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Por delante de Sano se elevaba una atalaya del muro que rodeaba el complejo. Los centinelas se asomaron por las ventanas con las linternas en alto para ver a qué se debía el escándalo. Sano señaló y gritó:

– ¡Hay un intruso en el tejado! ¡Atrapadlo!

Los centinelas dispararon flechas por las ventanas. La noche se llenó del silbido de los proyectiles y su tableteo al estrellarse contra las tejas. Sano oteó frenéticamente los tejados, pero no vio señal del intruso. Los guardias se unieron a él, jadeantes y sin aliento.

– Ha huido -dijo uno.

– Debe de haber salido del complejo saltando el muro -añadió el otro.

– Por lo menos no le ha hecho daño a nadie, ¿o sí? -preguntó el primero, que era el capitán de la patrulla nocturna de Sano.

Una idea petrificó a Sano cuando recordó su despertar en la oscuridad con el intruso cerca. Un pavor frío le invadió el corazón.

– Quiero a ese intruso. Llamad al oficial al mando de la defensa del castillo. Decidle que quiero a todos los guardias despiertos y buscando, ahora mismo.

– Lo atraparemos -le aseguró el capitán de la patrulla nocturna mientras salía disparado a cumplir las órdenes-. No podrá salir del castillo.

Sin embargo, una noche entera de búsqueda, a cargo de cientos de soldados que exploraron hasta el último rincón del castillo, fue incapaz de dar con el intruso. Sano, que había esperado en el cuartel de la guardia, volvió a su casa con paso cansino al amanecer. Reiko lo esperaba a la puerta de la mansión. Su expresión de animada anticipación desapareció al leer el rostro de Sano.

– ¿Ha escapado? -preguntó.

– Como por arte de magia. -El pavor que se había multiplicado dentro de Sano durante la larga noche lo poseía como un espíritu maligno. Si hablaba de ello, el autocontrol que había mantenido delante de sus hombres se resquebrajaría y perdería la compostura. Pasó por delante de Reiko a toda prisa y entró en la casa-. No sé cómo lo ha hecho, pero a estas alturas podría estar en cualquier parte de la ciudad.

– ¿Quién crees que es? -dijo Reiko, siguiéndolo.

– No puedo ponerle nombre -respondió Sano mientras cruzaba a zancadas el pasillo que llevaba a sus aposentos privados-, pero ¿quién iba a acercarse a escondidas y atacar a un alto cargo del nuevo régimen del caballero Matsudaira?

– ¿El asesino que mató al jefe de la metsuke y esos otros hombres? -dijo Reiko, sin aliento por la sorpresa además de por el esfuerzo de seguir el paso de Sano-. ¿Crees que pretendía matarte?

– Lo sé. -Aun en ese momento sentía la mortífera determinación del asesino como un veneno en la sangre. Rogó que el recuerdo fuera lo único que le había dejado el criminal.

– ¿Significa que es alguien de dentro del régimen?

– Tal vez. Eso explicaría cómo ha entrado en el castillo.

– ¿Por qué caminas tan rápido? -preguntó Reiko mientras se cruzaban a toda prisa con los criados que pululaban por el pasillo.

Sano irrumpió en su dormitorio.

– Enciende todas las linternas -le dijo a Reiko.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa? -preguntó ella, desconcertada.

– ¡Por una vez en tu vida, haz lo que te digo sin discutir! -se impacientó Sano.

Reiko se quedó boquiabierta, pero obedeció. Las linternas inundaron la habitación de luz cálida y humeante. Sano abrió de par en par el armario, sacó un espejo y se miró la cara tensa y angustiada. Dejó el espejo y se desnudó. Extendió los brazos, girándolos mientras escudriñaba hasta el último detalle de su piel, de los hombros a los dedos. Luego se examinó el torso, las piernas y los pies.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Reiko.

Sano se puso de espaldas a ella e inquirió:

– ¿Me ves alguna marca?

– ¿Una marca? -Le pasó las manos por la piel-. No -respondió, más perpleja todavía-. ¿Qué…?

Pero claro, era demasiado pronto para que la señal se viera. Al volverse hacia Reiko, Sano vio la comprensión horrorizada en sus ojos. Su mujer se llevó la mano a la garganta.

