nuestros nombramientos para el nuevo régimen del caballero Matsudaira.

El general asintió.

– Entonces el asesino debe de ser un recalcitrante de la oposición. Pero no creeréis que está conchabado con los ancianos Kato e Ihara y su pandilla, ¿verdad? Juegan fuerte en política, pero no puedo creer que se atreviesen a algo tan arriesgado como un asesinato múltiple.

– Kato e Ihara todavía no están libres de sospecha -dijo Sano-, pero tengo otra teoría, a la que llegaré en un momento. Lo segundo que he aprendido sobre el asesino es que es un experto no sólo en las artes marciales místicas, sino además en el sigilo.

– Tuvo que serlo, para entrar a escondidas en vuestro complejo y llegar a vuestro lado mismo -corroboró Isogai.

– Si pudo conseguir eso, pudo entrar en el castillo desde fuera -prosiguió Sano-. No haría falta que se tratase de alguien de dentro.

El general torció el gesto, poco satisfecho con la idea de que las poderosas defensas del castillo pudieran fallar, pero dijo:

– Supongo que es posible.

– ¿De modo que es un experto en sigilo y pertenece a la oposición? Me viene a la cabeza en particular el escuadrón de soldados de élite de Yanagisawa.

Aquellos hombres habían sido maestros del sigilo y las artes marciales, muy bien adiestrados, contratados por Yanagisawa para mantenerse en el poder. Habían sido sospechosos de pasados asesinatos políticos de enemigos del ex chambelán, pero nunca atrapados: cubrían su rastro demasiado bien.

El general alzó las cejas en señal de sorpresa.

– Sabía que eran una panda peligrosa, pero nunca oí que pudieran matar con un roce.

– De haber podido, lo hubieran mantenido en secreto. -A Sano lo asaltó una idea perturbadora-. Me pregunto cuántas muertes se han producido a lo largo de los años que han parecido naturales pero en realidad fueron asesinatos ordenados por Yanagisawa. -Sin embargo, no podía hacer gran cosa al respecto en ese momento-. El motivo de mi visita es preguntaros qué fue del escuadrón de élite tras la caída de Yanagisawa.