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En cualquier caso, su estancia en el Sahlgrenska era cuestión de unas pocas semanas más. En cuanto los médicos le dieran el alta, sería trasladada a los calabozos de Kronoberg, Estocolmo, en régimen de prisión preventiva, hasta que se celebrara el juicio. Y la persona que decidiría que ese día había llegado era Anders Jonasson.

Tuvieron que pasar no menos de diez días, tras los acontecimientos de Gosseberga, para que el doctor Jonasson permitiera a la policía realizar un primer interrogatorio en condiciones, algo que, a ojos de Annika Giannini, resultaba estupendo. Lo malo era que Anders Jonasson también había puesto trabas para que la abogada pudiera ver a su clienta, y eso la irritaba sobremanera.

Tras el caos ocasionado a raíz del asesinato de Zalachenko, Jonasson efectuó una evaluación a fondo del estado de Lisbeth Salander y concluyó que, considerando que había sido sospechosa de un triple asesinato, debía de haberse visto expuesta a una gran dosis de estrés. Anders Jonasson ignoraba si era culpable o inocente, aunque, como médico, tampoco tenía el menor interés en dar respuesta a esa pregunta. Sólo constató que Lisbeth Salander se hallaba sometida a un enorme estrés. Le habían pegado tres tiros y una de las balas le penetró en el cerebro y casi la mata. Tenía una fiebre que se resistía a remitir y le dolía mucho la cabeza.

Había elegido jugar sobre seguro. Sospechosa de asesinato o no, ella era su paciente y su trabajo consistía en velar por su pronta recuperación. Por ese motivo le prohibió las visitas, cosa que no tenía nada que ver con la prohibición, jurídicamente justificada, que había dictado la fiscal. Le prescribió un tratamiento y reposo absoluto.

Como Anders Jonasson consideraba que el aislamiento total de una persona era una forma de castigo tan inhumana que, de hecho, rayaba en la tortura, y que además no resultaba saludable para nadie hallarse separado por completo de sus amistades, decidió que la abogada de Lisbeth Salander, Annika Giannini, hiciera de amiga en funciones. Jonasson mantuvo una seria conversación con Annika Giannini y le explicó que le concedería una hora de visita al día para que viera a Lisbeth Salander. Durante ese tiempo podría conversar con ella o, si así lo deseaba, permanecer callada y hacerle compañía. No obstante, las conversaciones no deberían, en la medida de lo posible, tratar los problemas mundanos de Lisbeth Salander ni sus inminentes batallas legales.

– A Lisbeth Salander le han disparado en la cabeza y está gravemente herida -remarcó-. Creo que se encuentra fuera de peligro, pero siempre existe el riesgo de que se produzcan hemorragias u otras complicaciones. Necesita descanso y tiempo para curarse. Sólo después de que eso ocurra podrá empezar a enfrentarse a sus problemas jurídicos.

Annika Giannini entendió la lógica del razonamiento del doctor Jonasson. En las conversaciones de carácter general que Annika mantuvo con Lisbeth Salander le dio una ligera pista de la estrategia que ella y Mikael habían diseñado, aunque durante los primeros días no tuvo ninguna posibilidad de entrar en detalles: Lisbeth Salander se encontraba tan drogada y agotada que a menudo se dormía mientras estaban hablando.

Dragan Armanskij examinó la serie de fotos que Christer Malm había hecho de los dos hombres que siguieron a Mikael Blomkvist desde el Copacabana. Las imágenes eran muy nítidas.

– No -dijo-. No los conozco.

Mikael Blomkvist asintió con la cabeza. Esa mañana de lunes se hallaban reunidos en Milton Security, en el despacho de Dragan Armanskij. Mikael había entrado en el edificio por el garaje.

– Sabemos que el mayor es Göran Mårtensson, el propietario del Volvo. Hace al menos una semana que me persigue como si fuera mi mala conciencia, pero es obvio que puede llevar mucho más tiempo haciéndolo.

– ¿Y dices que es de la Säpo?

Mikael señaló la documentación que había reunido sobre la carrera profesional de Mårtensson. Hablaba por sí sola. Armanskij dudó: la revelación de Blomkvist le había producido sentimientos encontrados.