– Dioses misericordiosos -susurró-. ¿Te ha tocado?

Se miraron a los ojos, paralizados por el terror a que se convirtiera en la sexta víctima del dim-mak.

– No lo sé, pero creo que sí. Creo que eso es lo que me despertó.

– ¡No! -Reiko lo agarró de las manos, desesperada-. Tienes que estar equivocado. No sientes nada raro, ¿verdad?

Sano sacudió la cabeza.

– Pero no creo que los demás lo sintieran, tampoco. -Visualizó al intruso inclinado sobre él mientras dormía, estirando una mano sigilosa hacia él. Sentía en todo el cuerpo el hormigueo de la sensación del toque fatal. ¿Era su imaginación o la realidad?-. No sabían que les pasaba nada malo, hasta que…

Con la voz entrecortada, Reiko dijo:

– ¡Voy a llamar a un médico!

– No serviría de nada. Si he recibido un toque de la muerte, el daño ya está hecho. Ningún tratamiento podría salvarme.

Los ojos de Reiko se poblaron de lágrimas.

– ¿Qué vamos a hacer?

Que el destino pudiera empeorar tan de repente, en un simple instante, resultaba incomprensible. Si el asesino lo había tocado, podía ser su fin aun antes de que Matsudaira lo castigara por no atrapar al asesino o Hoshina acabara con él. La idea de ver su vida segada de cuajo, de dejar a su amada esposa e hijo, lo destrozaba. Tenía poco consuelo que ofrecer a Reiko.

– No hay nada que podamos hacer ahora -dijo-, salvo esperar dos días y ver qué pasa.

Capítulo 22

Una espesa niebla matutina envolvía Edo y desdibujaba la distinción entre la tierra y el cielo. Barcos invisibles flotaban en los ríos y canales. Las voces de quienes cruzaban los puentes eran eslabones de cadenas de sonido que sorteaban el agua.

En el suburbio colindante con la cárcel, cuatro manzanas cuadradas estaban en ruinas. Todavía se alzaban volutas de humo de las vigas de madera, las tejas chamuscadas y caídas y los montones de cenizas lo que antes fueran muchas casas. Los residentes desolados rebuscaban entre los restos, tratando de rescatar sus posesiones. Sin embargo, la prisión se erguía intacta por encima de la desolación. A través del puente y sus puertas desfilaban los presos a los que habían soltado al declararse el incendio el día anterior. Regresaban voluntariamente para acabar de cumplir sus condenas o esperar su juicio. Dos carceleros, apostados a la entrada con los guardias, contaban cabezas y tachaban nombres de una lista.

Cuando el último recluso hubo entrado, uno de ellos dijo: -Vaya. Normalmente vuelven todos. Esta vez nos falta uno.

Reiko miró por la ventanilla de su palanquín mientras salía del castillo, pero apenas reparó en lo que veía u oía. El miedo a que su marido muriera habitaba su pensamiento como una presencia maligna y dejaba sin sitio al mundo que la rodeaba. El sollozo atrapado en su garganta crecía por momentos. La idea de perder a Sano, de vivir sin él, era más que insoportable.

Cuando él le expuso la posibilidad de que el asesino le hubiera asestado el toque de la muerte, Reiko había querido agarrarlo con fuerza, anclarlo a ella y a la vida. Se había alarmado al oírle decir que debía salir.

– ¿Adonde? -había preguntado ella-. ¿Por qué?

– Para seguir con mi búsqueda del asesino -había sido su respuesta.

– ¿Ahora?

Un tranquilo distanciamiento había reemplazado el terror de Sano.

– En cuanto me haya aseado, vestido y desayunado. -Se dirigió hacia el cuarto de baño.

– ¿Es preciso? -dijo Reiko, apresurándose a seguirlo. No quería perderlo de vista.

– Todavía tengo un trabajo que hacer.

– Pero si sólo te quedan dos días de vida, deberíamos pasarlos juntos -protestó Reiko.

En el baño, Sano se vertió un cubo de agua sobre el cuerpo y empezó a frotarse.

– El caballero Matsudaira y el sogún no aceptarán esa excusa. Me han dado órdenes de atrapar al asesino, y debo obedecer.