Cierto: los policías secretos del Estado siempre metían la pata. Ese era el orden normal de las cosas, no sólo en la Säpo sino también, probablemente, en todos los servicios de inteligencia del planeta. ¡Por el amor de Dios, si hasta la policía secreta francesa mandó un equipo de buceadores a Nueva Zelanda para hacer estallar el Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace! Algo que sin duda había que considerar como la operación de inteligencia más estúpida de la historia mundial, exceptuando, tal vez, el robo del presidente Nixon en el Watergate. Con una cadena de mando tan idiota no era de extrañar que se produjeran escándalos. Los éxitos nunca salen a la luz, claro… En cambio, en cuanto la policía secreta hacía algo inadecuado, cometía alguna estupidez o fracasaba, los medios de comunicación se le echaban encima y lo hacían con toda la sabiduría que dan los conocimientos obtenidos a toro pasado.

Armanskij nunca había entendido la relación que los medios de comunicación suecos mantenían con la Säpo.

Por una parte, la Säpo era considerada una magnífica fuente: casi cualquier precipitada tontería política ocasionaba llamativos titulares. La Säpo sospecha que… Una declaración de la Säpo constituía una fuente de gran importancia para un titular.

Pero, por otra, tanto los medios de comunicación como los políticos de distinto signo se dedicaban a ejecutar con todas las de la ley a los miembros de la Säpo que eran pillados espiando a los ciudadanos suecos. Allí había algo tan contradictorio que, en más de una ocasión, Armanskij había podido constatar que ni los políticos ni los medios de comunicación estaban bien de la cabeza.

Armanskij no tenía nada en contra de la existencia de la Säpo: alguien debía encargarse de que ninguno de esos chalados nacionalbolcheviques que se habían pasado la vida leyendo a Bakunin -o a quien diablos leyeran esos chalados neonazis- fabricara una bomba de fertilizantes y petróleo y la colocara en una furgoneta ante las mismas puertas de Rosenbad. De modo que la Säpo era necesaria y Armanskij consideraba que, mientras el objetivo fuera proteger la seguridad general de los ciudadanos, un poco de espionaje a pequeña escala no tenía por qué ser siempre tan negativo.

El problema residía, por supuesto, en que una organización cuya misión consistía en espiar a sus propios compatriotas debía ser sometida al más estricto control público y tener una transparencia constitucional excepcionalmente alta. Lo que sucedía con la Säpo era que tanto a los políticos como a los parlamentarios les resultaba casi imposible ejercer ese control, ni siquiera cuando el primer ministro nombró una comisión especial que, sobre el papel, tendría autorización para acceder a todo cuanto deseara. A Armanskij le habían dejado el libro de Carl Lidbom Una misión y lo leyó con creciente asombro: en Estados Unidos habrían arrestado en el acto a una decena de miembros destacados de la Säpo por obstrucción a la justicia y los habrían obligado a comparecer ante el Congreso para someterse a un interrogatorio público. En Suecia, al parecer, eran intocables.

El caso Lisbeth Salander ponía en evidencia que algo estaba podrido en la organización, pero cuando Mikael Blomkvist fue a ver a Armanskij para darle un móvil seguro, la primera reacción de éste fue pensar que Blomkvist se había vuelto paranoico. Fue al enterarse de los detalles y examinar las fotos de Christer Malm cuando no tuvo más remedio que aceptar que las sospechas de Blomkvist tenían un fundamento. Algo que no presagiaba nada bueno, sino que más bien daba a entender que la conspiración de la que fue objeto Lisbeth Salander, hacía ya quince años, no había sido una casualidad.

Simplemente, había demasiadas coincidencias para que fuera fruto del azar. Era posible que Zalachenko hubiera sido asesinado por un fanático de la justicia. Pero no en el mismo momento en que tanto a Annika Giannini como a Mikael Blomkvist les robaban los documentos sobre los que se basaban las pruebas del caso. Un auténtico desastre. Y, por si fuera poco, Gunnar Björck, el principal testigo, va y se ahorca.